“José... resolvió repudiarla en secreto”
(Mt 1, 19)
María —dice el Evangelio— permaneció unos tres meses con su prima Isabel y luego regresó a su casa. Este lacónico texto nos permite imaginar los sentimientos de la Virgen durante el viaje de vuelta...
Volvía feliz, pensando en José, pero su felicidad era menos clara que a la ida.
Sabía que pronto su prometido advertiría su estado, y tal idea le causaba una inquietud que sólo podía paliar pensando en la gloria del Ser divino que llevaba en su seno, adorándole llena de confianza y de abandono.
Al llegar a Nazaret, José la acogería con desbordante gozo, que le impediría reparar en su estado. Sin embargo, los signos de su futura maternidad ya habrían comenzado a manifestarse y ciertos síntomas la traicionarían... Las gentes de Nazaret, al darse cuenta, no dejarían de felicitar a la joven pareja...
Es entonces cuando estalla el drama en el alma de José. Al principio, no termina de creérselo. Está a punto de rechazar como injurias las enhorabuenas, pero pronto comprende que no hay error posible. No cabe duda: María lleva un niño en su vientre...
Y ante esta realidad indudable, sucumbe. Su espíritu se hunde en un abismo de agonía ¿Dudó de la virtud de María? Bastantes Padres de la Iglesia así lo creen: San Justino, San Juan Crisóstomo, San Ambrosio, San Agustín... Nosotros pensamos que no, pues nos repugna imaginar que la virginidad de María fuese puesta en entredicho, incluso fugitivamente, en el espíritu de José. Preferimos, con mucho, la opinión de San Jerónimo: «José, sabedor de la virtud de María, rodeó de silencio el misterio que ignoraba».
¿Cómo iba a dudar de la inocencia de María? ¿Cómo iba a creerla culpable de esa debilidad? Rechazaría tal pensamiento como un crimen. Habría creído más fácilmente a quien le hubiera dicho que las aguas del Jordán corrían hacia su fuente o que el monte Hermón había desaparecido. La inocencia de María era patente en todassus palabras, en todos sus gestos. Seguía siendo igual de cándida, igual de sencilla...
Continuaba realizando sus tareas habituales con la misma dedicación, sin artificio ni duplicidad. Ninguna inquietud, ningún gesto equívoco, rompía la serenidad de su sonrisa o la pureza de su semblante. Cuando se acercaba a él, le miraba con sus ojos profundos, más llenos que nunca de amor y de lealtad, y le tendía las manos con su naturalidad habitual... No, no es una culpable la que tiene ante él. Además, ¿no le ha hecho partícipe de su voto de virginidad?... Pero, ¿por qué no le dice nada? ¿Por qué calla? ¿No tiene acaso derecho a saber la verdad?
María, con una sola palabra, hubiera podido tranquilizar e inundar de gozo al angustiado José. Si no lo hizo, fue porque no había recibido el mandato de descubrir el secreto del Rey. Pensaría que era conveniente que, por delicadeza, no hiciera ella tal confidencia a su esposo, y esperaría, llena de confianza, que Dios hablara a José. Y mientras esperaba, rezaría y se abandonaría, en manos de la Sabiduría infinita.
Este abandono no impedía que sufriera. Si guardaba silencio era porque tenía una fe heroica, no porque fuera indiferente. Veía la profundísima angustia que atenazaba a su esposo y la sentía como propia, viviendo así su primer misterio doloroso.
Observaba en su frente arrugada, en sus rasgos afilados y ensombrecidos, una especie de desesperación tanto más profunda cuanto que no podía compartirla con nadie. Sus ojos estaban enfebrecidos y fatigados, y ella adivinaba que debía estar pasando horribles noches en vela. Le veía ir a su trabajo como a rastras y, sin embargo, continuaba guardando silencio, aceptando la idea atroz de que José alimentase sospechas sobre esa virginidad que él santamente había respetado.
