Debemos representamos el taller de Nazaret como prolongación de Belén y preparación del Calvario. Se trata del mismo misterio de enseñanza, o, más bien, de enseñanzas que se complementan. En Belén aprendemos la necesidad del desprendimiento y la renuncia, en Nazaret la dignidad del trabajo, su valor santificador y redentor.
Es de lamentar que se repita a menudo, con inexactitud, que Dios, al venir a este mundo, se hizo obrero manual para escoger lo que hay de más bajo y despreciable. En realidad es todo lo contrario, ya que vino a enseñarnos todo lo que tiene de grande el uso de las fuerzas que nos ha dado; a decimos que el cumplimiento de cualquier tarea, por oscura que sea, es a sus ojos algo tan sagrado que no consideró indigno de su divinidad aplicarse él mismo a ella.
Jesús y José forman parte así de la llamada clase obrera, cuyo trabajo han santificado.
Externamente, nada distinguía su taller del de los demás, pero el amor que animaba a los dos artesanos resaltaba y sublimaba su labor, Cada uno de los movimientos de sus manos, afanadas de la mañana a la noche, es como una liturgia, como la ofrenda y la consagración de iodo su ser al Dios Creador.
¿Por qué escogió Jesús ser un obrero de la madera? Sin duda porque ésta es uno de los elementos más necesarios y más extendidos por la tierra: debía servirse de ella para realizar nuestra Redención, como la Iglesia debía servirse, siguiendo sus enseñanzas, de la piedra para los altares, del agua para el bautismo, del pan y el vino para la Eucaristía, del aceite para otros sacramentos.
Por la madera del árbol maldito del Paraíso terrestre, vino nuestra perdición; era preciso, pues, que se convirtiese en instrumento de salvación. Un pesebre de madera acogió al Mesías en Belén; un día, sobre el Gólgota, se alzará una Cruz de madera sobre la cual se extenderá, clavado con clavos, en un abrazo sangriento y mortal.
En el intervalo, durante su vida oculta en Nazaret, pasa los años trabajando la madera y puliéndola con amor. Cuando pasa su mano por una viga de roble, de cedro o de olivo para palpar los nudos y las vetas, su gesto semeja una caricia a esa materia que va a permitirle salvar el mundo.
Isaías había profetizado: “Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado; lleva sobre sus hombros el imperio”. Este imperio que pesa sobre sus hombros son, por el momento, las vigas de madera que lleva cuando trabaja. Todos los días, objetos de madera confeccionados por él salen de su taller. Porque pronto su voz va a proclamar que él es el pan vivo descendido del Cielo y el que come de mi carne y bebe de mi sangre tiene vida eterna, el trigo y la vid gozarán de una honra suprema en la futura Iglesia. Pero no hay que olvidar que serán necesarios arados para que se abran los surcos y surjan de la gleba las espigas doradas y maduren las uvas bermejas. El tiempo de la siembra se acerca, pero hay que preparar los aperos que servirán para la siega...
Y los dos artesanos se afanan serenamente en su taller. Suelen permanecer en silencio, porque no tienen necesidad de palabras para hacerse comprender y sentir su corazón y su alma en armonía. Jesús admira a quien honra corno padre; detiene su mirada complacido sobre este hombre justo que trabaja junto a él y que es la más hermosa expresión de esa santidad que viene a traer al mundo. Le ve prudente, paciente, buen consejero, previsor, entregado; su alma es impermeable al orgullo y su corazón caritativo le empuja a darse constantemente a los demás. Interiormente repite lo que se dijo en los días de la Creación: Y vio Dios que era bueno...
Jesús ve que José es una obra maestra, y da gracias a su Padre celestial por la grandeza moral y religiosa que se esconde en este justo, totalmente adaptado a la función que le ha sido encomendada y cuya alma es tan dócil y abierta a la gracia.
En el taller, Jesús es el aprendiz y José es el patrón, pero a menudo el patrón contempla a su aprendiz para aprender. Viéndole inclinado sobre el banquillo evoca las palabras del Ángel en la Anunciación, que María le ha repetido tantas veces: Será grande y se llamará Hijo del Altísimo. El Señor Dios le dará el trono de David, su padre, y reinará sobre la casa de Jacob por los siglos de los siglos. Y su reino no tendrá fin.
Quizá les desconcierta que el "Hijo del Altísimo" se conforme con la oscura tarea de un artesano pueblerino. Sin darse cuenta claramente de su misión entre los hombres, adivina que lo que hace Jesús está relacionado con el nombre que él mismo, por mandato de Dios, le ha puesto: Jesús, es decir, Salvador, que coincide con lo que los profetas, especialmente Isaías y Zacarías (Is 42, 2-4; Zac 9, 9), anunciaron del Mesías:
la dulzura, la humildad, la mansedumbre de este elegido de Yahvé que no gritará, no alzará la voz en las calles, no romperá la caña cascada ni apagará la mecha que todavía humea.
José no le comunica su asombro ante su tardanza en darse a conocer al mundo, ante el paso del tiempo sin que en apariencia aporte nada a la salvación anunciada. Sabe que todo lo que ve debe tener un sentido, y se entrega a la voluntad de Dios.
María vivirá más tiempo que él cerca de Jesús, pues morirá probablemente —lo veremos— antes de su manifestación al pueblo. Pero, mientras espera, es él el más favorecido, pues están juntos todo el día. A su lado trabaja, come, duerme... Con él reza.
Como el árbol plantado al borde de las aguas, del que hablan los Salmos, queconserva sus hojas siempre verdes y da frutos abundantes, así José, viviendo siempre cerca de la fuente de todas las gracias y de toda vida, vio su fe fortalecida, su amor enriquecido. El Evangelio se le manifestaba de manera concreta, familiar, continua.
Incluso antes de nacer Jesús, el amor que le tenía se había visto fecundado por las lágrimas y la angustia. Más tarde se desarrollaría con los cuidados que le prodigaba, con los temores y las privaciones que tuvo que sufrir por su causa, con la protección que le dio en el exilio. Al salir Jesús de la infancia y no tener necesidad de la misma solicitud, convertido ya en un compañero de su vida, José se aplicaría a conformar
totalmente su voluntad con la de él. Nutre su vida espiritual con lo que ve y oye, cuyo recuerdo conserva fielmente en su memoria.
No vive más que para Jesús. El es el objeto de sus aspiraciones y de sus deseos. Está a su lado. Eso le basta. Realiza el programa que más tarde San Pablo propondrá a los filipenses: “Mihi vivere Christus est”. Mi vida se resume en una palabra: Cristo. Y en la medida en que Jesús se le manifiesta, su obediencia a Dios se hace más sólida; su alimento, como el de Jesús, es hacer la voluntad del Padre.