“Su padre y su madre estaban maravillados
de las cosas que se decían de él”
(Lc 2, 33)
Es de hacer notar que en las páginas del Evangelio que cuentan la infancia de Jesús, José, lejos de pasar inadvertido, aparece siempre actuando de acuerdo con María.
"José subió a Belén con María... Mientras ellos estaban allí... Los pastores encontraron a María y a José... Ellos le llevaron a Jerusalén... Su padre y su madre estaban maravillados... Simeón los bendijo... Ellos volvieron a Galilea... Sus padres iban todos los años a Jerusalén... Ellos le encontraron en el Templo... Les estaba sujeto...”
No nos asombremos, pues, de verle, acompañando a su esposa cuando, cuarenta días después de aquella maravillosa noche, María se dirigió a Jerusalén con objeto de purificarse y de presentar al niño en el Templo
Ella no quería sustraerse a la Ley, aunque, evidentemente, hubiera podido creerse dispensada. ¿Acaso tenía necesidad de ser presentado a Dios, Aquel que era el mismo Dios? ¿Tenía ella necesidad de purificarse cuando su alumbramiento no había hecho más que aumentar el esplendor de
su virginidad?
José, sin embargo, se mostró de acuerdo con ella a fin de que todo lo que estaba prescrito en casos semejantes fuese exactamente observado hasta en el menor detalle.
Se pusieron, pues, en camino, con el corazón rebosante de alegría, pensando que iban a cumplir un acto de religiosa obediencia: no sospechaban que lo que consideraban un misterio de alegría iba a verse acompañado de un trágico anuncio de dolor.
Jesús, en brazos de María y escoltado por José, entró por primera vez en la ciudad que había de verte un día con la Cruz a cuestas camino del Calvario.
A las puertas del Templo, José compró dos tórtolas para la ofrenda, ya que carecía de recursos para comprar un cordero. Así pues, la humilde pareja quedó encuadrada en el grupo de los pobres y, por eso, nadie se fijó en ella cuando atravesaron la explanada.
Sin embargo, algo inesperado sucedió.
José, sin embargo, se mostró de acuerdo con ella a fin de que todo lo que estaba prescrito en casos semejantes fuese exactamente observado hasta en el menor detalle.
Se pusieron, pues, en camino, con el corazón rebosante de alegría, pensando que iban a cumplir un acto de religiosa obediencia: no sospechaban que lo que consideraban un misterio de alegría iba a verse acompañado de un trágico anuncio de dolor.
Jesús, en brazos de María y escoltado por José, entró por primera vez en la ciudad que había de verte un día con la Cruz a cuestas camino del Calvario.
A las puertas del Templo, José compró dos tórtolas para la ofrenda, ya que carecía de recursos para comprar un cordero. Así pues, la humilde pareja quedó encuadrada en el grupo de los pobres y, por eso, nadie se fijó en ella cuando atravesaron la explanada.
Sin embargo, algo inesperado sucedió.
Un anciano, inspirado por Dios, se
destacó de entre la multitud allí apiñada, compuesta de mendigos, de peregrinos y de cambistas. Se llamaba Simeón y era —nos dice el Evangelio— un hombre justo y temeroso de Dios. Viva personificación de Israel, su única aspiración era ver al Mesías.
Cuando descubrió a Jesús en brazos de su madre, el Espíritu Santo que habitaba en él le advirtió en secreto que ese niño era el esperado desde hacía siglos, el prometido de Dios. Aproximándose con respeto, pidió que le permitieran tomarle en sus brazos y luego, alzándole, bendijo a Dios y temblando de emoción, con el rostro iluminado con una especie de éxtasis, entonó un himno de victoria y de acción de gracias: “Ahora, Señor, puedes ya dejar ir a tu siervo en paz, según tu palabra: porque han visto mis ojos tu salud la que has preparado ante la faz de todos los pueblos, luz para iluminación de las gentes y gloria de tu pueblo, Israel.”
“El padre y la madre de Jesús —añade el Evangelio— estaban maravillados de las cosas que se decían de él”. Y no es que las palabras que acaban de oír fuesen para ellos una revelación, sino que les admiraba constatar cómo la venida de su niño al mundo era saludada por tantos testigos inspirados.
Tras bendecir a Dios, se volvió a José y María, bendiciéndoles también como para animarles en la tarea que habrían de cumplir. ¿Sospechaba que en su persona bendecía a las dos criaturas que habrían de ocupar el primer rango en la escala de la santidad, a las que las generaciones futuras bendecirían con alabanza sin fin?
Simeón unió a José y a María en una misma bendición, ya que ambos habían contribuido, aunque en distinta medida, a la venida del Mesías. Mas he aquí que ahora se dirige sólo a María. A esta joven madre, que acaba de serlo, no temerá hacer una aterradora predicción: Tu hijo ha venido al mundo para ruina y resurrección de muchos... Será un signo de contradicción. En cuanto a ti, una espada atravesará tu alma.
