Capítulo XI EL ANUNCIO A JOSÉ



“No temas recibir en tu casa a María, tu esposa...”
(Mt 1, 20)


Dios había conducido a José hasta el borde de la sima de la desolación, hasta el límite en que el sufrimiento, colmado, no se puede superar. El momento de la atroz separación había llegado.

A la espera de partir en secreto, antes de que amanezca, Dios ha permitido que José, rendido de cansancio y de dolor, se duerma. Y de repente, mientras duerme, un ángel del Señor se le aparece. Parece razonable presumir que este ángel fuese Gabriel, el mismo que se había aparecido a María para anunciarle la concepción del Salvador, ya que habría sido designado por Dios para ejecutar todas las órdenes concernientes al misterio de la Encarnación.

Habiendo tomado esta resolución —dice San Mateo en su evangelio—, he aquí que se le apareció en sueños un ángel del Señor y le dijo: José, hijo de David, no temas recibir en tu casa a María, tu esposa, pues lo concebido en ella es obra del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, a, quien pondrás por nombre Jesús, porque salvará a su pueblo de sus pecados...

"José, hijo de David", le dice el ángel
El pobre carpintero de Nazaret, consciente tan sólo de su pequeñez, es llamado con el máximo respeto. Le saluda como descendiente de reyes, le da su título de nobleza, pues ha llegado el momento de recordar las promesas que fueron hechas a su antepasado el rey David y que han empezado ya a cumplirse.

"No temas recibir en tu casa a María, tu esposa"
Si José estaba dispuesto a abandonar a María, no era por indignación o despecho, sino por temor. Temía que, quedándose, pareciera que asumía una paternidad a la que no tenía derecho, que se inmiscuía indiscretamente en un misterio que no le concernía, ofendiendo así al Señor.

"Pues lo concebido en ella es obra del Espíritu Santo". 
Esta frase proporciona la clave del enigma y revela la prodigiosa grandeza de lo que se ha realizado en el seno de María. Se trata de una concepción que tiene por autor al Espíritu Santo. El Dios eterno ha intervenido allí donde no había lugar para la carne y la sangre.

"Dará a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús, porque salvará a su pueblo de sus pecados". 
Aunque José no haya participado en la concepción, no deberá considerarse por eso como un extraño respecto al niño. Antes al contrario, se le anuncia que ejercerá el oficio —con todos sus derechos— de un auténtico padre, en especial el de darle un nombre. Ese nombre designará su misión, pues "Jesús" quiere decir "Salvador": viene a la tierra, en efecto, para librar a los hombres de la peor esclavitud: la del pecado. Y con ello afirmará su naturaleza divina, pues ¿quién puede librar a la humanidad de su pecado sino Dios?...

José no tuvo oportunidad de dialogar con el ángel como María en el momento de la Anunciación. Recibe el mensaje de Dios mientras duerme, pero eso le basta para disipar sus temores. Es como el centurión del Evangelio que está acostumbrado a obedecer y a que le obedezcan sin resistencia alguna.

Aunque la visión se ha producido en sueños, hay motivos para pensar que fuese una visión de carácter profético, sin lugar para la ilusión o la duda, que llevaba en sí misma la certeza de una procedencia divina. José estaba seguro de que no ha "soñado" en el sentido vulgar del término: es Dios quien se ha dirigido a él por mediación de un ángel. Inundado de felicidad, se despierta inmediatamente. Le invade una alegría desbordante, equivalente a su anterior angustia.

Las sombras desaparecen, la tempestad se disipa. El lazo que anudaba su corazón se rompe y, liberado de su tortura, exulta de júbilo. Todo se ilumina a sus ojos, todo resplandece. Se da cuenta de que Dios le ha confiado no sólo lo más valioso del mundo, sino también —en frase de Monseñor Gay— «lo que vale más que todos los universos posibles...».
Comprende que el niño que se ha encarnado en el seno de su prometida es el Mesías, por cuya venida tanto ha rezado. Se acuerda del texto de Isaías: una virgen concebirá y alumbrará un hijo... Y esa Virgen profetizada es María, lo cual no le sorprende, pues conoce mejor que nadie su santidad y sus virtudes. Sí, es digna de convertirse en tabernáculo del Altísimo...

Al mismo tiempo, se dibuja ante sus ojos el papel que le ha sido asignado. Se da cuenta de que, lejos de dejar de ser su esposa al convertirse en madre del Hijo de Dios, lejos de seguir considerándose como un intruso, Dios mismo le ha encargado salvaguardar, con su presencia, el honor de María y del niño, asegurarles con su entrega la necesaria protección.

Sin él, el misterio de la Encarnación habría carecido de su armoniosa expresión. Su misión se le presenta corno soberanamente grave. Es un peso exaltante y abrumador a la vez. Se pregunta cómo él, simple trabajador aldeano, ha podido ser elegido para tal tarea y, lejos de enorgullecerse, se siente penetrado de la conciencia de su bajeza y miseria. Pero sabe que Dios lo quiere así y que, en adelante, deberá callar sus temores y sus dudas. Está dispuesto a encarar esa responsabilidad, convencido de que Dios le ayudará. Enseguida, pues, acepta su misión. No es su costumbre responder a los favores del cielo con protestas de incapacidad. Estima que es más urgente, cuando Dios habla, responder a su llamada con presteza y sin vacilaciones.

Al despertar José de su sueño —dice el Evangelio— hizo como el ángel del Señor te había mandado. Puede imaginarse lo que, en concreto, significan estas palabras. Se apresura a vaciar el saco de viaje y, en cuanto amanece, corre a casa de su prometida. María, que le abre la puerta, comprende inmediatamente, viendo la expresión de su cara, su sonrisa radiante, que Dios le ha revelado el misterio. Es lo que, por supuesto, le anuncia contándole la visión del ángel. María, por su parte, informa, por primera vez a una criatura humana, de la escena que precedió a la Encarnación del Verbo.

Al terminar, José, posando sus ojos, llenos de ternura y de respeto, en el rostro de su esposa, quien, a causa del misterio operado en ella le parece más bella, más pura y más divina, la saludaría como la Flor de Jesé, que, según la profecía, contenía, en germen, la esperanza de los tiempos futuros. Y por primera vez, haciéndose eco de las palabras que María había escuchado en la Anunciación y en la Visitación, entonaría la alabanza que los labios humanos habían de repetir incesantemente hasta el fin de los siglos: "Dios te salve, María, llena de eres de gracia, el Señor es contigo; bendita tú eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús".

Y María respondería a su vez repitiendo una vez más los versículos del Magnificat... Luego, hablarían de la ceremonia nupcial, manifestándose de acuerdo en la conveniencia de celebrarla cuanto antes, no sólo porque fuera oportuno socialmente, sino también, y sobre todo, porque José tenía prisa en obedecer las órdenes del cielo y poner así de manifiesto que deseaba incorporarse de lleno al misterio inefable en que Dios había querido implicarle.

Deseaba mostrar que aceptaba la paternidad legal del Niño y que ocupaba el lugar que se le había asignado. Ella le pertenecía ya, pero cuando él había pronunciado el "" de los esponsales, no había dado más que un asentimiento a su unión con una mujer virgen.

 Ahora, sin embargo, esa virgen se había convertido en madre del Mesías y Dios mismo le había pedido que la aceptara tras —si se puede hablar así— esta divina metamorfosis. 

Por eso, arde en deseos de pronunciar un nuevo "sí" que le asocie definitiva y plenamente a los imprevisibles destinos —tal vez dolorosos— de la Corredentora del género humano...