Capítulo XXI LA TAREA PATERNAL DE JOSÉ

“Tu padre y yo, apenados, 
te andábamos buscando”
(Lc 2, 48)




San Lucas parece complacerse en dar a José el nombre de padre de Jesús y unirle al de María bajo la apelación común de "parentes eius", sus padres... Sin embargo, este evangelista, que había sido confidente de María, conocía más que ningún otro todo lo concerniente al nacimiento del Mesías y sabía perfectamente que José no era padre por generación carnal. Así pues, como hace notar Suárez, sólo por inspiración especial de Dios usó esos términos.

Por otra parte, la expresión de que se sirve San Lucas la encontramos también en labios de María. Cuando encuentra a Jesús en el Templo, la oímos pronunciar estas palabras: ¿Por qué nos has hecho eso? Tu padre y yo, llenos de angustia, te andábamos buscando... Al hablar de su esposo, no vacila en darle el título de "padre". Era, sin duda, el nombre que utilizaba habitualmente en la intimidad de su hogar de Nazaret, y que no teme ella, Virgen prudentísima pronunciarla públicamente ante los doctores de la Ley.

Y es que, profundamente iluminada sobre el misterio de la Encarnación, no se cree con derecho a ocultar, en ocasión tan solemne, esta verdad: que José debe ser llamado, con toda sinceridad, padre de Jesús.

Conviene que sepamos de qué manera le corresponde este título y tratemos de descubrir la realidad oculta bajo esa palabra.

Se distinguen habitualmente dos clases de paternidad: la natural, que lleva consigo la transmisión de la vida, de la que resulta la venida al mundo de un nuevo ser, y la adoptiva, que es una simple atribución por la cual un hombre se compromete a reconocer y aceptar legalmente como suyo un niño engendrado por otro. Sin embargo, ninguna de estas dos paternidades convienen en absoluto a José. La primera dice demasiado y la segunda poco.

Es histórica y teológicamente cierto que José, según el modo ordinario y natural, no fue padre de Jesús, el cual no tuvo padre humano. ¿Quiere decir esto que fue solamente su padre adoptivo o "putativo", según la expresión consagrada por el uso y sancionada por la liturgia de la fiesta del 19 de marzo?...

"Adoremos a Cristo, hijo de Dios, que aceptó pasar en la tierra por hijo de José". Es el mismo término que utilizan los soberanos Pontífices en numerosos documentos oficiales.

Sin embargo, los teólogos se inclinan cada vez más unánimemente a declarar que las expresiones corrientes —padre adoptivo, padre putativo, padre nutricio— son minimizantes y no dicen más que una verdad incompleta. Esos títulos, por honorables que sean, sólo expresan una paternidad fáctica, ficticia, prestada: una especie de simple protección.

Ahora bien, la realidad sobrepasa esos calificativos. La adopción, por ejemplo, supone esencialmente que un extraño, por afecto, escoge al que trata como un hijo. Pero en ningún momento José fue un extraño para Jesús, ni Jesús para José: desde que se encarnó en María, al hacerse divinamente fecunda, Jesús perteneció legítimamente a José, ya que el esposo y la esposa, según el orden querido y establecido por Dios, son una sola cosa y sus bienes comunes.

No es fácil desde luego, calificar la paternidad de José de una manera precisa; representa, si se puede decir así, un caso único en la historia de la paternidad, que requiere, si el vocabulario ofrece la posibilidad, un título nuevo, adaptado a la función ejercida.

Recordemos, de entrada, que la generación humana de Jesús en la genealogía que nos dan los Evangelios es la de José. El hecho merece ser subrayado. No dudemos en repetir la expresión de Bossuet, tomada por él mismo de San Juan Crisóstomo: «Dios ha dado a José todo lo que pertenece a un padre, sin detrimento de la virginidad». Dicho de otra manera: José no tuvo ninguna participación en el nacimiento natural de Jesús, pero exceptuando eso, su paternidad implica todos los privilegios, todos los deberes, todos los derechos que normalmente tiene en el hogar un padre de familia, de tal forma que el título que le conviene mejor es el de padre virginal de Jesús.

José es padre de Jesús por derecho de matrimonio. María, a consecuencia del contrato matrimonial, reconocido por la ley y sancionado por Dios, era el bien de José y, por lo tanto, todo lo que le podía suceder eventualmente a María, incluso milagrosamente, se convertía inmediatamente en propiedad de José, su esposo. En consecuencia, Jesús nacido de la carne de su esposa, la cual le pertenecía en razón del sagrado lazo y de la donación propia del matrimonio, tenía un necesario parentesco con José, y al revés. Además, al ocupar José un lugar insustituible al lado de María, había sido ese instrumento considerado indispensable por Dios para que el misterio de la Encarnación pudiese insertarse en el seno de una familia compuesta por las tres unidades habituales. No convenía que el hogar donde había de nacer el niño se viese desprovisto de su cabeza.

