Capítulo XII EL ESPOSO DE MARÍA



Y Jacob engendró a José, el esposo de María, de la cual nació Jesús...
(Mt 1, 16)

El Evangelio de San Mateo nos dice que José, tras la aparición del ángel, hizo lo que le había sido indicado: recibió a María en su casa. Lo cual quiere decir que" debía ser, en efecto, sólo la prometida de José, ya que las costumbres no le permitían tenerla en su casa hasta la boda. Así pues, se apresuraría a ratificar mediante el matrimonio la unión que había acordado con ella el día de los esponsales. Se conoce con bastante precisión cómo se desarrollaban entonces entre los judíos las ceremonias nupciales.

Ni qué decir tiene que María y José, respetuosos con los menores detalles de la Ley, observarían exactamente todas las costumbres y ritos tradicionales. María llevaría el atuendo en uso: una larga túnica multicolor cubierta por un amplio manto. Bajo su velo y ciñendo su pelo cuidadosamente dispuesto, una corona sobredorada. Al caer la tarde, montaría en un palanquín y la conducirían a la casa de José. Los invitados a la boda, vestidos de blanco, con un anillo de oro en el dedo,' la escoltaban, y un grupo de jóvenes doncellas la precedían con una lámpara encendida, mientras otras ondeaban ramas de mirto sobre su cabeza. Los habitantes de Nazaret, avisados por el sonido de las flautas y los tamboriles, se apretaban curiosos, en las terrazas y a lo largo de las calles para aplaudir a la desposada.

Nadie sospechaba que se trataba de la elegida de Dios, en cuyo seno habitaba ya el Mesías, objeto de todos los deseos y anhelos de la nación. José esperaría, a María en el umbral de su morada, vestido también de blanco y coronado de brocado de oro. Uno y otro, ya dentro de la casa, intercambiarían sus anillos y se sentarían mirando a Jerusalén, María a la derecha de José, bajo un dosel o nicho ricamente adornado con objetos dorados y telas pintadas. Tras la lectura del contrato de sus esponsales, beberían en el mismo vaso, roto enseguida en su presencia con un gesto que significaba que debían estar dispuestos a compartir sus penas y alegrías.

El banquete se desarrollaría en la hospedería de Nazaret, y las fiestas se prolongarían, en un clima de desbordante jolgorio, durante varios días. José y María ya se pertenecían. Estaban unidos ante Dios y ante los hombres. Dios se había reservado a María, pero se complacía en dar a un hombre mortal, a José, un derecho matrimonial sobre esta criatura privilegiada, bendita entre todas las mujeres. 41 Ponía en sus manos a la que había creado con tanto amor, en la que había pensado desde toda la eternidad, a la que iba a hacer suya con tanto celo.

No había, sin embargo, desigualdad entre los dos esposos. El matrimonio era ajustado. Indudablemente, María, llamada a ser Madre de Dios y elevada por la gracia a' la altura de esta función, superaba ampliamente en santidad a José, pero José había oído del ángel estas palabras tranquilizadoras: no temas tomar a María por esposa... El significado de esta frase, que ya hemos comentado, puede interpretarse así: "Cálmate. Tú eres el que Dios ha escogido para esposo de la que acaba de concebir por obra del Espíritu Santo. Estarás a la altura de tu misión.

Ser esposo de la Madre de Dios sería una función aplastante sólo para las fuerzas humanas, pero lo que es imposible para los hombres, es posible con la ayuda de Dios. Tú recibirás las gracias necesarias". José y María son esposos realmente, no se trata de una simple ficción. Al contrario: nunca, en la tierra, se ha visto una pareja de almas llamadas a vivir juntas unidas por un tan maravilloso amor. Se aman, por supuesto, sobre todo en Dios. Sus corazones laten al unísono con ternura recíproca bajo la inspiración del Espíritu Santo. Su única ambición es unirse más y más a la voluntad de Dios tres veces Santo; es la aspiración esencial de su ser.

El amor del Altísimo constituía la base de su alianza. Pero es precisamente esto lo que da al amor humano toda su fuerza y su belleza. El apóstol San Pablo dice en la Epístola a los Romanos (8, 58): “Porque persuadido estoy que ni la muerte ni la vida, ni los ángeles, ni los principados, ni lo presente, ni lo futuro, ni las potestades, ni la altura, ni la profundidad, ni ninguna criatura podrá separarnos del amor de Dios en Cristo Jesús, Señor nuestro…” Un clamor semejante hace vibrar constantemente el corazón de José y de María.