De hecho, en el alma de José se desarrollaba un dramático combate. Dios no ha puesto jamás en una situación como aquella a un alma superior en santidad y amada por El con amor de predilección. Durante noches y días tuvo que luchar con aquel enigma irresoluble, dándole vueltas y más vueltas. Cada hora que pasaba estrechaba más y más el lazo que apretaba su corazón.
Al principio pensó en interrogar a María. Intentó hablarle varias veces, pero no lo logró. Las palabras preparadas para iniciar el diálogo morían antes de salir de su boca, convencido de que el silencio de su esposa encerraba un misterio cuyo velo no se creía autorizado a levantar.
Se sentía perplejo ante la doble imposibilidad de conservar a María y de condenarla. Su lealtad le prohibía tanto seguirla teniendo por esposa como exponerla a la vergüenza pública. No ignoraba la férrea norma dictada por Moisés que ordenaba, en casos como éste, entregarla a 1 los tribunales de justicia, pero como estaba convencido de que María era inocente, buscaba la manera de dejarla en libertad salvaguardando al mismo tiempo su honor.
Por una parte no podía conservarla, pues a ello se oponía la Ley. No tenía ningún derecho sobre el fruto que llevaba en sus entrañas, cuyo origen ella le ocultaba, y tampoco quería hacerse solidario de un misterio que le estaba vedado. Se sentía incapaz de construir su matrimonio sobre una mentira.
Por otra parte, no quería tampoco tratar a María como a esas adúlteras a que se refería la Ley. El texto del Evangelio lo señala claramente: Porque era "justo", no quería denunciar a su prometida ante los tribunales, ya que estaba envuelta en un misterio que no le correspondía desvelar, un misterio que presentía que venía de Dios.
Así pues, sólo una cosa podía hacer, incluso a riesgo de difamarse él mismo. Una cosa con la que creía salvaguardar al mismo tiempo el honor de María y la obediencia a la Ley: se separaría de su prometida no por despecho, sino para respetar un misterio que no le estaba permitido desentrañar. No tendría más remedio que abandonarla, después de devolverle su anillo y de recuperar los presentes que le había hecho en los esponsales... Sí: la dejaría en secreto, sin decir nada a nadie. Tal vez le acusaran de cobardía, pero eso era mejor que acusarla a ella...
Pero José tarda en ejecutar su proyecto. Lo aplaza día tras día, hasta que llega el momento en que la situación ya no puede prolongarse. Dios, sin duda, ha aceptado su sacrificio —puesto que nada dice—, un sacrificio tan duro como el que pidió a Abraham mandándole sacrificar a Isaac, su único hijo. Por fin, se decide: Mete en un saco lo que se va a llevar, para partir con el alba... Y mientras espera, dice: "Señor, Señor, ¿por qué me has abandonado? ¿Por qué permites que sufra tal martirio?..."
Porque eras agradable a Dios, José, la tentación había de probarte. Porque en la mente del Altísimo estabas predestinado a ser ahogado de las causas perdidas, hacia quien volverán sus ojos las almas doloridas en las horas tenebrosas y aplastantes, era preciso que tú mismo lo experimentases, que estuvieras preparado para desempeñar tu papel, porque te había correspondido el indecible honor de ser padre adoptivo del Verbo encarnado, tenías que quedar marcado con la Cruz, signo supremo de su Redención. Y esa Cruz debía alcanzarte en el punto más sensible para ti: el amor que profesabas a aquella que, después de Dios, ocupaba el centro de tus pensamientos...
Porque debías ocupar un lugar privilegiado en el drama de nuestra Salvación, tenías que participar en el sufrimiento. No ibas a estar presente, al lado de María, junto a la Cruz del Gólgota, pero tenías que conocer, tú también, y vivir por anticipado, el misterio de Getsemaní y del Viernes Santo.
Sin embargo, tranquilízate, José: pronto se te aparecerá un ángel que apartará la espada, porque Dios se va a contentar con aceptar tu holocausto sin exigir que se realice...