Capítulo VII LA PROMETIDA DE JOSÉ



“Y el nombre de la Virgen era María...”
(Lc 1, 26)

Mientras José, en su taller, se dedicaba a sus humildes tareas de carpintero, su espíritu permanecía unido al Señor. Sabía que se aproximaba el tiempo en que se manifestaría Dios, y sus labios suplicaban, con palabras del profeta: “Cielos, derramad vuestro rocío, y que las nubes destilen al justo; ábrase la tierra y germine el Salvador”
(Is 45, 8).

Todos los justos, en aquella época, repetían esa oración en Israel con tanto más ardor cuanto que todos los signos anunciaban como inminente la venida del Mesías

De hecho, en una humilde morada de Nazaret Dios ya había designado a Aquella que había de traerle al mundo. Se llamaba María y era el fruto tardío de Joaquín y de Ana, quienes, según una antigua tradición, la habían obtenido de Dios por sus oraciones, acompañadas de lágrimas y penitencia.

 El nacimiento de la que todas las generaciones iban a saludar con el título de “Bienaventurada” no se había hecho notar. Era, exteriormente, semejante a los demás niños, pero en su interior Dios la había revestido de santidad y de perfección. Había sido adornada, desde su concepción, con los siete dones del Espíritu Santo, ya que había sido librada de la mancha original. La liturgia no duda en poner en boca de Dios, que la contempla desde el cielo, este clamor de admiración: Eres hermosísima, María, y no hay en ti ninguna mancha.

La tradición unánime de los Santos Padres dice que pasó su infancia en el Templo de Jerusalén, a donde ella mismo quiso que la condujeran para ofrecerla al Señor: en virtud de los privilegios con que había sido colmada, había comprendido, tan pronto como tuvo uso de razón, que la única sabiduría de una criatura consiste en entregarse irrevocablemente a su divino Maestro y ponerse en cuerpo y alma a su servicio.

Sin renunciar por eso al amor, antes al contrario, escogiendo el amor eterno y principal, había hecho voto de virginidad. Pertenecía, por supuesto, a la descendencia de David, de la cual había de nacer el Mesías, y deseaba, con más fuerza que cualquier otra mujer en Israel, ver realizadas las promesas de Dios y colaborar en ellas, pero corno no se consideraba digna del favor divino, había ofrecido al Señor su virginidad en holocausto, con objeto de que llegara cuanto antes la hora anunciada de su intervención.

En aquella época, la virginidad, aunque estimada en el pueblo hebreo, era cosa excepcional y generalmente proscrita por la Ley. La espera del Mesías aguijoneaba tanto los espíritus que la renuncia al matrimonio equivalía a negarse a contribuir a la llegada de quien debía restablecer el reino de Israel. Por eso, en su momento, los parientes de María se empeñaron en encontrar un marido para ella. Cuando se lo propusieron, nada objetó, ya que a nadie había revelado el voto que había hecho, convencida de que no la habrían comprendido y menos aprobado. Confiaba exclusivamente en Dios para salir de aquella situación delicada y, en apariencia, contradictoria. Lo único que pedía al Cielo era que pusiese en su camino a un hombre capaz de comprender, estimar y respetar su promesa de virginidad, a fin de contraer con ella una unión cuyo fundamento fuese tan sólo un amor espiritual.

Los Apócrifos imaginaron una serie de leyendas sobre las circunstancias en que se celebraron los esponsales de María, leyendas tenaces que han encontrado un crédito tal a lo largo de los siglos que no hay más remedio que mencionarlas brevemente.

Según esas leyendas, el Sumo Sacerdote habría convocado a todos los jóvenes de la Casa de David que aspiraban a casarse con María, invitándolos a depositar sobre el altar su cayado o bastón, pues el dueño de aquél que floreciera sería el elegido del Señor. Naturalmente, fue el bastón o la vara de José el que floreció...

Entre los defraudados, había un tal Agabo, joven rico y noble que, lleno de rabia y de despecho, huyó al desierto. Es el personaje que se ve en el famoso cuadro de Rafael (Lo Sposalizio), quebrando su vara en las rodillas.

La realidad debió ser mucho más simple, y cabe imaginarla así: como los padres de María probablemente habían muerto, se hallaba bajo la tutela del sacerdote Zacarías, quien, un día, le diría —pues en aquella época se casaba a las jóvenes sin consultarlas demasiado— que sus gestiones habían tenido éxito; que había encontrado un joven bueno para ella. Se llamaba José, era una excelente persona y, como ella, también descendía de David... No era, desde luego, más que un simple obrero —trabajaba con sus manos para ganarse la vida—, pero no ejercía ninguna profesión indigna, incompatible con la práctica de la religión. Por otra parte, tenía fama de ser recto, piadoso y justo...

Cuando María supo que José era la persona elegida, sus temores se disiparon.

Seguramente le conocía, pues era de su misma tribu y tal vez pariente lejano. Apreciaría su fe, la elevación de su alma y amaría a este hombre sencillo, de manos callosas, de mirada limpia y de gestos reposados y graves. Sabría que vivía apartado del mal, a la espera ardiente de la venida del Mesías...

José, por su parte, no habría permanecido insensible al misterioso encanto que emanaba de la persona de María. Habría detenido la mirada en su rostro lleno de pureza y se habría sentido profundamente conmovido, como ante la revelación de algo indeciblemente grande. Pensaría que así debían ser los ángeles cuando se mostraban en sus apariciones...

Sea como fuese, María, en su primer encuentro, tuvo que darle a conocer su resolución de permanecer virgen, para evitar que su matrimonio quedara invalidado, y lo haría posando en él su mirada clara y dulce. Hablaría con la misma sinceridad que usaría más tarde con al Ángel de la Anunciación, ya que, convencida de que sus palabras hallarían una resonancia profunda en el alma de ese hombre justo, no tendría inconveniente en proponerle que la acompañara en su camino virginal. Esperaba de él, su futuro esposo, algo más que un simple asentimiento: la promesa de que respetaría su voto sin que nadie le hiciera cambiar de parecer.

Podríamos admitir también, con gran parte de la Tradición, que José había hecho a su vez un voto de virginidad y que, al contraer matrimonio, no hizo más que seguir una costumbre que tenía casi fuerza de ley.

Otra explicación es más plausible: José, que había vivido hasta entonces una vida casta , al oír de labios de María la belleza y la grandeza de la virginidad, concebiría hacia esta virtud privilegiada un amor y una atracción todavía mayores. Por eso, luego de explicar a María que no podía ofrecerle más que una posición muy modesta, le aseguraría, gozoso, que para ser más digno de ella haría a Dios un voto semejante al suyo. Sería para ella como un hermano, y se lo garantizaría con una promesa.

Cuando terminara el encuentro, sintiendo compenetradas sus almas con una armonía sin disonancias, uno y otro exultarían de gozo. El corazón de María rebosaría de paz y seguridad. El alma de José se dilataría con un inmenso deseo de ternura protectora. Descendiente de reyes, no poseía palacios, corte, opulencia o celebridad, pero Dios le acababa de dar, con María, un tesoro tal que, a su lado, los de Salomón le parecían miserables. Y en su espíritu, un texto del Libro de la Sabiduría, se le ofrecía como la expresión perfecta de sus sentimientos desbordantes de felicidad: por Ella y con Ella, poseeré todos los bienes...