Así como el amor de Dios es incorruptible —dicen—, así nuestro amor es invencible, puesto que se alimenta del de Dios. Y, en consecuencia, se afanan por complacerse mutuamente, tanto más cuanto que esta actitud, lejos de apartarles de Dios, les une a El más y más. Había sido así desde que se hicieron las primeras promesas. José creía entonces que su amor a María no podría crecer más, pero tras la revelación del ángel aumentó considerablemente. La fuerza de su amor se redobló hasta tal punto que se sentía como un hombre nuevo. Las perfecciones de' María se embellecieron a sus ojos porque el Niño que llevaba en su seno era el Dios de las promesas, hacia el cual tendían todas sus aspiraciones y deseos: la contemplaba y la veneraba como una nueva Arca de la Alianza, tabernáculo del Santo de los Santos. María, por su parte, se sentía ligada a él, como al representante de la autoridad de Dios, escogido para ser su coadjutor en el misterio de la Encarnación. Le presta, pues, una confianza y un cariño llenos de deferencia, de sumisión tierna y afectuosa.

Han hecho ambos votos de virginidad, pero eso les une más estrechamente. Precisamente porque su, amor es virginal y la carne no tiene en él parte alguna, se encuentra protegido frente a los caprichos, las inquietudes, las amarguras y las 42 decepciones. Las vírgenes tienen una ternura que no conocen los corazones marchitos. Desconocen lo que San Pablo llama "las aflicciones de la carne" en su Epístola a los Corintios (1, 7, 28). Santos de cuerpo y espíritu, se aman con un amor capaz de todas las riquezas, de todos los matices. «Oh, Santísima Virgen —exclama Bossuet—, tus llamas son tanto más vivas cuanto que son más puras y más sueltas, y el fuego de la concupiscencia que arde en nuestro cuerpo no puede igualar jamás el ardor de los castos abrazos de los espíritus que el amor a la pureza une». Por otra parte, nos equivocaríamos si pensáramos que su atracción recíproca era solamente mística, que su afecto no tenía nada de sensible.

No tenemos ningún motivo para negarles esa limpia ternura hace palpitar el corazón, esa dulzura amorosa que ilumina el corazón de los esposos. ¿Presentía José que a causa de su misión María sería llamada un día por el mundo entero "causa de nuestra alegría"? En cualquier caso, en cuanto la instaló en su casa para vivir con ella una vida en común que sólo la muerte podría, interrumpir, María se convirtió para él en fuente de desbordante alegría. Y mientras que él la rodea de cuidados y atenciones que para ella formarán parte de ese tesoro de pensamientos y de recuerdos que conservará en su corazón, María, por su parte, se comporta como una esposa amorosa y dulce, cuya entrega pronta y alegre está atenta a los menores detalles.

Hay entre ellos una admirable emulación para servirse mutuamente: "Soy tu servidora", dice María. "No —responde José—, soy yo el designado por Dios para servirte". Y mientras María cose y borda la canastilla del Niño, José hace la cuna de madera donde reposará el Hijo del Altísimo, el Rey del universo, el Salvador del mundo. Capítulo XIII BELÉN
“José subió... a Judea, a la ciudad de David, que se llama Belén...”
(Lc 2, 4)