Junto a ese papel que se puede considerar negativo, José tuvo también otro activo en el nacimiento de Jesús. ¿No fue acaso el Hombre-Dios fruto de la virginidad de María? ¿No fue grata al Señor a causa de su pureza, por la que el Espíritu Santo pudo realizar en ella su divino designio? En cierto sentido, fue su virginidad lo que la hizo fecunda. Ahora bien, ¿no fue José el que, al respetar la virginidad de María, había como preparado las vías al Espíritu Santo y hecho posible esa fecundidad milagrosa?...

Fue él, en efecto, quien conservó la virginidad de su esposa, estimada por Dios indispensable; y los dos, de común acuerdo, la habían ofrecido al cielo como un bien que fue aceptado, a cambio del cual recibieron ambos un hijo que les pertenecía por igual, ya que era como el fruto de su alianza virginal.

José, indudablemente, no dio a ese hijo su sangre, pero esa sangre tenía que ser alimentada, mantenida, enriquecida. Y fue el humilde carpintero quien, con el sudor de su frente, se encargó de hacerlo. Jesús comerá el pan que José ganará con su trabajo y gracias a él alcanzará la talla humana que necesitaba para salvar al mundo al ser clavado en la Cruz.

Con ese alimento, adquirido gracias al duro trabajo de José, Jesús llenará sus venas con la sangre generosa que derramará hasta la última gota y correrá hasta la consumación de los siglos en nuestros altares durante el Santo Sacrificio de la Misa.

Así, José tuvo su parte activa en la sangre de la Redención.

Tenía, pues, derecho a llamar a Jesús “hijo” suyo y a considerarle como tal. Por eso los Padres de la Iglesia no dudan en verle junto a Jesús, como «la sombra de Dios Padre», según una expresión consagrada. Fue, en palabras de Olier, «como un sacramento del Padre eterno bajo el cual Dios ha puesto, una vez engendrado, su Verbo, encarnado en María». Y porque el verdadero Padre de Jesús, que lo engendra desde la eternidad según su naturaleza divina, confió a José la misión de ser en la tierra su vicario de alguna manera, tuvo, al mismo tiempo, que poner en él algo del amor infinito que tiene al Verbo.

El ángel había precisado: Le pondrás por nombre Jesús. Dicho de otra manera: “El padre de este niño es Dios, pero El te transmite sus derechos. Eres tú el designado para hacer de padre. Tendrás con él un verdadero corazón paternal y ejercerás sobre él tus derechos de padre”.

José pues, cuidó de Jesús, amándole a la vez como su hijo y adorándole como su Dios. Y el espectáculo que tenía constantemente ante los ojos de un Dios que daba al mundo su amor infinito era un estímulo para amarle más y más y entregarse cada vez con más generosidad.

Amaba a Jesús como sí realmente le hubiera engendrado, como un don misterioso de Dios otorgado a su pobre vida humana. Le consagró sin reservas, de forma total, sus fuerzas, su tiempo, sus inquietudes, sus cuidados. No esperaba otra recompensa que poder vivir su consagración cada vez mejor. Su amor era a la vez dulce y fuerte, tranquilo y ferviente, apacible y ardiente, emotivo y tierno.

Podemos representárnoslo tomando al niño en sus brazos, meciéndole con canciones, acunándole para que se duerma, sonriéndole, paseándole, fabricándole graciosos juguetes, jugando él mismo con él como hacen todos los padres, prodigándole sus caricias como actos de adoración y testimonio del más profundo afecto.

Dejemos a los apócrifos imaginando un pequeño niño —prodigio ajeno a la verdadera infancia—, viviendo aparte como en un nimbo glorioso, con costumbres impropias de su edad y una potencia milagrosa sobrecogedora. En realidad, el HombreDios había escogido, al venir al mundo, aparecer como un niño corriente. No iba por delante de su edad, no hablaría —Él, que era el Verbo divino— antes que los demás niños. Y José, al cubrirle de tiernas caricias, se maravillaría precisamente de ver dormir al custodio de Israel, siempre vigilante, de ver llorar al que es la alegría de los elegidos, de ver jugar como un niño al Creador del universo.

Según las costumbres judías, el niño, en el hogar, estaba al cuidado de su madre hasta la edad de cinco años. Luego, el padre empezaba a ocuparse de él más activamente, enseñándole la Ley de Dios y los preceptos mosaicos. Grande sería la alegría de José cuando llegara el momento de realizar esa función paternal, constatando que su hijo crecía en sabiduría, en edad y en gracia ante Dios y ante los hombres. De sus labios se elevarían silenciosamente al Señor, para expresarle su felicidad y darle gracias, las palabras del Cantar de los Cantares:

“Mi amado es rubio y sonrosado, se distingue entre diez mil.
Su persona emana encanto y gracia.
Mi amado es mío y yo soy suyo...”