Capítulo XXV LA "TRINIDAD" DE NAZARET


Y los tres sólo son uno”
(1 Jn 5, 7. Vg)

Nazaret no era en absoluto una ciudad famosa. Era más bien un pueblo insignificante; antiguo, sin duda, pero sin historia. Un proverbio de la época ridiculizaba su pequeñez. Está distribuido en anfiteatro en la ladera de una colina, rodeado de trigales, de huertos y de viñas y un tanto apartado de las vías de comunicación que discurrían a sus pies, como desdeñándolo.

La etimología más probable de Nazaret es En-Nazira, que quiere decir guardián, pero una tradición que parece tener su origen en San Jerónimo dice que significa "ciudad de las flores". Ciertamente, el espectáculo que ofrece en primavera, le hace merecedor de este nombre. Sus calles eran más bien callejuelas que trepaban estrechas y sinuosas. Muchas de sus casas se adosaban a la ladera, como todavía algunas hoy.

En una de esas casas vivía la Sagrada Familia, que no se distinguiría en nada de las demás. La fachada sería de mampostería, pero la mayor parte del resto —no más de dos o tres piezas— estaría horadada en la roca calcárea. La habitación más grande, a la que daría acceso la puerta de entrada, serviría de comedor y cuarto de estar. En el interior, habría alguna más. La zona de la casa construida de mampostería estaría cubierta por una terraza, a la que se subiría por una escalera exterior.

Nada de lujo ni de confort. Sobre el suelo, de tierra batida, unas alfombras de esparto. El mobiliario, semejante al de las gentes de su clase: unas camas, unos arcones para la ropa, los utensilios de cocina, un ánfora, una rueda de molino, algunos tapices y cojines para los visitantes.

En esta humilde morada no hay —escribe Claudel— más que «tres personas que se aman y van a cambiar la faz del mundo».
Son sólo tres, pero el mutuo amor que las anima, nunca desmentido, cada vez más íntimo, más tierno y más fuerte, las une en una unidad maravillosa que nos hace pensar en la Trinidad eterna, de la que diría San Juan: “Et hi tres unum sunt”, “y los tres sólo son uno”. El amor une sus almas en una sola y su corazón en un solo corazón. Su comunión es constante.

Los tres tienen distinta dignidad, pero el orden querido por Dios es perfectamente observado. José se somete a la voluntad divina, María está subordinada a José y Jesús obedece a ambos. La precedencia, pues, es inversa a su excelencia. El último de los tres en dignidad y grandeza es el primero en autoridad. Se trata de un orden conforme a la ley evangélica que quiere que los primeros sean los últimos y los últimos los primeros... Una lección de Dios que nos dice que el poder es más un servicio que un privilegio.

José representa la autoridad divina. Se sabe muy por debajo de su hijo y de su esposa, y pensando en la distancia que le separa de Dios y de la más pura de las criaturas, su espíritu zozobra. Con todo, cuando llega la hora de ejercer su autoridad, no se inquieta ni vacila.

Con la misma espontaneidad, Jesús y María vuelven sus ojos hacia él como hacia el que ha sido designado por Dios para comunicarles sus consignas, y, lejos de sentirse frustrados al obrar así, comprenden que es para ellos el único medio de compenetrarse más y más con la voluntad de Dios.

Pero aunque mandan sobre Jesús y éste les obedece, María y José 1e consideran su Maestro y su modelo. Hay en él tal santidad, que sienten un impulso irresistible de imitarle. Es el espejo de su ideal y tratan de grabar en ellos el sello de su perfección, como él mismo dirá más tarde que es la marca, la señal del Padre.

Los tres llevan una vida oculta. A ojos de sus compatriotas, no son más que unos israelitas piadosos, fervientes, fieles, observantes de la Ley. Su conducta es edificante, pero sus prácticas religiosas, aunque llaman la atención, no tienen nada de espectacular, de insólito, de especial. Nada hace transparentar las riquezas que desbordan sus almas.

Nada dan a conocer del secreto divino, hasta tal punto que los parientes próximos de Jesús no sabrán descubrir en él al Verbo hecho carne. Viven discretamente, sin tratar de prevalecerse de sus privilegios y de sus títulos.

En apariencia, su vida es tan ordinaria, tan sin historia, tan sin brillo, que el Evangelio nada tiene que decirnos de ella. Se diría que se trata de una especie de acuerdo tácito el que los evangelistas silencien la vida que llevaba la Sagrada Familia en Nazaret.

Uno está tentado de lamentarse: "Señor, ¿no has dicho que no conviene poner la luz bajo el celemín? ¿Por qué tardaste tanto en manifestarte? Y si querías ocultarte Tú, ¿por qué no permitiste que el mundo conociera la santidad de quien elegiste como padre, y de tu madre?".

La hora de la revelación llegará un día. Mientras tanto, antes de predicar, hay que dar ejemplo. Antes de enseñar a los demás a guardar silencio, a desaparecer, a ser abnegados, humildes, es preciso que Jesús y los que sigan su camino comiencen por ofrecer a los hombres el espectáculo de todas esas virtudes. Es preciso que el mundo sepa que lo más provechoso, lo más útil, lo más evangélico, es lo que no tiene oropel, lo que se consume en el cumplimiento silencioso del deber cotidiano.

El ritmo de las jornadas de los tres miembros de la Sagrada Familia es, pues, el mismo de las demás familias de Nazaret. El Libro de la Sabiduría, al describir a la "mujer fuerte", dice que se levanta antes de que amanezca para preparar la comida de los suyos. Así obraría María.
Presentaría a Jesús y a José sus asientos, les serviría la comida, se preocuparía por su trabajo. Y José, en la mesa, bendeciría los alimentos y, según la costumbre, sería el primero en partir el pan y beber el vino.

Luego, mientras María pone orden en la casa, barre, da de comer a las gallinas, va a la fuente y al mercado, amasa el pan, enciende el horno y hace un bizcocho, los dos carpinteros trabajan en el taller. Cuando vuelvan a mediodía, todo estará a punto.

Por la tarde, María les esperaría sentada a la puerta y saldría a su encuentro al verles venir. Les mostraría su alegría y contemplaría con amor su rostro cubierto de polvo y sudor. Tomaría entre las suyas sus manos callosas, fatigadas para ella. 

En cuanto a ellos, le entregarían las ganancias del día. Escasas, sin duda, pues por concienzudo e intenso que fuera su trabajo, la clientela abusaría de su escrupulosa honestidad. Pero María sonríe y les dice que es más que suficiente; incluso les sugiere dar una parte a alguna familia del pueblo que pasa necesidad.

Las horas que siguen, a la caída de la tarde, son para ellos de descanso y de intimidad familiar. Todos y cada, uno se sienten felices de estar juntos y elevan al Señor sus alabanzas y acciones de gracias.

Son momentos de conversaciones piadosas, de efusiones ávidamente esperadas, en los que Jesús, antes de enseñar la buena nueva del Evangelio, ofrece las primicias a los que humanamente es tributario.

Y cuando llegara el momento de irse a dormir, María y José se preguntarían, como más tarde los discípulos de Emaús: ¿No arde acaso nuestro corazón cuando nos habla y nos explica las Escrituras?.