No se puede tratar de imaginar sin emoción en qué intimidad pasarían María y José los meses que les separaban del esperado nacimiento. Es muy probable que los dos juntos, con el rollo de los profetas en la mano, tratarían de escrutar los oráculos divinos concernientes a la venida del Mesías, no por vana curiosidad, sino para encarar mejor preparados el próximo acontecimiento. Y sobre los textos proféticos que parecían referirse al niño que María sentía ya palpitar en ella, proyectaban el nombre de Jesús. Unas palabras de Miqueas (5, l), que precisaba que Belén sería donde había de nacer, les dejaba sorprendidos y en suspenso: “Pero tú, Belén de Efratá, pequeña entre los clanes de Judá, de ti me saldrá quien señoreará en Israel, cuyos orígenes serán de antiguo, de días de muy remota antigüedad” Miqueas, ciertamente, no había podido equivocarse, pero ellos se preguntaban cómo era Belén el lugar designado, y no Nazaret... Y he aquí que, una mañana, un pregonero que recorre el pueblo haciendo sonar un cuerno anuncia que el emperador Augusto acaba de ordenar que se haga un nuevo censo de sus súbditos; así pues, según la costumbre, ya que la organización del Estado judío reposaba sobre la división de los ciudadanos en tribus, razas y familias, deberían inscribirse no en el lugar de su nacimiento o en su domicilio actual, sino en aquél del cual su familia era oriunda, donde se conservaban los registros civiles de sus antepasados. Es probable que este edicto de Augusto tuviera una intención vejatoria. “El emperador quiere contar a los hijos de Israel como se cuentan las cabezas de ganado”, comentarían los judíos, y tal vez hubiera manifestaciones de cólera y de indignación. En cuanto a María y José, lejos de pensar en discutir los decretos de una autoridad a la que Dios había permitido que estuviesen sometidos, escucharían con el corazón palpitante la proclamación de la ordenanza imperial. ¿Acaso no era de Belén su antepasado David...? Tendrían, pues, que inscribirse en el censo en aquella ciudad, donde debía cumplirse providencialmente la profecía de Miqueas... Porque también 44 María debería trasladarse a Belén, bien por ser hija única, heredera de sus padres, bien porque la obligación de presentarse personalmente se extendiese a las mujeres, que de los 12 a los 60 años estaban sometidas al impuesto. Así pues, hicieron sus preparativos de viaje y se pusieron en camino. Es probable que José tuviese un asno, que utilizaría para buscar madera y llevarla a su taller. Las imágenes tradicionales nos los muestran en ruta, María a lomos del asno y José caminando al lado, con un cayado en la mano y un saco de viaje a la espalda. De Nazaret a Belén hay unos 120 kilómetros, lo que representa cuatro o cinco jornadas de marcha por Betulia, Siquem, Betel y Jerusalén; pero como era invierno, el viaje resultaba más penoso e incómodo, si bien es de suponer que María, en virtud de su milagrosa maternidad, se viese libre de las molestias del embarazo. Tal vez hicieran un alto más prolongado en Jerusalén para visitar el Templo y rezar en él. Escucharían a los fieles cantar con voz plañidera las quejas de su espera mortal ("¿Cuándo Señor piensas enviamos el libertador prometido?"), y pensarían que muy pronto esos gemidos iban a cesar, ¡Cómo les habría gustado gritar que el Salvador estaba allí, a su lado! Oculto todavía, sí, pero pronto nacido en Belén, tal y como estaba escrito... El último día de marcha, los dos viajeros divisaron Belén sobre su redondeada colina, en medio de viñas y de huertos opulentos que le habían valido el título de Efratá, "la fructuosa, la fértil", y enseguida pensarían en su tatarabuelo David, que había vivido allí, y en su Descendiente, que allí también había de nacer... Llegados a la población, se someterían sin tardanza a las obligaciones del censo, observando a la letra el precepto del que habría de decir: Dad al César lo que es del César... Se colocan en la fila que espera para inscribirse, donde todos fingen no darse cuenta de que la joven está encinta para no dejarla pasar antes, y José tiene que vigilar para que la muchedumbre impaciente y egoísta no la empuje ni la aplaste... Por fin, logran llegar hasta los escribas, rodeados de soldados con capas rojas. Les hacen las preguntas pertinentes y José responde dando su filiación completa: “José, carpintero, de Nazaret, de la familia de David. Mi mujer, Miriam, de la misma familia…”. Quienes les oyen y les ven exhibir sus pergaminos, los miran con curiosidad, preguntándose cómo los descendientes de un linaje tan noble pueden tener tan humilde apariencia. El escriba, por su parte, deseando terminar de una vez, registra los datos con indiferencia, sin sospechar en absoluto que a causa de esta pobre pareja el mundo se ha puesto en movimiento para que se cumplan las profecías... José hace sin murmurar