Capítulo XXII LA SANTA CASA DE NAZARET



“Bajó con ellos, y vino a Nazaret,
 y les estaba sujeto”
(Lc 2, 51)

Al encontrar a Jesús en el Templo, María había exclamado: Hijo mío, ¿por qué has obrado así con nosotros? Pregunta que incluye a José. Y como si temiese que el niño pensara que era ella la única en amarle y en sufrir por su amor, insiste: tu padre y yo, angustiados, te andábamos buscando.

Al responder que si no sabían que debía ocuparse primero en las cosas de su Padre, Jesús no desautorizaba a su madre, que acaba de llamar a José padre suyo, sino que eleva su pensamiento hacia su Padre eterno, en cuyos intereses debe aplicarse por completo. Es la primera vez que menciona a su Padre celestial, pero ¡con qué claridad!

Ni María ni José le preguntan nada más, aunque, como nos dice el Evangelio, no comprendieron del todo el sentido de sus palabras. Ni siquiera en el camino de vuelta se atreven a interrogarle, aunque conservaron en su corazón lo que les había dicho, para meditar sobre ello.

Como María, José se mantiene en la reserva de la reflexión. Comprende que la trascendencia del niño acaba de fulgurar. Quizá más que María, sentía la necesidad de penetrar esta respuesta, que parecía querer desviar la atención de él, pobre carpintero, para evocar el pensamiento del otro "padre". Tal vez se reprochaba el haber tratado a su hijo demasiado familiarmente. Captó enseguida que Jesús era ante todo del Padre de los cielos, a quien pertenecía infinitamente más que a sí mismo.

Sin embargo, la respuesta de Jesús, que parecía querer subrayar la distancia que los separaba, se va a ver seguida de una emocionante sumisión. El encuentro en el Templo esclarece el misterio de José, como las bodas de Caná iluminarán el de María.

En Caná, el rechazo aparente de Jesús — ¿Qué nos importa a ti y a mí?... Aún no ha llegado mi hora— se verá seguido de un maravilloso milagro. Es como si Jesús hubiese querido exponer primero la imposibilidad de responder a la petición de su madre para hacer luego más patente el triunfo de su oración.

De manera semejante, en Jerusalén, las palabras que parecen dejar a José al margen fueron pronunciadas para hacer más admirable la frase del Evangelio que sigue inmediatamente: les estaba sujeto. 

Jesús empieza por mostrarse dueño y maestro de quienes tienen el encargo de enseñarle; afirma su filiación divina y por lo tanto su soberana independencia, pero sólo es para mejor poner de relieve la perfección de la obediencia con que nos dará ejemplo. 
Su ocupación continua va a ser obedecer exactamente en todo lo que se le mande. Obedecerá más especialmente a José, que le ha sido dado como padre, y que es cabeza de familia. Todos sus actos, sus actividades, su alimento, su reposo, todo, será reglamentado por las órdenes de José.

Cuando Jesús habla de "los asuntos de su Padre" quiere decir que busca su gloria sometiéndose en todo a sus padres; a María, sin duda, pero también a José, "sombra de su Padre", que representaba en el hogar de Nazaret la primera autoridad. ¿No podemos asegurar que era a él al primero que obedecía en todo?

Si la obediencia de Jesús manifiesta su incomprensible humildad, subraya también la incomparable dignidad de aquella quien se sometía. Las palabras de Jesús van a incrustarse en el espíritu de José como una luz permanente que le ayudará a ajustar toda su vida a los designios divinos. 
Siente interponerse entre Jesús y él un misterio inaccesible, pero este pensamiento no le paraliza en absoluto. Antes al contrario, le ayuda a ejercer con más perfecta rectitud la función que le ha sido encargada cerca de Aquel que ha de considerar a la vez como su hijo según la naturaleza humana y su maestro según la naturaleza divina. Trata de conciliar esa incompatibilidad aparente de mandar sin apremio a quien adora como Dios. Lo hace, por lo demás, sin temor ni turbación, ya que así lo quiere Dios, viendo en el ejercicio de su autoridad la ocasión de ejercer el mandato que el Señor le ha confiado y, en consecuencia, de obedecerle.

Si se hubiese dejado llevar sólo por su fe, habría .exclamado como más tarde San Pedro: jamás permitiré que tú me laves los pies. Pero, haciendo callar su fe, acepta las atenciones que Jesús tiene con él, adorando esa obediencia inaudita que vino a traer a la tierra para dar ejemplo a los hombres. Espectáculo que es para él fuente inagotable de humildad.

Así pues, se encargó de educar al Verbo encarnado, proposición turbadora que, sin embargo, expresa una realidad. La unión hipostática, en efecto, dejaba a las dos naturalezas sin mezcla ni confusión alguna, de tal forma que Jesús, en cuanto Dios, poseía desde su concepción la plenitud de la sabiduría y de la ciencia.

