Capítulo XVII HACIA EL EXILIO



“Levántate, toma al nido y a su madre
 y huye a Egipto”
(Mt 2, 13)

El día de la Presentación, Simeón, mostrando a Jesús, había dicho: Este niño será signo de contradicción. José no tardaría en experimentar la verdad de esta profecía.
Sin duda había oído hablar de Herodes, cuya vida estaba llena de escándalos, de abominaciones y de atrocidades. Tras asesinar a su mujer y a tres de sus hijos, una embajada judía fue a ver a Augusto y le dijo que la situación de los muertos era preferible a la de los vivos perseguidos por el tirano. José, sin embargo, no podía siquiera imaginarse que su cólera y su sanguinaria envidia estaban a punto de volverse contra Jesús.

¿Cuánto tiempo transcurrió entre la Presentación en el Templo y la llegada de los Magos?
La liturgia, obligada a concentrar los misterios, celebra los dos acontecimientos con un breve intervalo, aunque debieron de transcurrir varios meses; algunos exegetas incluso hablan de un año o más.

El Evangelio que nos cuenta la visita de los Magos a Belén no menciona la presencia de José. Tal vez había encontrado un empleo y se hallaba trabajando. Pero si no estaba presente cuando llegaron, es inimaginable que no fuera avisado enseguida por María y se apresurara a acudir.

Como no estaba autorizado para desvelar el misterio de Dios, no diría a los Magos que él no era el padre de ese niño. Seguramente se sentiría un tanto intimidado por esos señores orientales que se presentaban con tan brillante séquito; se mantendría, modesto, discreto, en un segundo plano, pero su corazón se vería inundado de alegría, al constatar que, avisados por la estrella que se desplazaba en el firmamento, los grandes y los sabios de la tierra que acababan de llegar de un lejano país venían a unirse con los pobres y los pastores en tomo al hijo de María.

Debió sentirse estrechamente compenetrado con la fe cándida y vigorosa de los Magos, con el valor y la calma que los había empujado, a una simple señal, a ponerse en ruta a través del desierto; y a preguntar, una vez llegados a Jerusalén, no si había nacido el rey de los judíos, sino dónde.

No parecían estar extrañados ni decepcionados por haber emprendido un viaje tal para encontrarse ante un pobre niño que no hablaba todavía. Lejos de sorprenderse por la debilidad aparente de ese rey, se postraron delante de él, radiantes.

Habían venido cargados de presentes, como es habitual entre los orientales cuando visitan a un superior. A los pies de la cuna de Jesús, José vio el oro de Ofir, el incienso de Arabia y la mirra de Etiopía. El oro, como homenaje a la realeza del niño, el incienso para proclamar su divinidad, la mirra para honrar su humanidad.

Al ver estos presentes simbólicos, José renovaría en su corazón la ofrenda detodo su ser. "Yo también —diría silenciosamente— te reconozco, Jesús mío, como rey.
Toma el oro de mi amor y mi sumisión. Adoro tu divinidad: toma el incienso de mi fe.
Proclamo que eres Salvador: recibe la mirra de mis brazos y de todas mis energías, hasta la misma muerte, para colaborar en tu obra de salvación"
...

No se trataba de una simple ofrenda verbal. Había llegado para José el tiempo de obrar en consecuencia. Los Magos, en efecto, habían sido avisados sobrenaturalmente para que no volvieran a ver a Herodes y regresaron por otro camino. Y José por su parte, recibió una advertencia más grave: Un ángel del Señor—escribe San Mateo— se le apareció en sueños y le dijo: "Levántate, toma al Nido y a su Madre y huye a Egipto. Quédate allí hasta que yo te diga, pues Herodes va a buscar al Niño para matarle". Él, enseguida, se levantó, tomó al Niño y a su Madre durante la noche y partió hacia Egipto.

