que se llama Belén...”
(Lc 2, 4)
No se puede tratar de imaginar sin emoción en qué intimidad pasarían María y José los meses que les separaban del esperado nacimiento. Es muy probable que los dos juntos, con el rollo de los profetas en la mano, tratarían de escrutar los oráculos divinos concernientes a la venida del Mesías, no por vana curiosidad, sino para encarar mejor preparados el próximo acontecimiento. Y sobre los textos proféticos que parecían referirse al niño que María sentía ya palpitar en ella, proyectaban el nombre de Jesús.
Unas palabras de Miqueas (5, l), que precisaba que Belén sería donde había de nacer, les dejaba sorprendidos y en suspenso:
“Pero tú, Belén de Efratá,
pequeña entre los clanes de Judá,
de ti me saldrá quien señoreará en Israel,
cuyos orígenes serán de antiguo,
de días de muy remota antigüedad”
Miqueas, ciertamente, no había podido equivocarse, pero ellos se preguntaban cómo era Belén el lugar designado, y no Nazaret... Y he aquí que, una mañana, un pregonero que recorre el pueblo haciendo sonar un cuerno anuncia que el emperador Augusto acaba de ordenar que se haga un nuevo censo de sus súbditos; así pues, según la costumbre, ya que la organización del Estado judío reposaba sobre la división de los ciudadanos en tribus, razas y familias, deberían inscribirse no en el lugar de su nacimiento o en su domicilio actual, sino en aquél del cual su familia era oriunda, donde se conservaban los registros civiles de sus antepasados.
Es probable que este edicto de Augusto tuviera una intención vejatoria. “El emperador quiere contar a los hijos de Israel como se cuentan las cabezas de ganado”, comentarían los judíos, y tal vez hubiera manifestaciones de cólera y de indignación.
En cuanto a María y José, lejos de pensar en discutir los decretos de una autoridad a la que Dios había permitido que estuviesen sometidos, escucharían con el corazón palpitante la proclamación de la ordenanza imperial. ¿Acaso no era de Belén su antepasado David...? Tendrían, pues, que inscribirse en el censo en aquella ciudad, donde debía cumplirse providencialmente la profecía de Miqueas... Porque también María debería trasladarse a Belén, bien por ser hija única, heredera de sus padres, bien porque la obligación de presentarse personalmente se extendiese a las mujeres, que de los 12 a los 60 años estaban sometidas al impuesto.
Así pues, hicieron sus preparativos de viaje y se pusieron en camino. Es probable que José tuviese un asno, que utilizaría para buscar madera y llevarla a su taller. Las imágenes tradicionales nos los muestran en ruta, María a lomos del asno y José caminando al lado, con un cayado en la mano y un saco de viaje a la espalda.
De Nazaret a Belén hay unos 120 kilómetros, lo que representa cuatro o cinco jornadas de marcha por Betulia, Siquem, Betel y Jerusalén; pero como era invierno, el viaje resultaba más penoso e incómodo, si bien es de suponer que María, en virtud de su milagrosa maternidad, se viese libre de las molestias del embarazo.
Tal vez hicieran un alto más prolongado en Jerusalén para visitar el Templo y rezar en él. Escucharían a los fieles cantar con voz plañidera las quejas de su espera mortal ("¿Cuándo Señor piensas enviamos el libertador prometido?"), y pensarían que muy pronto esos gemidos iban a cesar, ¡Cómo les habría gustado gritar que el Salvador estaba allí, a su lado! Oculto todavía, sí, pero pronto nacido en Belén, tal y como estaba escrito...
El último día de marcha, los dos viajeros divisaron Belén sobre su redondeada colina, en medio de viñas y de huertos opulentos que le habían valido el título de Efratá, "la fructuosa, la fértil", y enseguida pensarían en su tatarabuelo David, que había vivido allí, y en su Descendiente, que allí también había de nacer
Llegados a la población, se someterían sin tardanza a las obligaciones del censo, observando a la letra el precepto del que habría de decir: Dad al César lo que es del César... Se colocan en la fila que espera para inscribirse, donde todos fingen no darse cuenta de que la joven está encinta para no dejarla pasar antes, y José tiene que vigilar para que la muchedumbre impaciente y egoísta no la empuje ni la aplaste... Por fin, logran llegar hasta los escribas, rodeados de soldados con capas rojas.
Les hacen las preguntas pertinentes y José responde dando su filiación completa: “José, carpintero, de Nazaret, de la familia de David. Mi mujer, Miriam, de la misma familia…”. Quienes les oyen y les ven exhibir sus pergaminos, los miran con curiosidad, preguntándose cómo los descendientes de un linaje tan noble pueden tener tan humilde apariencia. El escriba, por su parte, deseando terminar de una vez, registra los datos con indiferencia, sin sospechar en absoluto que a causa de esta pobre pareja el mundo se ha puesto en movimiento para que se cumplan las profecías.
José hace sin murmurar el juramento de fidelidad y paga el tributo. Luego, se pone a buscar alojamiento, lo que resulta muy difícil, pues la ciudad está llena de gente venida para el censo. Abriéndose camino en medio de la turba de viajeros, se dirige a la hospedería y pregunta al posadero cortésmente, si le queda algún lugar para pasar la noche. No es exigente; si estuviera solo, ni le molestaría, se contentaría con cualquier rincón, pero le acompaña su joven esposa que espera un niño de un momento a otro y necesita una habitación independiente y tranquila.
El posadero, con aire altivo, mira de hito en hito a los dos viajeros, que esperan con timidez una respuesta. Se da cuenta de que se trata de pobres gentes y piensa que no podrán pagarle mucho. Así pues, dice a José que lo siente en el alma, pero que su casa está llena a rebosar.
José, con el corazón angustiado, continúa preguntando, acompañado de María.
Camina por las calles llamando a todas las puertas, pero nadie le hace caso. Lejos de apiadarse, las gentes le rechazan a causa del embarazo de María. Nadie quiere cargar con las molestias de un posible alumbramiento. Es conocido el célebre cuadro de Luc Olivier Merson: es de noche y José está en el umbral de una puerta a la que acaba de llamar. En el marco de una ventana aparece alguien que le intima a seguir su camino. Mientras tanto, María, arrodillada en plena calle, vuelve la cabeza como pidiendo al Niño que va a nacer que perdone a los hombres que se niegan a recibirlo.
María y José no se quejan. Saben excusar a todos. Más bien se lamentan de ser inoportunos.
Alguien, por fin, les indica un refugio: una especie de cueva horadada en la roca —semejante a tantas otras de las montañas calcáreas de Judea— que se utiliza como establo y como refugio de mendigos. Sin otra posibilidad, allí se dirigen.
Era, en verdad, un lugar miserable, oscuro y mal ventilado. Un olor acre, a humo y excrementos, se agarra a la garganta. Un lecho de paja casi podrida cubre el suelo.
Pegados a la roca, se ven varios pesebres, y, según una tradición piadosa, hay una mula y un buey.
La indignidad del lugar agarrota el corazón de José. «Belén —ha escrito el P. Faber— fue su Cruz». Se cree y se declara responsable de todo. Se acusa ante Dios y ante su esposa, pero María le consuela y le reconforta. Le dice que el misterio de estas deplorables humillaciones responde a un designio providencial del Señor. Conviene que Dios, al venir a liberar a los hombres de sus pecados, comience por darles ejemplo de desprendimiento. Le invita, pues, a arrodillarse y a repetir juntos el Magnificat, ese himno de acción de gracias que tiene siempre en los labios.