Capítulo XXIII JOSÉ Y SU APRENDIZ



“¿No es el carpintero, el hijo de María?”
(Mc 6, 3)

Ha pasado el tiempo en que María, ocupada en compras y en tareas fuera del hogar, dejaba al niño Jesús en el taller de José durante algunas horas; en que José, encantado, le veía divertirse, entre el serrín, con las virutas y trozos de madera caídos del banco de carpintero, o en las ensortijadas láminas surgidas de la garlopa o del cepillo.

Ha pasado el tiempo en que Jesús frecuentaba la escuela del rabbí y su voz se mezclaba con la de sus condiscípulos que recitaban en voz alta los textos de la Ley. El tiempo es ido en que, al caer la tarde, de vuelta al hogar, José se sentaba cerca de él y, a la luz de un candil, le hacía estudiar las lecciones y repetir lo que había aprendido.

Y es que Jesús ha crecido, Después de ayudar a su madre en las pequeñas tareas del hogar, ha ido pasando insensiblemente a depender de José, con quien sus relaciones son cada vez más directas y frecuentes. Ahora pasa el día en el taller de José.

Ha empezado por ver cómo trabajo su padre y ayudarle en pequeñas tareas: "¿Quieres alcanzarme el martillo?", "¿No te importaría coger el serrín y llevárselo a tu madre?"... Una antigua estampa representa a José cepillando en el banquillo a la caída de la tarde, mientras Jesús, a su lado, sostiene un candil para alumbrarle.

Por fin llega el día en que José le permite utilizar sus herramientas. Su ancha mano cubre la del joven aprendiz para guiarlo con habilidad y precaución.

Y bajo su dirección, el que había creado como en un juego el Universo esplendoroso, aprende a cortar planchas de madera, a ensamblar las piezas, a pulir los objetos... Quien más tarde dirá: tomad sobre vosotros mi yugo (Mt 11, 28), sabía por experiencia cómo se fabricaban.

Jesús no hace nada sin preguntar a José. Ningún aprendiz se ha mostrado nunca tan atento a los consejos ni tan dócil a ellos. No hay por qué pensar que las primeras piezas salidas de sus manos fuesen perfectas, pues era conveniente que la Perfección, increada y creadora, al encarnarse, aprendiese en la escuela de una criatura.

Sin embargo, no tardó en ser iniciado en todas las habilidades del oficio. Sus brazos jóvenes y vigorosos realizaron con seguridad y suavidad los más complicados trabajos.

Supo dar, a pequeños hachazos, la forma de yugo a un trozo de madera o igualar un nudo.

Supo manejar fácilmente el cincel y el mazo, sacar hábilmente el hilo del cáñamo que hace girar el berbiquí.

Pronto, cuando preguntara a José cómo hacer tal o cual cosa, éste le respondería: "Hazlo como te parezca... Lo harás mejor que yo".
En adelante trabajarán desde el alba al ocaso codo a codo, haciendo los mismos trabajos. Al despuntar el día, ya están en el taller.

Abren de par en par la puerta para que entre la luz del sol; reina allí un penetrante y saludable olor a madera y a resina. El banquillo ocupa el centro, las herramientas están colgadas de las paredes. En espera de que María venga a recogerlos, el serrín y las virutas barridas el día antes forman un montón en una esquina.

 Empiezan por ponerse un delantal de cuero, ya que, en el trabajo, no llevan esa pesada y embarazosa túnica, cubierta de dorados, con que los representan las imágenes de las iglesias. Reemprenden su tarea donde la dejaron la víspera o inician una nueva.

Su taller de carpintería no se distingue de los demás. No hay corriente eléctrica que accione las herramientas; sólo la fuerza de sus brazos. Un carpintero actual que visitara —si fuera posible— el taller de Nazaret, se asombraría de los toscos útiles de trabajo que vería allí.

Sus manos son duras y callosas. A veces se hieren con los instrumentos cortantes. Claudel habla de «un dedo de José que a menudo estaba envuelto en un trapo, como suele ocurrir con los que trabajan la madera». Sí así era, María sería la encargada de curárselo.

Trabajan sin pausa, envueltos en el chirrido monótono de la sierra y el golpear constante del martillo. La cuchilla del cepillo rechina y las virutas vuelan por los aires.

De vez en cuando tienen que secarse con la manga remangada el sudor que perla su frente.

Inclinados sobre el caballete, ensamblan a mazazos los diversos elementos de un arado. Procuran también trazar una línea recta sobre la plancha de madera que van a partir en dos, hacer un marco de ventana y una celosía que encajen perfectamente, ya que es para la sinagoga y tiene que aumentar la sensación de recogimiento.