Leyendo este texto del Evangelio, que narra el suceso de la manera más sencilla, como siempre, da la impresión de que se trata de la cosa más simple, más natural. Sin embargo, ¡qué fe y qué grandeza se deja entrever en José!
Lejos de escandalizarse por la orden que acaba de recibir, no piensa más que en ejecutarla. Cualquier otra persona se hubiese visto turbada y desconcertada. No era para menos. ¡El hijo de Dios huyendo ante los hombres! ¿Acaso no habían anunciado las Escrituras que haría reinar la paz? Pero nada más nacer, los hombres le persiguen...

¿Acaso no había dicho el ángel que se llamaría Jesús, pues sería Salvador? ¡Extraño Salvador que tiene que huir y exiliarse aprovechando las sombras de la noche! ¿Qué hace, pues, su Padre, en lo alto de los cielos? «Un ángel llegó de pronto —escribe Bossuet—, como un mensajero asustando, de tal forma que el cielo parece estar alarmado y el terror haberse extendido por él antes de pasar a la tierra». El que es dueño del rayo y tiene a su disposición legiones de ángeles, ¿podrá menos que un miserable reyezuelo de la tierra, orgulloso de su ridículo ejército? ¡Qué incoherente parece todo esto!

Por otra parte, ¿no tenía derecho José a lamentarse diciendo que se le sacaba de su sitio sin poder prepararse? No se le daba tiempo para organizar esta huida a una tierra extraña, se le avisaba en el último momento y se le ordenaba, con desenvoltura, que permaneciera en ella hasta nuevo aviso... José, sin embargo, no piensa ni dice nada de esto. Ha leído en Isaías (55, 9) una idea que hace suya: Cuanto son los cielos más altos que la tierra, tanto están mis caminos por encima de los vuestros, y por encima de los vuestros mis pensamientos.

Por otra parte, apoyando su fe en la de María, cuyas menores expresiones aportan a su espíritu luces tranquilizadoras, no se arroga el derecho de juzgar, de criticar y menos aún de censurar los designios adorables de Dios; no se queja de este niño incómodo, que, desde su más tierna infancia, acarrea la persecución. Después de todo —se dice— esta orden de partida nocturna para escapar de Herodes no es más desconcertante que el hecho mismo de la Encarnación. ¿No forma parte acaso del mismo misterio?

Sin duda a Dios le sería fácil desbaratar los proyectos de Herodes, ya que es todopoderoso y guía a los astros por el cielo, pero ha venido a la tierra para abrazar nuestra condición humana; es preciso, por tanto, que sea semejante a nosotros en todo.

No tiene por qué hacer milagros para sustraerse a las persecuciones, ya que la victoria que viene a ganar sobre nuestros pecados quiere realizarla mediante la humildad y el anonadamiento. Pero, por otra parte, no debe morir ni ser asesinado con los Inocentes, ya que no ha hecho más que comenzar su tarea. Es él, José, a quien Dios precisamente ha elegido para ponerse al servicio de María y del niño, esos dos seres a quien quiere más que a sí mismo. Si el ángel no le ha dicho que va a acompañarles, es que debe ser él quien los proteja.

No se le ha llamado a desempeñar el papel de padre del Hijo de Dios sin tener que sacrificarse para cumplir esta tarea con toda su grandeza. Por eso, no tiene más que un deseo, una aspiración, una pasión: servir a los designios de Dios, a cualquier precio »

Así pues, se levanta sin tardanza, despierta a María y le cuenta el sueño que acaba de tener. María se precipita hacia la cuna en que Jesús duerme apaciblemente, como ajeno —Él, el Dios omnisciente— a todo lo que se trama contra El. Le toma en sus brazos procurando no despertarle y luego, apresuradamente, recogen lo más necesario —la ropa del niño, mantas, algunos vestidos, un poco de comida—, y lo meten en un saco de tosca arpillera. José esconde en su cinturón el oro de los Magos y sus escasos ahorros; duda un momento preguntándose si debe llevar sus útiles de trabajo, pero al final renuncia pensando que su peso y su volumen retrasarían la marcha.

Finalmente, va al establo, desata al asno —ajeno a la caminata que le aguarda— y, en el silencio de la noche, procurando tomar las sendas más apartadas, sin hacer ruido, huye, llevando con él su doble tesoro...