Capítulo VIII- LOS ESPONSALES DE JOSÉ




Estando desposada María, su madre, con José...”
(Mt 1, 18).

Si hubiera que hacer caso a ciertos apócrifos, habría que creer que José, cuando esposó a María, era ya un anciano. Influido tal vez por ello, San Epifanio le asigna nada menos que ochenta años...

Parece ser que lo que lleva a éste y otros autores a atribuirle una edad tan avanzada es su preocupación por afirmar mejor la virginidad perpetua de María.

 Argumento detestable y suposición injuriosa también para José, ésta de atribuir su continencia a una supuesta senilidad. Hay que afirmar, por el contrario, que las costumbres de entonces, como las de ahora, habrían justamente reprobado una unión tan desigual. 

La boda de un anciano con una adolescente habría sido considerada corno una profanación. Por eso, el sentido común nos dice que José tenía que ser joven, no solo para que la gente pudiera considerarle como padre del divino Niño, sino también para que pudiera ejercer con Él la tarea de protector y de padre nutricio que Dios iba a confiarle.

 Un israelita solía casarse alrededor de los dieciocho años y nada nos obliga a pensar que José fuese mucho mayor. Algunos documentos de la iconografía antigua (catacumba romana de San Hipólito y sarcófago de San Celso en Milán) le muestran joven e imberbe, y cuando la imaginería moderna nos lo representa casi con los rasgos de un anciano, queremos creer que es para subrayar, más que su edad, la perfección de sus virtudes, especialmente su prudencia y su madurez.

Ciertos autores se han preguntado si José era o no bien parecido. Apoyándose, por analogía, en el testimonio de la Biblia que nos dice que el José del Antiguo Testamento era agradable y gracioso, responden afirmativamente. No hay ningún inconveniente en admitirlo, aunque el argumento no deja de ser débil. En cualquier caso, podemos estar seguros de que, para María, el encanto varonil de su futuro esposo no era lo más importante.

Entre los judíos, las transacciones que precedían a los esponsales constituían, por parte de los parientes, una especie 'de chalaneo. Discusiones interminables trataban de precisar minuciosamente la aportación recíproca de los prometidos. Si los esponsales de María y de José no escaparon a este tira y afloja, ¡cuánto les harían sufrir!

En ningún documento consta el lugar en el que se desarrollaron las ceremonias.
Fuera en Jerusalén o fuera en Nazaret, asistirían todos los parientes. María y José, que nunca quisieron singularizarse, no se sustraerían a ninguno de los ritos obligatorios, tanto más cuanto que el ceremonial de los esponsales databa de la época de los patriarcas.
 José tendría que revestirse de una larga túnica sobre la cual pendía un pesado manto. En cuanto al traje de novia de María, la Iglesia de Chartres asegura poseerlo. Le fue donado por Carlos el Calvo en el año 877. Provenía del tesoro imperial de Bizancio y es una larga túnica de color beige, sembrada de flores azules, blancas y violeta, bordadas con aguja y entreverada de oro...

María daría a José la mano, no esa mano fina y delicada que pintaron los artistas del Renacimiento, sino una mano de mujer acostumbrada a lavar, a coser y a amasar el pan. José, por su parte, pondría en su dedo el anillo de oro —símbolo de alianza y de posesión—, diciendo: "Por este anillo, quedas unida a mí, ante Dios, según el rito de Moisés". Luego, entregaría a su prometida el acta del contrato, así como el denario de plata que representaba su dote o su viudedad. Jamás una joven novia, al dar su mano a su joven novio, aportó una felicidad semejante a la que estalló en el corazón de José.

Ya se pertenecían mutuamente, de manera irrevocable. Porque entre los hebreos, los esponsales no eran una simple promesa de alianza, como ocurre con nuestra petición de mano. Tenían el mismo valor, en la práctica, que el matrimonio. En el Deuteronomio, lo mismo que en el Evangelio, a la prometida se la llama "mujer" del prometido, porque lo es realmente. Si se demostraba su infidelidad, era condenada a la pena de las adúlteras y debía ser lapidada. Si su prometido moría, se la consideraba como viuda, y no podía ser repudiada más que mediante las formalidades exigidas para la esposa legítima.

 Sin embargo, la cohabitación solía quedar diferida durante un lapso de tiempo que a veces duraba hasta un año. Era preciso —decían los rabinos— dejar a la prometida tiempo suficiente para preparar su equipo y al prometido para cumplir las cláusulas del contrato.

Los esposados, no obstante, mantenían constantes relaciones y sus derechos recíprocos eran idénticos a los de los casados. La esposada podía concebir de su futuro marido sin incurrir en falta. Por eso, las interminables controversias relativas a la situación de María después de concebir al Verbo encarnado —unos afirmando que estaba sólo prometida y otros casada— quedan reducidas a simples e inútiles juegos de palabras.

Así pues, luego de sus esponsales, José y María se separaron y se fueron cada uno a su casa, en espera de la ceremonia oficial de la boda, pero desde ese momento,puesto que se habían hecho ante Dios promesas definitivas, eran ya marido y mujer para siempre.

Seguramente, una cláusula secreta eliminaría uno de los fines esenciales de la unión conyugal. Por el voto de virginidad renunciaban al ejercicio del débito recíproco.

Su compromiso no dejaba de ser por eso una verdadera unión, valedera ante Dios y ante los hombres, pues lo que hace al matrimonio perfecto, según Santo Tomás, es «una unión indisoluble de las almas en virtud de la cual los esposos se prometen una fidelidad inviolable».

Uno y otro, pues, ofrecerían a Dios su virginidad como un don que sabían le sería agradable, aunque no podían sospechar las consecuencias. ¿Cómo iban a prever que renunciando a engendrar según la naturaleza se estaban preparando para recibir el más sublime de los dones? No podían saber que su unión virginal era obra de Dios, algo preparado y ordenado por El con vistas a la venida al mundo del Mesías.

La virginidad de María era necesaria para operar la Encarnación del Verbo: «Así como Dios produce a su Hijo en la eternidad por una generación virginal —dice Bossuet—, así también nacerá en el tiempo, engendrado por una madre-virgen».

La virginidad de José no era menos importante, ya que debía salvaguardar la de María.

He aquí, pues, dos almas vírgenes que se prometían fidelidad, una fidelidad que consistía sobre todo en proteger su mutua virginidad. Obran al contrario, según todas las apariencias, de lo que era preciso hacer para contribuir personalmente a acelerar la hora del advenimiento del Mesías. Han renunciado al honor de ver un día una cuna en su hogar, pero precisamente a causa del valor y del mérito de su renuncia, van a merecer que Dios en persona venga a poner un niño en medio de esta pareja virginal.

Y ese niño será Su propio Hijo. Sin saberlo, acaban de firmar un contrato y de pronunciar una promesa que les capacita para recibir la misión excepcionalmente grandiosa que Dios les va a encomendar.