“El Faraón hizo montar en el segundo de sus carros a José,
y gritaban ante él: ¡De rodillas!”
(Gn 41, 43)
Fue una especie de lugar común entre los teólogos, a partir del siglo XVI, comparar la grandeza de San José con la de otros santos para precisar el lugar que le correspondía en la asamblea de los que Dios ha coronado en el cielo.
En sus discusiones citaban a menudo el texto precursor de San Gregorio Nacianceno, quien había escrito: «El Señor ha reunido en José, como en el sol, toda la luz y el esplendor que los demás santos tienen juntos». Es indudable que cuando Dios predestina un alma a una misión le otorga todos los dones necesarios para su realización. Ahora bien, después de la de María, Madre del Verbo encarnado, ¿qué otra función sobrepasa o incluso iguala la de José, padre adoptivo de Cristo y esposo de su Madre? Comparándola, pues, a María, se decía justamente que después de Ella ninguna criatura habla estado tan cerca del Verbo encarnado y que ninguna, en consecuencia, había poseído en el mismo grado la gracia santificante.
León XIII, en su Encíclica “Quamquam Pluries”, se hacía eco de esa misma opinión: «Ciertamente —dice—, la dignidad de Madre de Dios es tan alta que nada la puede sobrepasar. Sin embargo, como existe entre la Bienaventurada Virgen y José un lazo conyugal, no cabe duda de que éste se aproximó más que nadie a esa dignidad supereminente que coloca a la Madre de Dios muy por encima de todas las demás criaturas».
Por haber llevado en sus brazos a quien es el corazón y el alma misma de la Iglesia, se le consideraba más grande que San Pedro, sobre el que Jesús quiso edificar su Iglesia.
Y por haber vivido durante treinta años en la intimidad de Cristo y en la meditación constante del espectáculo de su vida, se estimaba su grandeza superior a la de San Pablo, quien, sin embargo, había recibido la revelación de tan sublimes misterios.
Se le consideraba también más grande que Juan el Evangelista, que había
tenido el privilegio de posar una vez su cabeza en el pecho del Salvador, mientras que él había sentido a menudo los latidos de su corazón infantil.
Y más grande que los demás Apóstoles, que propagaron el nombre adorable de Jesús, pero que José mismo le impuso.
Más difícil era tratar de colocarle por encima de San Juan Bautista, a causa de las palabras de Jesús: “En verdad os digo que no ha habido nadie más grande que él entre los hijos de mujer”. Dificultad que se resolvió diciendo que Jesús, al pronunciar estas palabras, quiso establecer una comparación con los profetas del Antiguo Testamento, los cuales anunciaban al Cristo futuro, mientras que Juan Bautista le anunció cuando ya había venido, mostrándole, por decirlo así, con el dedo.
Puede decirse, por otra parte, que esas palabras de Jesús no tenían más objeto que comparar a Juan Evangelista, el profeta más grande del Antiguo Testamento, con la nueva grandeza que confiere a un elegido la llamada al reino de los cielos, un reino del que la Iglesia representa la primera fase; por eso añadió Jesús: “Qui minor est in regno coelorum, major est illo”. Que puede traducirse así: "Por grande que sea Juan Bautista, que cierra el Antiguo Testamento, su grandeza no es nada ante la del más pequeño de los cristianos".
La doctrina de la preeminencia de San José sobre todos los demás santos se presenta actualmente con garantías de seria probabilidad, y tiende a convertirse en enseñanza comúnmente admitida en la Iglesia.
Más difícil era tratar de colocarle por encima de San Juan Bautista, a causa de las palabras de Jesús: “En verdad os digo que no ha habido nadie más grande que él entre los hijos de mujer”. Dificultad que se resolvió diciendo que Jesús, al pronunciar estas palabras, quiso establecer una comparación con los profetas del Antiguo Testamento, los cuales anunciaban al Cristo futuro, mientras que Juan Bautista le anunció cuando ya había venido, mostrándole, por decirlo así, con el dedo.
Puede decirse, por otra parte, que esas palabras de Jesús no tenían más objeto que comparar a Juan Evangelista, el profeta más grande del Antiguo Testamento, con la nueva grandeza que confiere a un elegido la llamada al reino de los cielos, un reino del que la Iglesia representa la primera fase; por eso añadió Jesús: “Qui minor est in regno coelorum, major est illo”. Que puede traducirse así: "Por grande que sea Juan Bautista, que cierra el Antiguo Testamento, su grandeza no es nada ante la del más pequeño de los cristianos".
