“Encontraron a María, a José,
y al Nido acostado en un pesebre”.
(Lc 2, 16)
Llegados al establo, José se dedicó a acondicionar en la medida de lo posible, el miserable refugio. Alumbró un candil y lo colgó de un clavo en la pared; barrió el suelo en un rincón y, con un poco de paja limpia, preparó a María una especie de lecho.
María le había dicho que creía que el Niño estaba a punto de nacer y José comprendió que Dios, que la había fecundado, debía ser el único testigo de un alumbramiento cuyo carácter maravilloso no podía imaginar. Así pues, salió para buscar no lejos de allí otro lugar abrigado bajo la roca, pero no pudo dormir: su corazón palpitaba de emoción. Pronto, un presentimiento le hizo comprender que ya podía volver al establo. Corrió hacia él, empujó la puerta carcomida y a la débil luz del candil pudo vislumbrar una escena grandiosa en su sencillez: El niño acababa de nacer; su Madre, a falta de otra cosa, le había recostado sobre la paja de un pesebre y, de rodillas, con las manos juntas y los ojos bajos ante la cuna improvisada, parecía sumida en un éxtasis de adoración. Cerca también del niño, rumiaban dos animales como queriendo templar con su aliento el rigor de aquella noche invernal.
María, sin perder su integridad virginal y sin necesidad de ninguna ayuda, le había dado a luz milagrosamente: no había tenido que pagar los tributos a que ordinariamente se ven obligadas otras madres. Con sus propias manos, lo había envuelto en pañales y reclinado en el pesebre. Había nacido en plena noche, como haciendo eco a la palabra profética: El pueblo que andaba en tinieblas vio una luz grande. Sobre los que habitan en la tierra de sombras de muerte resplandeció una brillante luz (Is 9, 2).
Los días de invierno dejaban de ser cada vez más cortos, el sol iniciaba el regreso de su largo viaje.
María, al oír llegar a José, se volvió hacia él y le sonrió. Luego, tomando el cuerpo minúsculo del niño del fondo del estrecho pesebre, se lo entregó...
Imaginando esta escena, no se puede por menos de pensar en otra parecida que puso fin al paraíso terrenal: Eva ofreciendo a Adán el fruto prohibido. Ahora, en Belén, la segunda Eva entrega a José, y en su persona a todos los hombres que han de ser salvados, el fruto bendito de su vientre.
José aparece así como el primer beneficiario del nacimiento de Jesús. Por otra parte, el gesto de María, ofreciéndole antes que a nadie el niño, le designa a nuestra veneración como el primero en grandeza en el orden espiritual.
Hay que reconocer que los niños, al nacer, son más bien feos: una pequeña masa de carne enrojecida y llorosa que carece de la gracia encantadora que tendrán después.
El hermano de todos los niños rescatados por El no sería una excepción. Con todo, José no duda en reconocer en él al Hijo de Dios, diciéndote a María, convencido, que es el niño más bello del mundo.
Tomando, pues, al niño en sus brazos, le apretó contra su pecho mientras se le saltaban las lágrimas de emoción. Luego, temiendo hacerle daño, sintiéndose indigno de tanto honor, se lo devolvió a María, y se entregaron ambos a una dulce vigilia de oración y contemplación. No se cansaban de mirar aquel frágil angelote de cuyos labios se escapaban débiles vagidos. No se diferencia en nada de los demás niños, a no ser que, en el terreno de la pobreza, nadie, al nacer, podía disputarle el primer puesto.
¿Era posible que ese niño fuese el Enviado de Dios, ese Mesías regio cuya gloria había cantado su antepasado el rey David? El Señor me ha dicho: Tú eres, mi Hijo, engendrado desde toda la eternidad. “Pídeme y te daré las naciones en herencia y por dominio la tierra entera hasta sus últimos confines” (Sal 2).
En aquel momento, la espera del Mesías era universal, pero nadie habría imaginado que su advenimiento pudiera ser tan humilde. Israel vivía bajo la opresión de la dominación romana. Por eso, los judíos pensaban que el liberador prometido por Dios vengaría el orgullo nacional: sería terrible y triunfante, rico y poderoso; pondría a Israel al frente de las naciones y le aseguraría la fuerza, la riqueza, la abundancia y la prosperidad. ¿Cómo, pues, creer en un Mesías que no tendría cetro ni corona, armas ni palacios, y cuyo nacimiento recordaba el de un vagabundo? «En el estado en que le vio José —dice Bossuet—, me cuesta comprender cómo creyó tan fielmente en él».
Pero la fe de José es inexpugnable, no vacila ni conoce ningún cambio. Aparte de que su vida anterior de justicia, de pureza y rectitud ha sido una larga preparación para el reconocimiento del Mesías, todo lo que María le ha revelado ilumina el espectáculo que tiene ante sus ojos con una luz sobrenatural. Comprende que bajo aquella apariencia humilde se oculta una insondable riqueza. No duda en adorar a quien, prisionero en sus pañales, viene a liberar a los hombres, a quien, iluminado por la pálida luz de un candil en la tierra, habita en el cielo rodeado de una luz inaccesible.
Como María le ha enseñado en su Magnificat, exalta la potencia y la inmensidad divinas en la misma medida en que se ocultan bajo una pequeñez desconcertante.
Reconoce en el recién nacido, que no es capaz de expresarse más que mediante sonidos ininteligibles, la Sabiduría increada del Verbo que el Padre pronuncia en un eterno Hoy.
Su fe traspasa las apariencias y penetra hasta la divinidad. Sus labios se abren para pronunciar los títulos que el Ángel de la Anunciación ha enumerado: Hijo de David, Hijo del Altísimo, Aquel cuyo reino no tendrá fin, Hijo de Dios, JesúsSalvador.
Este divino Niño que a guisa de palacio y de manto real se envuelve en pañales y nace en un establo, cuya única aureola son unas briznas de paja, baja del cielo para enseñar precisamente a los hombres que la verdadera grandeza no necesita brillantes escenarios, que se oculta bajo sencillas apariencias, y que la verdadera riqueza reside en el desprendimiento.
Si los habitantes de Belén no le han recibido en sus moradas, es porque quiere mendigar nuestro amor, no imponerlo. Si llora es porque quiere lavar con sus lágrimas nuestra alma.
José, probablemente, no comprende del todo estos misterios, pero le basta con presentirlos para emocionarse. Los adora en silencio, que es su primer cántico religioso.
Pero al tiempo que adora, se afirma en él la conciencia del ministerio que deberá ejercer: Dios le ha confiado a Su Hijo para ponerle bajo su protección. ¡Con qué fervor responde a las exigencias de esta vocación!
Cuando contempla recostado en el pesebre al niño del que debe ser tutor, afluyen a su corazón sentimientos de fuerza y de calma; se llena de tanta emoción como si fuera de su misma sangre; tendrá para él entrañas de padre. Lo que no es por la naturaleza, lo será por la fuerza del amor. Sólo vivirá para él. Renueva a Dios la promesa de darle todos los instantes de su existencia, la fuerza de sus brazos, el sudor de su frente, la sangre de sus venas. Sólo le pide su gracia, para poder estar a la altura de su misión.