A José no le dijo nada que le atañera personalmente. El instinto profético de Simeón parecía excluirle del doloroso destino del Gólgota, ya que él no estaría presente.
No obstante, su alma también se vería traspasada por una espada.
Escucharía al anciano con el corazón angustiado. ¿Cómo no iba a escuchar con indecible dolor lo que acababa de decir sobre su hijo adoptivo y su querida esposa? La predicción le golpeaba tanto más cruelmente cuanto que lo que acababa de oír era al mismo tiempo tan vago y tan preciso, que se podía temer cualquier cosa.
Así pues, Jesús tendría que sufrir contradicción: sería rechazado por una parte de la nación que esperaba desde hacia mucho tiempo a su liberador. Los hombres, por su causa, quedarían separados en dos campos opuestos; unos blasfemarían de él, los otros le adorarían; para unos sería causa de salvación, para otros de caída.
Las palabras que Simeón ha dirigido a su esposa también le causan pena: acaba de oír que está condenada a sufrir intensamente. ¡Cómo hubiera preferido José que hubiese sido a él a quien le anunciaran todo eso! Al fin y al cabo su función consistía en soportarlo todo. Pero su esposa, tan dulce, tan pura, tan santa... ¿Era posible que Dios la destinara al dolor? ¿Por qué el anciano no se lo había dicho a él?
Con todo, la profecía de Simeón le hiere en lo más profundo de su ser.
Cuando descubrió a Jesús en brazos de su madre, el Espíritu Santo que habitaba en él le advirtió en secreto que ese niño era el esperado desde hacía siglos, el prometido de Dios. Aproximándose con respeto, pidió que le permitieran tomarle en sus brazos y luego, alzándole, bendijo a Dios y temblando de emoción, con el rostro iluminado con una especie de éxtasis, entonó un himno de victoria y de acción de gracias: “Ahora, Señor, puedes ya dejar ir a tu siervo en paz, según tu palabra: porque han visto mis ojos tu salud la que has preparado ante la faz de todos los pueblos, luz para iluminación de las gentes y gloria de tu pueblo, Israel.”
“El padre y la madre de Jesús —añade el Evangelio— estaban maravillados de las cosas que se decían de él”. Y no es que las palabras que acaban de oír fuesen para ellos una revelación, sino que les admiraba constatar cómo la venida de su niño al mundo era saludada por tantos testigos inspirados.
Tras bendecir a Dios, se volvió a José y María, bendiciéndoles también como para animarles en la tarea que habrían de cumplir. ¿Sospechaba que en su persona bendecía a las dos criaturas que habrían de ocupar el primer rango en la escala de la santidad, a las que las generaciones futuras bendecirían con alabanza sin fin?
Simeón unió a José y a María en una misma bendición, ya que ambos habían contribuido, aunque en distinta medida, a la venida del Mesías. Mas he aquí que ahora se dirige sólo a María. A esta joven madre, que acaba de serlo, no temerá hacer una aterradora predicción: Tu hijo ha venido al mundo para ruina y resurrección de muchos... Será un signo de contradicción. En cuanto a ti, una espada atravesará tu alma.
A José no le dijo nada que le atañera personalmente. El instinto profético de Simeón parecía excluirle del doloroso destino del Gólgota, ya que él no estaría presente.
No obstante, su alma también se vería traspasada por una espada.
Escucharía al anciano con el corazón angustiado. ¿Cómo no iba a escuchar con indecible dolor lo que acababa de decir sobre su hijo adoptivo y su querida esposa? La predicción le golpeaba tanto más cruelmente cuanto que lo que acababa de oír era al mismo tiempo tan vago y tan preciso, que se podía temer cualquier cosa.
Así pues, Jesús tendría que sufrir contradicción: sería rechazado por una parte de la nación que esperaba desde hacia mucho tiempo a su liberador. Los hombres, por su causa, quedarían separados en dos campos opuestos; unos blasfemarían de él, los otros le adorarían; para unos sería causa de salvación, para otros de caída.
Las palabras que Simeón ha dirigido a su esposa también le causan pena: acaba de oír que está condenada a sufrir intensamente. ¡Cómo hubiera preferido José que hubiese sido a él a quien le anunciaran todo eso! Al fin y al cabo su función consistía en soportarlo todo. Pero su esposa, tan dulce, tan pura, tan santa... ¿Era posible que Dios la destinara al dolor? ¿Por qué el anciano no se lo había dicho a él?
Con todo, la profecía de Simeón le hiere en lo más profundo de su ser.