Casi siempre trabajan en silencio. De vez en cuando, entonan un salmo cuyos versículos alternan, como un oficio recitado a coro. Pero no hay que pensar que su taller fuera de una especie de celda monástica. Está abierto a todo el mundo. El mismo Claudel ha dicho que su «tienda debía ser muy visitada por los niños, como lo suelen ser todas las carpinterías». ¿Cómo pensar que le molestaran a quien más tarde diría dejad que los niños se acerquen a mí?

Los viandantes y los vecinos entran también con frecuencia. Sus lenguas volubles se entregan a interminables lamentaciones sobre los tiempos que corren, e informan a los dos artesanos —ajenos a esas cotillearías— de "lo que se dice" en el pueblo o en los pueblos vecinos, así como de los rumores políticos. Jesús y José escucharían todo sin interrumpir su tarea y sin perder la serenidad. El padre dejaría hablar al hijo, ya que había en sus palabras una profundidad inaudita que asombrada a los visitantes y les dejaba desconcertados. Sin dejar de mostrarse fiel y respetuoso observador de la Ley, tenía una manera de pensar que rompía todos los esquemas hasta entonces admitidos.

En cuanto a los clientes, aunque siempre quedaban satisfechos del trabajo de los dos artesanos, solían discutir el precio, regatear incansables y retrasar el pago. Entonces José, recordando que tenía que ganar el pan con el sudor de su frente y velar por su familia, se mantenía firme. "El precio que le pido es justo. ¡Hay que amar la justicia!".

Cuando los clientes se llevaban los yugos, los arados o los toneles, ni siquiera sospechaban que habían, sido hechos por las mismas manos que forjaron la bóveda de los cielos. ¿Qué no daríamos nosotros por poseer uno de esos arados fabricados por Jesús? Pero tenemos algo mejor: el madero de la Cruz en que llevó a cabo su tarea suprema, hacia la cual se ordenaban todas las demás.

Ya se ha puesto el sol y ambos siguen trabajando. Retrasan la hora de regresar a casa porque tienen un trabajo urgente que hacer... Cuando eso ocurre, la silueta de María aparece en el umbral. Se admira de los bellos muebles de cedro o de sicómoro que salen de sus manos, pero, al mismo tiempo, les recuerda que es hora de cenar y que la sopa caliente aguarda en la mesa. 
Ellos, entonces, se excusan por la demora. "Es que ese arado tiene que estar para mañana..." Y regresan a casa fatigados, pero contentos de estar juntos. Tantas horas de trabajo han hinchado sus manos y su espalda se curva de estar inclinados sobre el banco.

No siempre trabajan en el taller. A veces van al bosque para cortar algunos árboles que compran allí mismo; los talan, los trocean y los llevan a un cobertizo para almacenarlos. O otras, trabajan a domicilio. Salen, muy temprano en dirección a una granja para reparar un techo, montar una prensa, hacer un armazón o colocar una puerta.
Marchan juntos, en silencio, con el saco de las herramientas al hombro y un cesto de provisiones preparado por María en la mano.

Probablemente, dispondrían de un asno, ya que en Oriente sólo los mendigos carecen de tan humilde montura. En él cargarían todo lo que por su peso o su volumen no pudieran llevar a la espalda. También tendrían un trocito de tierra.

En un antiguo documento egipcio se habla de un tal Pavetis, carpintero, que alquilaba una tierra cultivable, lo que hoy se llama "huerto del obrero". Cuando Jesús hable más tarde desiembras y cosechas, de terrenos fértiles o pedregosos, del trigo que crece, de la cizaña,de la higuera estéril, de precios en el mercado, del grano que brota por sí solo, de la gallina y los polluelos, de los obreros de la viña, del surco que abre el arado, de los lirios del campo, de la plantación inútil, se expresará con conocimiento de causa, hablándonos de cosas que ha visto y ha palpado con sus manos trabajando en el huerto familiar cultivado por él mismo.

Es posible también que cuando no tuvieran trabajo en el taller, Jesús y José fueran a buscarlo a los almacenes de Tariquea, en la ribera sur del lago de Genesaret, la más próxima a Nazaret.

Allí, los martillos siempre sonaban, clavando las cajas y calafateando los barriles llenos de peces en salmuera.
Lo que parece indudable es que, lejos de limitarse a su oficio, practicaban ampliamente otros. Hacemos nuestras las reflexiones del Padre Bernard, autor de “El Misterio de Jesú”: «Los artesanos de los pueblos y ciudades pequeñas están muy ligados a los campesinos. Generalmente, no se sienten tan sujetos a su oficio ni especializados en su arte como para no prestar de buen grado ayuda a los agricultores, sobre todo en los momentos de más trabajo: en la siega, en la vendimia, en el vareo de los olivos.

Jesús no podía mantenerse distante de aquellos a quienes venia a salvar. Quien un día contaría la parábola del buen samaritano y, antes de morir, diría que nos daba un mandamiento nuevo, que os améis los unos a los otros como yo os he amado, no podía por menos de darnos ejemplo...».