“En cuanto a mi hijo José, le veo que crece, que no deja de crecer”
(Gn 49, 22)
Cuando el patriarca Jacob sintió que iba a morir, hizo llamar a sus hijos. Antes de bendecirlos, les anuncié proféticamente el destino que entreveía para cada uno de ellos. Al llegarle el turno a José, su preferido, el entusiasmo se apoderó de él y, evocando el prodigioso ascenso de quien se había convertido en primer ministro del Faraón, exclamó: En cuanto a mi hijo José, le veo que crece, que no deja de crecer.
Estas palabras de Jacob moribundo, las aplica la Iglesia a otro José, hijo de otro Jacob, el humilde carpintero de Nazaret. El crecimiento a que se refiere es el progreso continuo de su culto, el de la misión que se le encomienda respecto a la Iglesia y también al desarrollo constante de su vida espiritual.
Antes de verse elevado a la dignidad de esposo de María, ya se le dio el título de "justo", pero su "justicia" se vio enormemente acrecentada en la atmósfera del hogar de Nazaret.
Cuanto más cerca se está, física y moralmente, de la fuente de la santidad, más abundantemente se recibe la gracia. Pues bien, José tenía constantemente ante su vista el espectáculo de la perfección inmaculada de María y de la santidad increada del Dios hecho Hombre. ¿Cómo el contacto de las virtudes que ambos tenían en grado eminente o se las iba a contagiar?
El Evangelio nos dice que, al acercarse María, Juan el Bautista, todavía en el seno de su madre, quedó santificado. José, que vivía bajo el resplandor inmediato del "sol de justicia" y de la que, habiéndole engendrado, había recibido la misión de traerle al mundo, tuvo que verse inundado de efluvios santificantes.
Cuando Jesús niño echaba sus bracitos al cuello de José, para acariciarle, no cabe duda que esta manifestaci6n afectuosa se vela acompañada de una compenetración ás estrecha con su divinidad. Luego, a, medida que Jesús fue creciendo en compañía de José, éste recibiría una efusión cada vez más abundante de luces y de amor. Su vida se desarrollaba en el silencio y la oscuridad, pero esa oscuridad silenciosa escondía una asombrosa disponibilidad.
A fuerza de plegarse a las exigencias divinas y de responder a las llamadas de la gracia con una generosidad sin reservas, había pasado a formar parte, de una manera excelente, de ese grupo de almas de buena voluntad a las que los ángeles de Belén habían anunciado la paz.
Mientras que para muchos hombres su preocupación más absorbente, su único ideal, es procurar aparentar, brillar, pavonearse, José sólo tenía una ambición: tomar conciencia, de manera cada vez más viva, de su papel y de su misión, para ejercerla en plena comunión con el Padre celestial. Procuraba esclarecer el presente a la luz del pasado y le gustaba rememorar todo lo que había visto y oído, recordar cómo Dios le había conducido por un camino de gozos y dolores.
Los cristianos que contemplan el misterio de José, descubren en su vida, lo mismo que en la de María, siete dolores y siete gozos. Y como nuestras consideraciones se acercan a su término, vamos a desgranar, en retrospectiva, el rosario de las alegrías y de las penas con que Dios fue puliendo su alma.
La primera e indecible angustia le asaltó cuando advirtió en su prometida señales de una próxima maternidad. Su corazón se rompía pensando en que tendría que separarse de ella. Pero cuando el ángel le tranquilizó, diciéndole que la criatura que llevaba en su vientre era obra del Espíritu Santo, la espantosa pesadilla se transformó en un canto de alabanza y en un respeto y un cariño redoblados.
Su corazón se vio traspasado por segunda vez cuando, en el momento en que iba a nacer Jesús, todas las puertas de Belén se cerraron ante él y tuvo que refugiarse en un miserable establo. Nada tenía para acoger dignamente al Niño-Dios. Pero, qué alegría cuando pudo recibir al recién nacido de manos de María, apretarle contra su corazón, arrodillarse a sus pies para adorarle y ver cómo acudían, enviados por Dios para rendirle homenaje, los pastores y los Magos.
Un tercer golpe lo recibió el día en que su oficio paternal le obligó a marcar la carne del niño con la circuncisión, vertiendo así sus primeras gotas de sangre. Pero en ese mismo instante se sintió feliz de imponerle, pronunciándolo el primero, el nombre de Jesús, que los siglos futuros pronunciarían con tanto amor. Iluminado sobre el significado de ese nombre, entreveía ya la obra de salvación realizada por el sacrificio de este niño, cuya carne acababa de cortar.
El cuarto dolor se lo causó el anciano Simeón cuando, descorriendo el velo del porvenir, había anunciado que Jesús sería para los hombres un signo de contradicción y que su Madre vería un día traspasado su corazón. Pero, al mismo tiempo, una nueva profecía había venido a consolar inmensamente su alma. Jesús iba a ser la luz de las naciones y la gloria de Israel.
La predicción de Simeón no tardaría en realizarse con ocasión de la huída a Egipto. Sería su quinto dolor. Tuvo que exiliarse precipitadamente, para sustraer a Jesús de la ira de Herodes. Pero tuvo también el gozo de gastarse y agotarse en servicio de Jesús y de María, realizando junto a ellos la función que Dios le había confiado. Su exilio sería un desierto florecido.
A su regreso de Egipto, nada más poner pie en el suelo palestino, se estremeció de nuevo al saber que la ferocidad de Herodes se prolongaba en su hijo Arquelao, que reinaba en Judea. Pero, sin tardar, Dios hizo brillar sobre esta nueva angustia una luz consoladora que le inspiró buscar refugio en Nazaret, ese querido pueblo donde el ángel de la Anunciación había traído su embajada a María. Allí, con Jesús y ella, reemprendería la vida familiar en dulce intimidad.