Las palabras que ha oído se graban en su espíritu y empiezan a angustiarle. En adelante no podrá mirar a su esposa y al Niño sin que enseguida se yerga ante sus ojos el pensamiento de los anunciados dolores. Esperando ver surgir la espada de la profecía, proseguía su camino con una llaga en el corazón que nunca se cerrará.
A pesar de todo, no se queja ni se irrita. Permanece fuerte y sumiso. Ha recibido la misión de poner al niño el nombre de Jesús-Salvador y comprende instintivamente que la salvación sólo puede operarse mediante el sufrimiento. Pronuncia, pues, un generoso fiat y se siente dispuesto a seguir al Mesías y a su Madre en su vía dolorosa.
"Señor —dice—, aunque sea un pobre hombre, indigno de colaborar en tus designios redentores, si necesitas una víctima, piensa en mí y no en ellos".
María y José entran en el Templo. La ceremonia se desarrolla sin pompa ni aparato. José deposita sobre el altar las dos tórtolas, excusándose ante el sacerdote por no poder ofrecer nada mejor a causa de su pobreza, y el sacerdote recita sobre María la oración prescrita. Luego, José saca de su bolsa los cinco siclos de plata exigidos para rescatar a Aquel que ha venido a rescatar al mundo.
La ceremonia ha terminado. Rápidamente, el sacerdote se aleja sin saber que acaba de verse implicado en el momento más glorioso de la historia del Templo. Ignora que el niño que acaba de mirar con indiferencia es el Verbo encarnado que al entrar en este mundo ha dicho a su Padre celestial: He aquí que vengo para hacer Tu voluntad.
Después, los dos esposos parten de nuevo hacia Belén, donde José ha decidido establecer provisionalmente su morada, pero el camino de vuelta no es tan alegre como el de ida.
A pesar de todo, no se queja ni se irrita. Permanece fuerte y sumiso. Ha recibido la misión de poner al niño el nombre de Jesús-Salvador y comprende instintivamente que la salvación sólo puede operarse mediante el sufrimiento. Pronuncia, pues, un generoso fiat y se siente dispuesto a seguir al Mesías y a su Madre en su vía dolorosa.
"Señor —dice—, aunque sea un pobre hombre, indigno de colaborar en tus designios redentores, si necesitas una víctima, piensa en mí y no en ellos".
María y José entran en el Templo. La ceremonia se desarrolla sin pompa ni aparato. José deposita sobre el altar las dos tórtolas, excusándose ante el sacerdote por no poder ofrecer nada mejor a causa de su pobreza, y el sacerdote recita sobre María la oración prescrita. Luego, José saca de su bolsa los cinco siclos de plata exigidos para rescatar a Aquel que ha venido a rescatar al mundo.
La ceremonia ha terminado. Rápidamente, el sacerdote se aleja sin saber que acaba de verse implicado en el momento más glorioso de la historia del Templo. Ignora que el niño que acaba de mirar con indiferencia es el Verbo encarnado que al entrar en este mundo ha dicho a su Padre celestial: He aquí que vengo para hacer Tu voluntad.
Después, los dos esposos parten de nuevo hacia Belén, donde José ha decidido establecer provisionalmente su morada, pero el camino de vuelta no es tan alegre como el de ida.
Hablan poco. Las palabras proféticas de Simeón continúan angustiándoles. María lleva en brazos al niño y le estrecha contra su corazón pensando en el destino trágico que le espera.
José, por su parte, va adquiriendo una conciencia cada vez más viva de su vocación. Sabe que su papel va a ser importante y difícil: conservar, alimentar y proteger hasta el día de su sacrificio a Aquel que se ha hecho oblación para los hombres.
Por la noche, ya de vuelta a su humilde morada de Belén, antes de retirarse a descansar, se inclina sobre la cuna de Jesús y, recordando el Cántico de Simeón, interpreta sus palabras aplicándoselas a él mismo: "No dejes, Señor, partir todavía a tu siervo, pues este Niño que me has confiado me necesitará hasta el día de su manifestación, cuando revele a los hombres que es la salvación de los pueblos y la luz de las naciones...".
José, por su parte, va adquiriendo una conciencia cada vez más viva de su vocación. Sabe que su papel va a ser importante y difícil: conservar, alimentar y proteger hasta el día de su sacrificio a Aquel que se ha hecho oblación para los hombres.
Por la noche, ya de vuelta a su humilde morada de Belén, antes de retirarse a descansar, se inclina sobre la cuna de Jesús y, recordando el Cántico de Simeón, interpreta sus palabras aplicándoselas a él mismo: "No dejes, Señor, partir todavía a tu siervo, pues este Niño que me has confiado me necesitará hasta el día de su manifestación, cuando revele a los hombres que es la salvación de los pueblos y la luz de las naciones...".