La doctrina de la preeminencia de San José sobre todos los demás santos se presenta actualmente con garantías de seria probabilidad, y tiende a convertirse en enseñanza comúnmente admitida en la Iglesia.
La declaración de León XIII, antes citada, es particularmente reveladora en este punto.
Otros problemas concernientes a presuntos privilegios de San José que se le quieren atribuir como prolongación de los de María, siguen siendo objeto de discusión entre los teólogos. Hay que reconocer que sus conclusiones, cuando pretenden ser afirmativas, reposan sobre bases más débiles.
No se trata, por supuesto, de considerar a José exento del pecado original, pero algunos piensan que pudo ser santificado en el seno de su madre. Dicen que si este privilegio les fue concedido a algunos santos, como Jeremías y San Juan Bautista, no le pudo ser negado al esposo de la Virgen María, cuya grandiosa predestinación sobrepasa con mucho la de esos personajes. Tal es la opinión de Gerson, de San Alfonso María de Ligorio y de muchos otros teólogos.
La misión de padre adoptivo de Jesús, que le coloca tan cerca del Redentor, requiere, según ellos, que fuese santo antes de nacer. Los teólogos que profesan una opinión contraria objetan que siendo la santificación desde el seno maternal un favor excepcional concedido sólo con vistas a una utilidad común, no le era necesaria a José antes de nacer, pues su oficio no comenzó realmente hasta que se convirtió en prometido de María.
No se trata, por supuesto, de considerar a José exento del pecado original, pero algunos piensan que pudo ser santificado en el seno de su madre. Dicen que si este privilegio les fue concedido a algunos santos, como Jeremías y San Juan Bautista, no le pudo ser negado al esposo de la Virgen María, cuya grandiosa predestinación sobrepasa con mucho la de esos personajes. Tal es la opinión de Gerson, de San Alfonso María de Ligorio y de muchos otros teólogos.
La misión de padre adoptivo de Jesús, que le coloca tan cerca del Redentor, requiere, según ellos, que fuese santo antes de nacer. Los teólogos que profesan una opinión contraria objetan que siendo la santificación desde el seno maternal un favor excepcional concedido sólo con vistas a una utilidad común, no le era necesaria a José antes de nacer, pues su oficio no comenzó realmente hasta que se convirtió en prometido de María.
Suárez concluye razonablemente que no se podría abrazar la tesis de la presantificación del esposo de María —la cual no se apoya en ningún texto de la Escritura— más que si se pudiera respaldar con razones válidas y con la autoridad de la mayoría de los Padres de la Iglesia, lo que no es el caso.
Los pareceres están igualmente divididos cuando se discute si la concupiscencia se hallaba en José no suprimida, pero sí encadenada o paralizada por una gracia especial, hasta el punto de permitirle evitar todo pecado, incluso el venial. También en este caso hay que responder que nuestra admiración y nuestra devoción a José no nos obligan a suponer este privilegio. Se trata de una tesis indemostrable que no se apoya en ninguna razón seria. La concesión de un privilegio tan especial, tan absoluto, tan completo, no puede ser considerada como algo imposible incluso para un hombre venido a este mundo con la mancha del pecado original, pero tampoco puede ser objeto de una demostración teológica.
Todo lo que se puede afirmar es que José, confirmado con la gracia desde sus esponsales con María, beneficiándose constantemente de la proximidad de la que había sido concebida inmaculada, y no habiéndose resistido nunca a las gracias actuales que recibía, vio aumentar constantemente .en su alma ese tesoro sobrenatural; pudo elevarse así a un estado de tan eminente perfección que el pecado le fue extraño en la medida en que esto es posible para una criatura humana.
Algunos autores, entre ellos Suárez, San Bernardino de Sena, San Francisco de Sales y Bossuet, e incluso varios Padres de la Iglesia, consideran como seguro que José fue uno de los santos de que nos habla el Evangelio (Mt 27, 52-53) que abandonaron sus tumbas tras la muerte de Jesús y se aparecieron a muchos en Jerusalén.
Santo Tomás dice a este respecto que su resurrección fue definitiva y absoluta, y San Francisco de Sales llega a decir que «si es cierto —como debemos creer— que en virtud del Santísimo Sacramento que recibimos nuestros cuerpos resucitarán en el día del juicio, no cabe duda que Nuestro Señor haría subir al cielo en cuerpo y alma, al glorioso San José, que tuvo el honor y la gracia de llevarle a menudo en sus benditos brazos».
