gobernarás mi casa”
(Gn 41, 40)
La Iglesia no conserva ninguna señal concerniente al lugar en que está enterrado San José, ni tampoco venera sus reliquias. Silencioso durante su vida y silencioso en la muerte, era lógico que también después se viera despojado de todo aquello que no es esencial a una verdadera gloria.
Era el santo por excelencia que había comprendido, en palabras de Bossuet, «que no hay mayor gloria que ocultarse en Jesucristo». Buscaba no lo que el mundo aplaude, sino lo que complace al Señor. Si en ese desaparecer ante la voluntad divina encontró lo que procura al alma sus mayores alegrías, tal cosa no fue más que el preludio de las maravillosas recompensas con que Dios le coronaría. Su glorificación debía edificarse sobre su abajamiento. Porque no había buscado aparentar, fue soberanamente exaltado.
Porque amó la oscuridad, Dios, según su promesa, le rodeó de luz y le propuso a la admiración de todo el Universo. Pero, al mismo tiempo, quiso dejar a los hombres la tarea de descubrir su grandeza y adquirir una conciencia cada vez más luminosa de ella, como para verificar la profecía pronunciada por Jacob sobre el otro José del Antiguo Testamento: “Joseph acrescens”, José está destinado a subir.
María, sin duda, hablaría a San Juan y a los demás Apóstoles de su querido esposo, que la había rodeado de tanto cariño, y dedicación, y que ella había amado con toda su ternura virginal. Podría decirse que los primeros panegíricos de San José fueron pronunciados por ella.
Sin embargo, hay que reconocer que su culto era casi inexistente en la primitiva Iglesia. Al menos, no han quedado huellas de esa devoción. Un velo cubre su nombre y su recuerdo durante los primeros siglos cristianos. Se diría que quien durante toda su vida se complació en el silencio deseaba continuar siendo desconocido, una vez en el seno de la Bienaventuranza Celestial.
Esta aparente desatención de los primeros cristianos tiene una explicación muy sencilla. Mientras la Iglesia estuvo en período de formación y de combate, importaba, más que promover el culto debido al esposo de María, procurar que la virginidad de la Madre de Cristo fuese reconocida y honrada para que la divinidad de Nuestro Señor quedase firmemente establecida. Favoreciendo la devoción a San José, la Iglesia corría el riesgo de que alguien se equivocase y pensara que esos honores se le tributaban como padre de Jesús según la carne.
En efecto, mientras se puede constatar que los primeros cristianos profesaban devoción hacia otros santos, especialmente hacia Juan Bautista, los Apóstoles y los primeros mártires, parecen olvidar a San José. No es que no se le mencione en las homilías o que los grandes Doctores oculten sus prerrogativas como padre nutrido de Jesús. En algunos de ellos, como Orígenes, San Gregorio Nacianceno, San Juan Crisóstomo y, sobre todo, San Agustín, encontramos ya el germen de lo que la mística y la teología desarrollarán más tarde. No se trata de la oscuridad absoluta, pero los elogios que se hacen de él no incluyen un culto de invocación.
Ese retraso contribuyó a rodear de un mayor brillo el pavés de honor sobre el que se alzaría un día, pues Dios, que le había tratado en la tierra con tanta deferencia, no podía permitir que durara siempre el silencio en torno suyo.
En el siglo XII, San Bernardo orientó los espíritus y los corazones hacia el Santo Patriarca, subrayando su incomparable santidad. No invita todavía a los fieles a rezarle, pero establece las bases de su culto, proponiendo sus virtudes a la admiración de los cristianos.
Más tarde llegaron los grandes heraldos del culto a San José. En el siglo XIV, el Cardenal Pedro d'Ailly que fue el primero en componer un tratado de teología sobre él, y su discípulo Gerson, canciller como su maestro de la Universidad de París, quien, en diversos tratados de rigurosa doctrina, enumeró las razones existentes para honrarle.
Luego, un franciscano, San Bernardino de Sena, gran predicador del siglo XV, Isidoro de Isolanis, dominico del siglo XVI, y la reformadora del Carmelo, Santa Teresa de Jesús, contribuyeron con la influencia de sus enseñanzas, de sus escritos y de su ejemplo, a hacer popular la devoción a San José.
A partir de esa época, el culto de los cristianos al Santo Patriarca no ha cesado de aumentar y de enriquecerse. La Iglesia, por su parte, ha pagado con generosidad el tributo de homenaje que tanto tardó en concederle.
