Capítulo XV LAS PRIMERAS GOTAS DE SANGRE DEL SALVADOR

“Cuando se hubieron cumplido los ocho días para circuncidar al niño... 
José le puso por nombre Jesús”
(Lc 2, 21; Mt 1, 25)


Mientras que María y José, incansables, continuaban en contemplativa vigilia junto al Hijo de Dios encarnado, los Ángeles del Señor, no lejos de allí, en lo hondo de un valle, se aparecían a un grupo de pastores que cuidaban de sus, rebaños.

Escuchad la gran noticia—les dijeron— y alegraos: os ha nacido un Salvador. Le reconoceréis por estas señas: está envuelto en pañales y recostado en un pesebre.

Las primeras invitaciones que Dios hacía en la tierra para ir a visitar a su Hijo revestido de la naturaleza humana iban dirigidas a los más pequeños, a los humildes de recto corazón, a los que los Salinos llaman "los pobres de Yahveh": los privilegiados cuyo oficio les identificaba con el antepasado del Mesías, David, el rey-pastor; aquellos entre los cuales se colocaría también Aquel que un día habría de decir: Yo soy el Buen Pastor...

Los pastores respondieron inmediatamente a la invitación. No les fue difícil encontrar al recién nacido que el ángel les había descrito. Varias personas se encargarían de informarles. Les dirían que, efectivamente ' un hombre, al anochecer, había llamado a varias puertas pidiendo albergue para él y su joven esposa, la cual estaba a punto de dar a luz, pero que no habiendo logrado su propósito, les habían visto dirigirse hacia un establo horadado en la roca...

Y allí, en efecto, los pastores encontraron a María y a José con el niño, como nos cuenta el Evangelio.
José les recibiría y les contaría en pocas palabras cómo se había visto obligado a buscar cobijo en tan miserable lugar; luego les llevaría hasta su esposa...

Cuando María, con expresión radiante, ejerciendo por primera vez ante los hombres su función de Madre de Dios y Mediadora, tomó en sus brazos al recién nacido para que lo vieran, José acercaría el candil al rostro del pequeño, e, instintivamente, los visitantes, se postrarían de rodillas.

A José, esta intervención de los pastores le parecería como una visita del mismo Dios. Su corazón se inundaría de emoción, pues planeaba sobre el establo un no se qué de grandioso entre tanta simplicidad.

Luego, recibiría con gratitud los presentes de los pastores: leche, manteca, miel, lana, un corderillo tal vez... Finalmente, les preguntaría también si conocían alguna morada más decente en Belén. 

Y mientras los pastores volvían junto sus rebaños llenos de alegría, contando a todo el mundo lo que habían visto y oído, José se dirigía a Belén para inscribir al niño en el registro civil y visitar una casa vacía que le habían indicado, de cuyo emplazamiento habla la tradición. Allí, al parecer, debió vivir la Sagrada Familia luego de abandonar el establo.

También se informaría sobre la posibilidad de ganarse la vida en Belén, pues pudiendo trabajar, se habría avergonzado de vivir de limosna. Además, la estación lluviosa y fría no hacía aconsejable regresar a Nazaret hasta que el niño fuese un poco mayor.

Es seguro que la Sagrada Familia permaneció en Belén hasta su huída a Egipto; incluso al volver del exilio, José pensú quedarse allí definitivamente. Tal vez creyera que así cumpliría mejor su misión, pues las Sagradas Escrituras designaban a Belén, la ciudad de David, como privilegiada entre todas.
Pensaría, pues, que allí, después de nacer, debía vivir el Mesías a fin de que los hombres le reconocieran.

Al cumplirse el octavo día a partir del nacimiento, era preciso, según la Ley, circuncidar al niño. Era un rito que Yahveh había prescrito a Abraham para que su sello quedase impreso en la carne del pueblo elegido en señal de perpetua alianza.

José hubiera podido pensar que como el recién nacido era Hijo de Dios, no tenía necesidad de someterse a ese rito, pero comprendía que no había llegado el momento de revelar su identidad. Si Dios había querido ocultar el misterio de su nacimiento bajo el velo del matrimonio, el sustraerse ostensiblemente a las leyes de Israel hubiese sido contradecir los designios de Dios.

Según la costumbre, convocaría a los parientes y amigos que habitaban en los alrededores, entre ellos, probablemente, Zacarías e Isabel, dando, con tal motivo, una pequeña fiesta familiar semejante a las que se celebran hoy con ocasión del bautismo.

