Capítulo IX LA ENCARNACIÓN DEL VERBO


He aquí que una virgen concebirá y parirá un hijo...”
(Mt 1, 23; Is 7, 14)


Nunca un alma tuvo una alegría parecida a la de José después de sus esponsales.
Consideraba su felicidad única en el mundo. No cesaba de repetir las palabras de la Sagrada Escritura: Dichoso el marido de una mujer buena (Sir 26, l). La mujer fuerte... vale mucho más que las perlas (Prv 31, 10). Sabía que había tenido una suerte inmensa y, por eso, no dejaba de pensar en su prometida. La llevaba como un sello en su corazón. La amaba cada día más y su agradecimiento a Dios aumentaba en la misma medida.

Guardémonos de creer que el corazón de María permaneciera insensible tras pronunciar su promesa matrimonial. Así como había de ser un día modelo de esposas y de madres, fue también, en la espera, una perfecta prometida. No trataría, en absoluto, de frenar el impulso que la llevaba hacia José. Lejos de sentir por él un cariño ficticio o reprimido, su amor era tanto más vivo cuanto que se alimentaba en el horno de una pureza inmaculada. También le agradecía al Señor el haber escogido para ella un compañero tan dulce y un apoyo tan seguro.

Se amaban mutuamente, admirando cada uno las bellezas morales del otro. De momento, vivían separados, pero la proximidad de sus casas les permitiría verse con frecuencia. Cada vez que se reunían, sus rostros se iluminaban con una sonrisa confiada.

Una perfecta corrección inspiraba sus intercambios de afecto, exentos, por otra parte, de cualquier ceremoniosidad que rompiera su sencillez

A la espera de verse reunidos bajo un mismo techo, mientras María preparaba su modesto equipo, José fabricaba los muebles del futuro hogar. No sospechaban que Dios estaba a punto de visitarles para hacerles instrumentos iniciales del acontecimiento prodigioso que cambiaría la historia del mundo.

Como ya hemos visto, los exégetas han discutido mucho para dilucidar si en el instante de la Anunciación María ya estaba casada con José o sólo prometida en esponsales, ya que el texto evangélico permite una u otra interpretación. Que estuviese casada o solamente prometida, carece de importancia, ya que los esponsales conferían prácticamente los mismos derechos que el matrimonio y, por lo tanto, pertenecía legalmente a José. Aunque sólo hubiera estado prometida, una maternidad anterior a la formalización del matrimonio no habría manchado en absoluto su honor, antes al contrario, le habría merecido toda clase de felicitaciones, ya que la fecundidad era considerada un gozo y una gloria de la unión conyugal.

María debió recibir la embajada del ángel Gabriel poco tiempo después de sus esponsales. Convenía que fuese en primavera, ya que el acontecimiento haría salir al mundo, sobrenaturalmente, del largo invierno de la espera. La liturgia lo sitúa a finales de marzo, para poder repetir con el Cantar de los Cantares: el invierno se ha ido, las lluvias han cesado, las flores se abren, la higuera tiene yemas, la viña se perfuma, la tórtola canta. Sería superfluo revivir la escena. El relato del Evangelio está vivo en el recuerdo... María está en su casa y, a la hora en que el crepúsculo nvuelve en sombras la tierra, ella prolonga su oración. De pronto, el ángel se presenta. Calma su turbación y le hace partícipe del gran designio de Dios: es ella la elegida para alumbrar al Mesías.

No se llena de orgullo. Piensa solamente en la felicidad que va a inundar al mundo, pero se pregunta también cómo el voto de virginidad que ha pronunciado puede conciliarse con la misión que se le pide, por lo que no duda en preguntar, con precisión y candor, la manera y las circunstancias en que se obrará el prodigio. El ángel la tranquiliza: se convertirá en madre sin perder nada de su integridad virginal, pues el Espíritu Santo en persona será el autor del prodigio. María entonces, serena ya, sabiendo que la mayor sabiduría de la criatura consiste en abrazar la voluntad de Dios, da su consentimiento: he aquí la esclava del Señor. Hágase en mí según tu palabra. Inmediatamente, en el seno de María, se opera la Encarnación del Verbo. Se ha consumado el gran misterio del amor de Dios. Las entrañas de María se han convertido en Tabernáculo divino.

