Capítulo XX HALLADO EN EL TEMPLO


“Al volverse ellos, el niño Jesús se quedó en Jerusalén
sin que sus padres lo echasen de ver”.
(Lc 2, 43)

Según lo prescrito en la Ley, todos los israelitas debían realizar una peregrinación al Templo de Jerusalén en cada una de las fiestas anuales de la Pascua, Pentecostés y los Tabernáculos. Cuando vivían lejos —como era el caso para los de Nazaret—, bastaba con que acudieran durante una de las tres fiestas. La Ley no decía nada de las mujeres, pero la costumbre era que acompañasen a su marido. Ni qué decir tiene que José y María observaban puntualmente el precepto.

Cuando Jesús alcanzó la edad de doce años convirtiéndose de golpe en "hijo de la ley" tuvo que someterse también a esta observancia. Así pues, subió a Jerusalén con sus padres. Nos gusta representárnoslo en medio de una caravana, cantando por el camino el "Cántico de las Subidas": “Como el ciervo suspira por las fuentes de agua viva, así suspira mi alma por ti, Señor. Los que confían en el Señor serán tan firmes como la montada sobre la que está construida Sión... ¡Qué bueno es y qué agradable para los hermanos el caminar todos juntos!

En Jerusalén, durante una semana, los tres miembros de la Sagrada Familia María, Madre de la Iglesia universal, José, futuro protector de la Iglesia, y Jesús, Dios eterno y cabeza de esa misma Iglesia, perdidos entre la multitud, sin buscar el hacer prevalecer sus títulos para reclamar prioridades, aceptando más bien los empujones y los últimos lugares, asistieron a las ceremonias de culto en el Templo.

Una vez terminada la fiesta, las caravanas volvían a formarse con la confusión y la exuberancia que caracteriza habitualmente a las concentraciones orientales, luego, se ponían en camino.
Cuando la caravana de que formaba parte la Sagrada Familia había cubierto su primera jornada de viaje, María y José comprobaron, desconcertados, que Jesús no estaba presente. No hay por qué asombrarse de que tardaran tanto en darse cuenta. Jesús tenía doce años y por eso, la Ley, cuyo "hijo" ya era, le concedía una cierta libertad.

Hubiese sido inoportuno que sus padres le vigilaran de manera demasiado estrecha. Por otra parte, podía escoger, dentro de la misma caravana, entre los grupos de hombres o de mujeres. 
Al no volver a su lado, José pensaría que estaba con María —y se alegraría por ella—, mientras que la Virgen, por su parte, se imaginaría el gozo que sentiría José al tener a Jesús junto a él. Incluso pudiera ser que Jesús hubiese dicho a María, al partir la caravana, que pensaba permanecer con su "Padre", y que Ella no hubiese comprendido de qué "padre" se trataba...

Sea como fuere, una pesada angustia se apoderó de ellos. Mil suposiciones pasarían por su mente. ¿Se habría extraviado y caído en manos de unos malhechores? ¿Les habría abandonado para emprender su misteriosa misión? ¿Habría sonado la hora de la espada predicha por Simeón? Tal vez oyeran murmurar a su alrededor: "Si hubiesen estado más vigilantes, no le habrían perdido...".

Inmediatamente, regresaron a Jerusalén, recorriendo el mismo camino a la inversa. Tienen el corazón en un puño y caminan en silencio. La pena de José es tan viva como la de María. En el paraíso terrestre, Adán había acusado a Eva y ésta a la serpiente. Aquí, sin embargo, cada uno se acusa a sí mismo y excusa al otro. Ninguno de los dos piensa en hacer recaer en el otro la prueba que le humilla. José se pregunta si Dios no le ha castigado por cumplir mal su tarea, y se lo dice a María, la cual responde: "¡No, no!... ¡Soy yo la que debía haber tenido más cuidado!"