En la Carta apostólica “Inclytum Patriarcham”, de 7 de julio de 1871, Pío IX declara: «Los Romanos Pontífices, nuestros predecesores, a fin de aumentar y promover cada vez más en el corazón de los fieles la devoción y la reverencia hacia el Santo Patriarca, y para animarles a recurrir a su intercesión con la mayor confianza, no se olvidaron, siempre que tuvieron ocasión, de otorgarle, bajo nuevas formas, señales de culto público.
Entre esos Pontífices, basta con mencionar a nuestros predecesores de feliz memoria Sixto IV, que quiso que se incluyera la fiesta de San José en el Breviario y el Misal romanos; Gregorio XV, que decretó el 8 de mayo de 1621, que la misma fiesta se celebrara, bajo doble precepto, en todo el universo; Clemente X, que, el 6 de diciembre de 1670 concedió a esa misma fiesta el rito doble de segunda clase; Clemente XI, quien por un decreto de 4 de febrero de 1714 enriqueció dicha fiesta con una misa y un oficio propios; y, en fin, Benedicto XIII, que el 19 de diciembre de 1726 ordenó que el nombre de San José se incluyera en las letanías de los Santos ».
El mismo Pío IX, el segundo año de su Pontificado, extendió a la Iglesia universal, con rito doble de segunda clase, la fiesta del Patrocinio de San José, que se celebraba ya en varios lugares por concesión especial de la Santa Sede. Luego, respondiendo a innumerables súplicas procedentes de todos los países de la Cristiandad, declaró expresamente a San José Patrono de la Iglesia universal el 8 de diciembre de 1870. «Así como Dios estableció al Patriarca José, hijo de Jacob, gobernador de todo Egipto para asegurar al pueblo el trigo que necesitaba para vivir decía el Papa en el decreto, así también, cuando se cumplieron los tiempos en que el Eterno decidió enviar a la tierra a su Hijo único para rescatar al mundo, escogió otro José, del cual era figura el primero, estableciéndole señor y príncipe de su casa y de sus bienes y constituyéndole guardián de sus más ricos tesoros».
León XIII, por su parte, en su Encíclica “Quamquam Pluries” de 15 de agosto de 1899, desarrollaría las razones y los motivos especiales por los cuales José había sido designado protector de la Iglesia.
El patrocinio que le ha sido confiado le corresponde en razón de las funciones que ejerció junto a Jesús y María en la intimidad del hogar de Nazaret. Habiendo sido por voluntad de Dios el proveedor, el defensor de la Sagrada Familia, el guardián del Hijo de Dios y de su Madre, en quienes toda la Iglesia se encontraba presente en estado de germen, ¿cómo actualmente no continuará ejerciendo en el cielo con la Iglesia adulta la misión que ejerció en su nacimiento? Le corresponde, en efecto, velar por este cuerpo de Cristo que es la Iglesia como supo velar por el Niño Jesús, protegiéndola contra sus enemigos y procurando que crezca.
Actualmente, su culto florece en todo el pueblo cristiano. Pocas iglesias o capillas hay que no tengan un altar o una imagen suya. Innumerables son las casas religiosas, los hospitales, las Congregaciones, los colegios bajo su advocación. Le está consagrado un día a la semana, el miércoles, y un mes al año, el de marzo. Un número cada vez mayor de cristianos le rezan con un fervor y una piedad que lleva a algunos a ofrecerse en holocausto para que le sean dados en el seno de la Iglesia honores cada vez más grandes. Y a Roma llegan súplicas para que su nombre sea invocado después del de María en el Confiteor y se haga mención de él en el Canon de la Misa.
Sobre el destino triunfal del humilde José, planean las palabras proféticas que pronunció el Faraón refiriéndose a su primer ministro (Gn 41, 37 y ss): “Puesto que Dios te ha dado a conocer todas estas cosas, no hay nadie que sea tan inteligente y tan sabio como tú. Así pues, gobernarás mi casa y todo mi pueblo obedecerá tu voz...”
Y el Faraón, quitándose el anillo, lo puso en el dedo de José, y lo hizo revestir con trajes de fino lino, y le paso en el cuello un collar de oro. Le hizo montar en el segundo de sus carros, y gritaban ante él: ¡De rodillas!