A José correspondía —y no a un sacerdote, como el arte ha hecho suponer— el honor de imprimir en el cuerpo del niño el signo tradicional del pueblo de Dios. Al hacer la incisión, diría: "Bendito sea Yahveh, el Señor, que ha santificado a su bienamado desde el seno de su madre y grabado su Ley en nuestra carne. Marca a sus hijos con el signo de la Alianza para comunicarles las bendiciones de Abraham, nuestro padre".
Y los asistentes responderían con el salmista: "Bienaventurado el que has escogido para hijo".

Al tiempo que José hacía la incisión, pronunciaría el nombre que el cielo, lo mismo que a María, le había ordenado imponerle. A María, el ángel de la Anunciación le había dicho: "Darás al hijo que alumbrarás el nombre de Jesús".
Y a José: "María dará a luz un hijo a quien pondrás por nombre Jesús".

En este punto, pues, Dios había conferido a José un derecho igual al de María, afirmando así que la autoridad que tenía sobre el niño era la de un verdadero padre, pues se trataba, en este caso, de una función paternal.

No es necesario creer que José, al cortar la carne e imponer un nombre al niño tuviese una noción clara y precisa del valor simbólico de lo que hacía. Se contentaría, quizá, con deplorar el tener que hacerle sufrir, aunque actuase con espíritu religioso de plena obediencia a la Ley. Su corazón sufriría al oír llorar al niño y ver correr su sangre.

Es a nosotros a quien corresponde penetrar en el significado del rito realizado por José.
En el pueblo hebreo, el nombre tenía una importancia primordial: su significado provenía generalmente de las circunstancias del nacimiento del niño o del futuro que se le pronosticaba. 
En este caso, sin embargo, era Dios mismo quien había escogido para su Hijo el nombre que había de tener, dejando a José la gloria de imponérselo: se trataba de un nombre que era la expresión exacta de su misión de Salvador, nombre que figuraría un día en la inscripción clavada en la Cruz y del cual nos dirá San Pablo que está por encima de todo nombre y que, al pronunciarlo, toda rodilla debe doblarse en el cielo, en la tierra y en los infiernos; un nombre, en fin, que multitud de hombres habrían de repetir con alegría y lágrimas de amor hasta la consumación de los siglos.

El nombre de Jesús era bastante corriente en Israel. Otros lo habían tenido y lo tienen todavía. Había sido el de Josué, hijo de Nun, y el del hijo de Josadech, pero esas figuras anunciaban al que vendría a salvar no de la miseria, el cansancio o el exilio, sino del pecado y la muerte eterna. 

Sabiendo a ciencia cierta que el destino del niño verificaría el nombre que le iba a imponer —pues ese nombre estaba como inscrito en su carne— le dijo por primera vez: le llamarás Jesús. Que es como si le hubiera dicho: "Serás el Salvador del mundo. Hacia ti tienden todas las esperanzas de salvación expresadas en las Escrituras".

Y como José era ministro de un Dios que quería que su Hijo viniese a la tierra bajo el signo del dolor, era preciso que la imposición del nombre estuviese acompañada de un comienzo de sufrimiento. Uniendo, pues, el gesto a la palabra, inauguró el misterio de la redención del mundo haciendo verter las primeras gotas de esa Sangre redentora que tendría todos sus efectos en la Pasión dolorosa.
Hizo brotar de su fuente el río de salvación y de misericordia que ya nunca dejaría de correr en favor del mundo: el niño que lloraba y pataleaba al recibir su nombre iniciaba su oficio de Salvador.

Cuando terminó la ceremonia, los invitados se fueron y María se puso a curar la herida del niño. ¡Con qué entusiasmo pronunciaría José las dos sílabas del nombre que acababa de imponerle! ¡Cuántas maravillas y promesas descubriría en el nombre de Jesús...!
Experimentaría a la letra lo que San Bernardo expresaría más tarde: que ese nombre es música para los oídos, miel para los labios, encanto para el corazón...

Cada vez que pronunciaba el nombre de Jesús, se acordaba del misterio que encerraba y anunciaba en sus dos sílabas. Como María en la Anunciación, aceptaba todos los posibles sufrimientos que supondría para el niño su misión de Salvador, los cuales probablemente repercutirían en su corazón de padre, como ya lo acababa de experimentar.