Finalmente, el séptimo dolor alcanzó a José en pleno corazón el día en que perdió a Jesús en Jerusalén y, con indecible aflicción, lo estuvo buscando durante tres días, imaginándose los mayores peligros y desgracias. Pero, ¡qué alegría cuando lo encontró! Su amor se vio enriquecido tras el temor que había experimentado de verse separado de él para siempre.
Así pues —pensaba José—, las pruebas no me han faltado, pero Dios me ha compensado con enormes alegrías. Se repetía las palabras que Tobías había escuchado (XII, 13): Porque eras amable a Dios, la tentación tenía que probarte. Lejos de protestar, había encontrado en sus dolores crucificantes la ocasión de acrecentar sus virtudes y enriquecer su amorosa fidelidad.
En cuanto a sus alegrías, decía a Dios que no merecía tantas, que le había tratado con demasiada magnificencia y que su vida era corta para darle gracias. Que, por lo demás, era el servidor de sus designios y que si El estimaba que su tarea había terminado, aceptaba abandonar la tierra con la misma sumisión.
Mientras que para muchos hombres su preocupación más absorbente, su único ideal, es procurar aparentar, brillar, pavonearse, José sólo tenía una ambición: tomar conciencia, de manera cada vez más viva, de su papel y de su misión, para ejercerla en plena comunión con el Padre celestial. Procuraba esclarecer el presente a la luz del pasado y le gustaba rememorar todo lo que había visto y oído, recordar cómo Dios le había conducido por un camino de gozos y dolores.
Los cristianos que contemplan el misterio de José, descubren en su vida, lo mismo que en la de María, siete dolores y siete gozos. Y como nuestras consideraciones se acercan a su término, vamos a desgranar, en retrospectiva, el rosario de las alegrías y de las penas con que Dios fue puliendo su alma.
La primera e indecible angustia le asaltó cuando advirtió en su prometida señales de una próxima maternidad. Su corazón se rompía pensando en que tendría que separarse de ella. Pero cuando el ángel le tranquilizó, diciéndole que la criatura que llevaba en su vientre era obra del Espíritu Santo, la espantosa pesadilla se transformó en un canto de alabanza y en un respeto y un cariño redoblados.
Su corazón se vio traspasado por segunda vez cuando, en el momento en que iba a nacer Jesús, todas las puertas de Belén se cerraron ante él y tuvo que refugiarse en un miserable establo. Nada tenía para acoger dignamente al Niño-Dios. Pero, qué alegría cuando pudo recibir al recién nacido de manos de María, apretarle contra su corazón, arrodillarse a sus pies para adorarle y ver cómo acudían, enviados por Dios para rendirle homenaje, los pastores y los Magos.
Un tercer golpe lo recibió el día en que su oficio paternal le obligó a marcar la carne del niño con la circuncisión, vertiendo así sus primeras gotas de sangre. Pero en ese mismo instante se sintió feliz de imponerle, pronunciándolo el primero, el nombre de Jesús, que los siglos futuros pronunciarían con tanto amor. Iluminado sobre el significado de ese nombre, entreveía ya la obra de salvación realizada por el sacrificio de este niño, cuya carne acababa de cortar.
El cuarto dolor se lo causó el anciano Simeón cuando, descorriendo el velo del porvenir, había anunciado que Jesús sería para los hombres un signo de contradicción y que su Madre vería un día traspasado su corazón. Pero, al mismo tiempo, una nueva profecía había venido a consolar inmensamente su alma. Jesús iba a ser la luz de las naciones y la gloria de Israel.
La predicción de Simeón no tardaría en realizarse con ocasión de la huída a Egipto. Sería su quinto dolor. Tuvo que exiliarse precipitadamente, para sustraer a Jesús de la ira de Herodes. Pero tuvo también el gozo de gastarse y agotarse en servicio de Jesús y de María, realizando junto a ellos la función que Dios le había confiado. Su exilio sería un desierto florecido.
A su regreso de Egipto, nada más poner pie en el suelo palestino, se estremeció de nuevo al saber que la ferocidad de Herodes se prolongaba en su hijo Arquelao, que reinaba en Judea. Pero, sin tardar, Dios hizo brillar sobre esta nueva angustia una luz consoladora que le inspiró buscar refugio en Nazaret, ese querido pueblo donde el ángel de la Anunciación había traído su embajada a María. Allí, con Jesús y ella, reemprendería la vida familiar en dulce intimidad.
Finalmente, el séptimo dolor alcanzó a José en pleno corazón el día en que perdió a Jesús en Jerusalén y, con indecible aflicción, lo estuvo buscando durante tres días, imaginándose los mayores peligros y desgracias. Pero, ¡qué alegría cuando lo encontró! Su amor se vio enriquecido tras el temor que había experimentado de verse separado de él para siempre.
Así pues —pensaba José—, las pruebas no me han faltado, pero Dios me ha compensado con enormes alegrías. Se repetía las palabras que Tobías había escuchado (XII, 13): Porque eras amable a Dios, la tentación tenía que probarte. Lejos de protestar, había encontrado en sus dolores crucificantes la ocasión de acrecentar sus virtudes y enriquecer su amorosa fidelidad.
En cuanto a sus alegrías, decía a Dios que no merecía tantas, que le había tratado con demasiada magnificencia y que su vida era corta para darle gracias. Que, por lo demás, era el servidor de sus designios y que si El estimaba que su tarea había terminado, aceptaba abandonar la tierra con la misma sumisión.