Ahora bien, en cuanto hombre, y desde el punto de vista puramente natural, estaba sujeto a la ley del desarrollo como los demás niños, a los que hay que enseñarles y explicarles todo. Su vida interior de pleno conocimiento quedaba oculta a la mirada de los hombres. No hacía nada que no conviniera a su edad: tenía que aprender a andar, a hablar, a leer, a repetir palabra por palabra los textos de los Libros Santos, a explorar el mundo y sus maravillas. Enseñarle todo eso fue la gran tarea conjunta de María y José.

José educó a Jesús, en primer lugar, con su ejemplo y su conducta. Hay en el alma de los niños una tendencia innata, una necesidad instintiva de leer en el rostro de quienes los rodean y reproducir sus maneras. El rostro de José fue, con el de María, el primer espejo de perfección para Jesús. Sus gestos, su conducta, su forma de hablar, fueron objeto de sus primeras observaciones. Los ojos del niño estaban fijos en José, el espectáculo de este varón piadosísimo y el contacto con su espíritu contemplativo constituyeron su primera lección.

Les estaba sujeto. Es decir, que no hacía nada sin contar con ellos. Se mostraba lleno de sumisión y deferencia respetuosas, de delicada cortesía, dé pronta abnegación, de docilidad total. Obedecía con una naturalidad desconcertante. Nunca, se vio joven más atento a los consejos de su padre, ni más modesto en las preguntas que hacía; honraba a José con un culto religioso y filial, viendo en él la imagen de su Padre celestial.

Fue José quien le informó de todo lo que su encargo paternal le inducía a enseñar a su hijo. Por él, Jesús se enraizó tan profundamente en la estirpe humana que más tarde podrá darse a sí mismo, con justicia, el título de "hijo del hombre".

José le explicó la Ley, le inició en el ritual, le enseñó la historia y las tradiciones de su pueblo, los proverbios de su raza. Pero sobre todo le enseñó a rezar, obligación que en Israel incumbía en primer lugar a los padres. Le repetiría las grandes consignas extraídas de los Libros Santos:
El Señor nuestro Dios es el único Señor.
Amarás al Señor tu Dios
con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas.
A Dios pertenece el país,
a Dios su destino...
Es el Señor nuestro Dios el que nos hizo salir de Egipto
para ser nuestro verdadero Dios...”

Jesús prestaría una atención respetuosa a las palabras de José. Todas las mañanas y todas las tardes recitaría con él y con María —que nunca pensaría en abandonar su papel femenino, para dirigir la oración—, la profesión de fe del piadoso israelita.

En las jambas y en el dintel de la puerta, lo mismo que en todas las casas judías, una cajita de madera, colgada, guardaría un pergamino con textos de la Sagrada Escritura. Cuando José saliera de la casa, tocaría la cajita con gesto parecido al de un cristiano que, al entrar en la iglesia, moja sus dedos en el agua bendita. Es bonito imaginarle tomando a Jesús en sus brazos para que alcanzara e hiciera lo mismo.

También José, al despuntar el sábado, conduciría a Jesús a la sinagoga. Entrarían con la cabeza cubierta y babuchas en los pies. Escucharían las lecturas del texto santo (el comentario de la Ley), harían las postraciones acostumbradas y responderían a las letanías. Por la tarde, después de asistir a otra ceremonia, irían a visitar a los ancianos, a los enfermos, a los afligidos, a todos aquellos a quienes Jesús proclamaría bienaventurados en el Sermón de la Montaña. Otras veces darían juntos un paseo que se llamaba sabático —y por tanto necesariamente corto, dadas las exigencias de la Ley—.

José llevaría a Jesús y a María por los senderos florecidos de anémonas. Procuraría que su hijo se fijara en la belleza policroma de la Creación, y en todo lo que decía se notaba su interés por suscitar un pensamiento religioso. Le mostraría cómo en primavera la higuera produce sus primeros frutos, cómo hay que podar las cepas de la vid para que den más uvas. Dirigiría su atención hacia las ovejas errantes, hacia los halcones que se juntan para devorar su presa, hacia la solidez de las casas construidas sobre la roca, hacia los campos baldíos a causa de la pereza de sus dueños, hacia la belleza de los lirios del campo que, sin hilar ni sembrar, deben todo su esplendor a la magnificencia divina, hacia la cizaña que envenena el trigo, hacia la simiente que germina de una u otra forma según la calidad de la tierra.

Le enseñaría a interpretar el aspecto del cielo, diciéndole: "Cuando al caer la tarde el cielo se pone rojo, al día siguiente hará bueno, pero si es por la mañana, amenaza tormenta". 0 bien: "Cuando una nube se alza por poniente, es que se acerca la lluvia. Y si el viento sopla del sudeste, hará calor".

Más tarde, Jesús hablará de todas estas cosas en su predicación (Mt 16, 2-3, Lc 12, 24-25). Pero no nos está vedado pensar que Jesús las oyera antes de labios de José.
Y leyendo las parábolas del Evangelio, podemos ver en ellas, emocionados, esa ciencia experimental que, sin duda, debió recibir en sus primeros años de José.