el juramento de fidelidad y paga el tributo. Luego, se pone a buscar alojamiento, lo que resulta muy difícil, pues la ciudad está llena de gente venida para el censo. Abriéndose camino en medio de la turba de viajeros, se dirige a la hospedería y pregunta al posadero cortésmente, si le queda algún lugar para pasar la noche. No es exigente; si estuviera solo, ni le molestaría, se contentaría con cualquier 45 rincón, pero le acompaña su joven esposa que espera un niño de un momento a otro y necesita una habitación independiente y tranquila. El posadero, con aire altivo, mira de hito en hito a los dos viajeros, que esperan con timidez una respuesta. Se da cuenta de que se trata de pobres gentes y piensa que no podrán pagarle mucho. Así pues, dice a José que lo siente en el alma, pero que su casa está llena a rebosar. José, con el corazón angustiado, continúa preguntando, acompañado de María. Camina por las calles llamando a todas las puertas, pero nadie le hace caso. Lejos de apiadarse, las gentes le rechazan a causa del embarazo de María. Nadie quiere cargar con las molestias de un posible alumbramiento. Es conocido el célebre cuadro de Luc Olivier Merson: es de noche y José está en el umbral de una puerta a la que acaba de llamar. En el marco de una ventana aparece alguien que le intima a seguir su camino. Mientras tanto, María, arrodillada en plena calle, vuelve la cabeza como pidiendo al Niño que va a nacer que perdone a los hombres que se niegan a recibirlo. María y José no se quejan. Saben excusar a todos. Más bien se lamentan de ser inoportunos. Alguien, por fin, les indica un refugio: una especie de cueva horadada en la roca —semejante a tantas otras de las montañas calcáreas de Judea— que se utiliza como establo y como refugio de mendigos. Sin otra posibilidad, allí se dirigen. Era, en verdad, un lugar miserable, oscuro y mal ventilado. Un olor acre, a humo y excrementos, se agarra a la garganta. Un lecho de paja casi podrida cubre el suelo. Pegados a la roca, se ven varios pesebres, y, según una tradición piadosa, hay una mula y un buey. La indignidad del lugar agarrota el corazón de José. «Belén —ha escrito el P. Faber— fue su Cruz». Se cree y se declara responsable de todo. Se acusa ante Dios y ante su esposa, pero María le consuela y le reconforta. Le dice que el misterio de estas deplorables humillaciones responde a un designio providencial del Señor. Conviene que Dios, al venir a liberar a los hombres de sus pecados, comience por darles ejemplo de desprendimiento. Le invita, pues, a arrodillarse y a repetir juntos el Magnificat, ese himno de acción de gracias que tiene siempre en los labios...  46 Capítulo XIV LA NOCHE TACHONADA DE ESTRELLAS “Encontraron a María, a José, y al Nido acostado en un pesebre”. (Lc 2, 16) Llegados al establo, José se dedicó a acondicionar en la medida de lo posible, el miserable refugio. Alumbró un candil y lo colgó de un clavo en la pared; barrió el suelo en un rincón y, con un poco de paja limpia, preparó a María una especie de lecho. María le había dicho que creía que el Niño estaba a punto de nacer y José comprendió que Dios, que la había fecundado, debía ser el único testigo de un alumbramiento cuyo carácter maravilloso no podía imaginar. Así pues, salió para buscar no lejos de allí otro lugar abrigado bajo la roca, pero no pudo dormir: su corazón palpitaba de emoción. Pronto, un presentimiento le hizo comprender que ya podía volver al establo. Corrió hacia él, empujó la puerta carcomida y a la débil luz del candil pudo vislumbrar una escena grandiosa en su sencillez: El niño acababa de nacer; su Madre, a falta de otra cosa, le había recostado sobre la paja de un pesebre y, de rodillas, con las manos juntas y los ojos bajos ante la cuna improvisada, parecía sumida en un éxtasis de adoración. Cerca también del niño, rumiaban dos animales como queriendo templar con su aliento el rigor de aquella noche invernal. María, sin perder su integridad virginal y sin necesidad de ninguna ayuda, le había dado a luz milagrosamente: no había tenido que pagar los tributos a que ordinariamente se ven obligadas otras madres. Con sus propias manos, lo había envuelto en pañales y reclinado en el pesebre. Había nacido en plena noche, como haciendo eco a la palabra profética: El pueblo que andaba en tinieblas vio una luz grande. Sobre los que habitan en la tierra de sombras de muerte resplandeció una brillante luz (Is 9, 2). Los días de invierno dejaban de ser cada vez más cortos, el sol iniciaba el regreso de su largo viaje. María, al oír llegar a José, se volvió hacia él y le sonrió. Luego, tomando el cuerpo minúsculo del niño del fondo del estrecho pesebre, se lo entregó... Imaginando esta escena, no se puede por menos de pensar en otra parecida que puso fin al paraíso terrenal: Eva ofreciendo a Adán el fruto prohibido. Ahora, en Belén, la segunda Eva entrega a José, y en su persona a todos los hombres que han de ser salvados, el fruto bendito de su vientre... José aparece así como el primer beneficiario del nacimiento de Jesús. Por otra parte, el gesto de María, ofreciéndole antes que a nadie el niño, le designa a nuestra veneración como el primero en grandeza en el orden espiritual. 