Los que comparten esta opinión hacen valer como argumento que Jesús, al escoger una escolta de resucitados para afirmar aún más su propia resurrección y dar más brillo a su triunfo, tuvo que incluir entre ellos y colocar en primera fila a su padre adoptivo; por otra parte, sin la asunción gloriosa de José en cuerpo y alma, la Sagrada Familia, reconstituida en el cielo, habría tenido una nota discordante en su exaltación gloriosa.
Tales asertos son sin duda respetables, pero no tenemos ningún medio de verificarlos. Nada nos impide tenerlos por probables, como nadie puede obligamos a aceptarlos. La opinión contraria tiene numerosos partidarios que no admiten en el cielo actualmente otros cuerpos gloriosos que el de Nuestro Señor y el de su Santísima Madre.
En cuanto al título de corredentor, que algunos creen poder atribuirle, hay que reconocer que procede de intenciones poco prudentes. José fue corredentor sólo en la medida en que lo son todos los que voluntariamente unen sus méritos y sus sufrimientos a los del Salvador, con objeto, como dice San Pablo, de completar lo que falta a la Pasión de Cristo.
Los pareceres están igualmente divididos cuando se discute si la concupiscencia se hallaba en José no suprimida, pero sí encadenada o paralizada por una gracia especial, hasta el punto de permitirle evitar todo pecado, incluso el venial. También en este caso hay que responder que nuestra admiración y nuestra devoción a José no nos obligan a suponer este privilegio. Se trata de una tesis indemostrable que no se apoya en ninguna razón seria. La concesión de un privilegio tan especial, tan absoluto, tan completo, no puede ser considerada como algo imposible incluso para un hombre venido a este mundo con la mancha del pecado original, pero tampoco puede ser objeto de una demostración teológica.
Todo lo que se puede afirmar es que José, confirmado con la gracia desde sus esponsales con María, beneficiándose constantemente de la proximidad de la que había sido concebida inmaculada, y no habiéndose resistido nunca a las gracias actuales que recibía, vio aumentar constantemente .en su alma ese tesoro sobrenatural; pudo elevarse así a un estado de tan eminente perfección que el pecado le fue extraño en la medida en que esto es posible para una criatura humana.
Algunos autores, entre ellos Suárez, San Bernardino de Sena, San Francisco de Sales y Bossuet, e incluso varios Padres de la Iglesia, consideran como seguro que José fue uno de los santos de que nos habla el Evangelio (Mt 27, 52-53) que abandonaron sus tumbas tras la muerte de Jesús y se aparecieron a muchos en Jerusalén.
Santo Tomás dice a este respecto que su resurrección fue definitiva y absoluta, y San Francisco de Sales llega a decir que «si es cierto —como debemos creer— que en virtud del Santísimo Sacramento que recibimos nuestros cuerpos resucitarán en el día del juicio, no cabe duda que Nuestro Señor haría subir al cielo en cuerpo y alma, al glorioso San José, que tuvo el honor y la gracia de llevarle a menudo en sus benditos brazos».
Los que comparten esta opinión hacen valer como argumento que Jesús, al escoger una escolta de resucitados para afirmar aún más su propia resurrección y dar más brillo a su triunfo, tuvo que incluir entre ellos y colocar en primera fila a su padre adoptivo; por otra parte, sin la asunción gloriosa de José en cuerpo y alma, la Sagrada Familia, reconstituida en el cielo, habría tenido una nota discordante en su exaltación gloriosa.
Tales asertos son sin duda respetables, pero no tenemos ningún medio de verificarlos. Nada nos impide tenerlos por probables, como nadie puede obligamos a aceptarlos. La opinión contraria tiene numerosos partidarios que no admiten en el cielo actualmente otros cuerpos gloriosos que el de Nuestro Señor y el de su Santísima Madre.
En cuanto al título de corredentor, que algunos creen poder atribuirle, hay que reconocer que procede de intenciones poco prudentes. José fue corredentor sólo en la medida en que lo son todos los que voluntariamente unen sus méritos y sus sufrimientos a los del Salvador, con objeto, como dice San Pablo, de completar lo que falta a la Pasión de Cristo.
Lo fue, eso sí, en mayor grado, por haber guardado, protegido y alimentado a la Víctima divina con vistas al Sacrificio de la Cruz, por haberle ofrecido anticipadamente al Templo como un bien que le pertenecía y por haber experimentado, a causa de Jesús, sufrimientos cuyo mérito satisfactorio aprovecha a toda la humanidad, rescatada por la sangre de Cristo.
Digamos, como conclusión, que para expresar la grandeza de José no es preciso adornarle con títulos sobreañadidos y de orden excepcional.