Sin embargo, como garantía de su mensaje, el ángel le anuncia que en otro matrimonio bien conocido por ella se ha obrado otro prodigio parecido: Y he aquí que Isabel, tu pariente, ha concebido también un hijo en su vejez, y se encuentra ya en el sexto mes aquella que se llamaba estéril, porque para Dios nada es imposible.

Esta información del ángel embajador fue para María como una señal. Estimó que era su deber, puesto que Dios se tomaba la molestia de facilitarle un signo, ir a comprobarlo personalmente, aunque, evidentemente no pusiera en duda un solo momento la veracidad del mensaje celestial. Por otra parte, la moción del niño que acababa de concebir en su vientre la impelía hacer ese viaje: el Mesías tenía prisa en ir a santificar a su Precursor.

Al día siguiente de la Anunciación, cuando José fue a visitar a María, nada notó en ella que le hiciera sospechar el misterio a no ser, tal vez, una luz todavía más dulce en su rostro y una gravedad más atenta en su mirada. Pero María no le dijo nada: ni una insinuación, ni una alusión que pudiera hacerle adivinar el divino secreto.

Expresó, sin embargo, un deseo a su prometido. Quería visitar, lo más pronto posible, a su prima Isabel, que le había informado de su inesperado y tardío embarazo, y que, quizá, necesitara su ayuda. José, probablemente, se extrañaría de esa prisa repentina por emprender un viaje del que nada le había dicho hasta entonces, y que implicaba una separación dolorosa. No obstante, convencido de que todos los deseos de su prometida eran siempre razonables, y dispuesto como siempre a aceptar toda clase de sacrificios en prueba de su amor, no le pidió ninguna explicación, diciéndole que, a pesar de que lo sentía mucho, podía irse tranquila.

Algunos autores piensan que José la acompañó. Alegan que como Isabel vivía lejos, posiblemente en Hebrón o en Karem, hoy Ain-Karim, y se necesitaban cuatro o cinco días de marcha para llegar, no habría dejado irse a María sola, expuesta a los riesgos de un viaje de casi treinta leguas a través de regiones inhospitalarias y malos caminos jalonados de salteadores y bandoleros. Nada se opone a tal suposición, aunque el texto del evangelio da a entender que viajó sola. De lo que podemos estar seguros es de que el fiel guardián de María procuraría que estuviera segura. Si no la acompañó, la confiaría a un pariente o a una caravana de peregrinos que fueran a Jerusalén para la Pascua.

En cualquier caso no parece ser que asistiera al encuentro entre las dos primas y, sin duda, no escuchó a María entonar el Magnificat, pues de haberlo oído se habría enterado del misterio de su maternidad, acontecimiento que sólo conoció por la revelación del Ángel.

La prometida de José, partió, pues, dispuesta y presurosa; sabiendo que llevaba en su seno a Aquél que la libraría de todos los peligros, nada turba su tranquilidad. A lo largo del camino irían cuajando en su alma los versículos del Magnificat mientras caminaba deprisa, impaciente por contar a su prima las grandes cosas que Dios había obrado en ella, por cantar con aquella que —según los Santos Padres— representaba a la Ley Antigua el himno de acción de gracias de los nuevos tiempos.

Durante los tres meses que va a permanecer ausente, José, con el corazón lleno de una inexpresable emoción, esperará su regreso. Los días se le hacen interminables, pero su radiante esperanza le hace olvidar su pena: piensa que pronto va a poder llevar a su casa —que acaba de amueblar y que querría convertir en un palacio— a la que Dios ha destinado para ser reina de su hogar... No sospecha en absoluto que lleva ya en su seno un germen de vida que no es otro que el Hijo de Dios encarnado. Aquel que, más tarde, hará oír esta tremenda advertencia: el que quiera venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y me siga...