47 Hay que reconocer que los niños, al nacer, son más bien feos: una pequeña masa de carne enrojecida y llorosa que carece de la gracia encantadora que tendrán después. El hermano de todos los niños rescatados por El no sería una excepción. Con todo, José no duda en reconocer en él al Hijo de Dios, diciéndote a María, convencido, que es el niño más bello del mundo... Tomando, pues, al niño en sus brazos, le apretó contra su pecho mientras se le saltaban las lágrimas de emoción. Luego, temiendo hacerle daño, sintiéndose indigno de tanto honor, se lo devolvió a María, y se entregaron ambos a una dulce vigilia de oración y contemplación. No se cansaban de mirar aquel frágil angelote de cuyos labios se escapaban débiles vagidos. No se diferencia en nada de los demás niños, a no ser que, en el terreno de la pobreza, nadie, al nacer, podía disputarle el primer puesto. ¿Era posible que ese niño fuese el Enviado de Dios, ese Mesías regio cuya gloria había cantado su antepasado el rey David? El Señor me ha dicho: Tú eres, mi Hijo, engendrado desde toda la eternidad. “Pídeme y te daré las naciones en herencia y por dominio la tierra entera hasta sus últimos confines” (Sal 2). En aquel momento, la espera del Mesías era universal, pero nadie habría imaginado que su advenimiento pudiera ser tan humilde. Israel vivía bajo la opresión de la dominación romana. Por eso, los judíos pensaban que el liberador prometido por Dios vengaría el orgullo nacional: sería terrible y triunfante, rico y poderoso; pondría a Israel al frente de las naciones y le aseguraría la fuerza, la riqueza, la abundancia y la prosperidad. ¿Cómo, pues, creer en un Mesías que no tendría cetro ni corona, armas ni palacios, y cuyo nacimiento recordaba el de un vagabundo? «En el estado en que le vio José —dice Bossuet—, me cuesta comprender cómo creyó tan fielmente en él». Pero la fe de José es inexpugnable, no vacila ni conoce ningún cambio. Aparte de que su vida anterior de justicia, de pureza y rectitud ha sido una larga preparación para el reconocimiento del Mesías, todo lo que María le ha revelado ilumina el espectáculo que tiene ante sus ojos con una luz sobrenatural. Comprende que bajo aquella apariencia humilde se oculta una insondable riqueza. No duda en adorar a quien, prisionero en sus pañales, viene a liberar a los hombres, a quien, iluminado por la pálida luz de un candil en la tierra, habita en el cielo rodeado de una luz inaccesible. Como María le ha enseñado en su Magnificat, exalta la potencia y la inmensidad divinas en la misma medida en que se ocultan bajo una pequeñez desconcertante. Reconoce en el recién nacido, que no es capaz de expresarse más que mediante sonidos ininteligibles, la Sabiduría increada del Verbo que el Padre pronuncia en un eterno Hoy. Su fe traspasa las apariencias y penetra hasta la divinidad. Sus labios se abren para pronunciar los títulos que el Ángel de la Anunciación ha enumerado: Hijo de David, Hijo del Altísimo, Aquel cuyo reino no tendrá fin, Hijo de Dios, JesúsSalvador... 48 Este divino Niño que a guisa de palacio y de manto real se envuelve en pañales y nace en un establo, cuya única aureola son unas briznas de paja, baja del cielo para enseñar precisamente a los hombres que la verdadera grandeza no necesita brillantes escenarios, que se oculta bajo sencillas apariencias, y que la verdadera riqueza reside en el desprendimiento. Si los habitantes de Belén no le han recibido en sus moradas, es porque quiere mendigar nuestro amor, no imponerlo. Si llora es porque quiere lavar con sus lágrimas nuestra alma. José, probablemente, no comprende del todo estos misterios, pero le basta con presentirlos para emocionarse. Los adora en silencio, que es su primer cántico religioso. Pero al tiempo que adora, se afirma en él la conciencia del ministerio que deberá ejercer: Dios le ha confiado a Su Hijo para ponerle bajo su protección. ¡Con qué fervor responde a las exigencias de esta vocación! Cuando contempla recostado en el pesebre al niño del que debe ser tutor, afluyen a su corazón sentimientos de fuerza y de calma; se llena de tanta emoción como si fuera de su misma sangre; tendrá para él entrañas de padre. Lo que no es por la naturaleza, lo será por la fuerza del amor. Sólo vivirá para él. Renueva a Dios la promesa de darle todos los instantes de su existencia, la fuerza de sus brazos, el sudor de su frente, la sangre de sus venas. Sólo le pide su gracia, para poder estar a la altura de su misión.