De regreso a Jerusalén, emprenden a través de las calles y callejas de la ciudad una búsqueda punzante, una especia de viacrucis que anticipa el que recorrerá su hijo un día, con la cruz en sus hombros... Preguntan a los viandantes, describiendo a su hijo, pero nadie es capaz de informarles, nadie sabe nada. 
Y cuando divisan, aunque sea de lejos, un adolescente de la talla de Jesús, echan a correr para sufrir enseguida una nueva decepción. Prosiguen su búsqueda él con el rostro contraído, ella curvada por el dolor, enseñando a las generaciones futuras cómo hay que comportarse cuando se tiene la desgracia de perder a Jesús.

Por fin, al tercer día, lo encuentran en una sala del Templo rodeado por los doctores judíos que, según la costumbre, en las fiestas de la Pascua organizaban una especie de congresos de teología en los que hacían gala de erudición y sutileza. Jesús estaba sentado en una estera, como un alumno, pero el asombro que manifestaban los que él interrogaba ponía de manifiesto que su inteligencia era magistral.

Ante tal espectáculo, María y José no pudieron ocultar su sorpresa. Era la primera vez que Jesús manifestaba un resplandor de su sabiduría increada. Por otra parte, ¿cómo era posible que él, que hasta entonces había dado ejemplo de todas las virtudes, se hubiera sustraído a su autoridad y guardara una calma tal, conociendo como debía conocer la terrible ansiedad de sus padres?

Comprenden que deben decirle algo, pero José se coloca en un segundo plano, pensando que es María la que debe intervenir en este caso, por estar más comprometida que él en el misterio de la Encarnación. Así, pues, ella deja escapar una exclamación en la que se manifiesta toda su alma maternal: Hijo mío, ¿Por qué has obrado así con nosotros? Queja amorosa y afectuoso reproche. Deseo también de conocer el motivo de una conducta tan contraria a las costumbres de un hijo siempre respetuoso y sumiso.

Jesús no se excusa ni pide perdón, sino que a la legítima pregunta de su madre, responde: ¿Por qué me buscáis? ¿No sabíais que debo ocuparme en las cosas de mi Padre?
Esta respuesta de Jesús, acompañada sin duda de una sonrisa, puede entenderse de dos maneras. Según una, no les reprocha que le hayan buscado, sino que no hayan acudido enseguida al Templo, único sitio donde podía estar, ya que era la casa de su Padre; sin embargo, atenerse a ese único sentido sería tanto corno suavizar unas palabras de un alcance mucho más profundo y sublime. 
Según la otra, Jesús quiso, al salir de la infancia, recordar a sus padres su filiación divina y la trascendencia de su misión.
Les advirtió que la obediencia que les tenía estaba subordinada a la que debía prestar a su Padre celestial. Era preciso que supieran que todo lo que sucediese en su vida estaría conforme con esa voluntad, en virtud de la cual se había encarnado. Habrá, por eso, cosas que les sorprenderán; quiso, pues prevenirles y prepararles para el "escándalo" de la Redención por la Cruz.

Antes de volver al silencio de Nazaret y a esa postura que el Evangelio resume con las palabras "les estaba sujeto", quiso enseñarnos —Él, que diría que no llamáramos a nadie en la tierra nuestro padre, pues sólo tenemos uno, el que habita en los cielos— que nuestra principal ocupación, como la suya, debe consistir en buscar los intereses y la gloria de Dios.

Sus palabras, pues, no significaban que quisiera eludir la tutela de sus padres. Al contrario, les tenía un amor y una sumisión incomparables. Por otra parte, ¿cómo un Dios que dictó a los hombres con tanta solemnidad el precepto de honrar padre y madre no habría comenzado Él mismo por subrayar con su ejemplo la gravedad del mandamiento? 
Lo que quería decirnos era que nuestras obediencias, deben estar jerarquizadas y que el servicio de Dios debe anteponerse a los más legítimos afectos.

El Evangelio nos dice que ni María ni José comprendieron lo que Jesús quería decirles. Ciertamente, no podían engañarse en cuanto a su más profundo sentido, pero se preguntaban por qué Jesús, que hasta entonces había llevado una vida oculta hasta el punto de no haber mostrado nunca el menor signo de su divinidad, había querido evidenciar esta actitud misteriosa en tan singulares condiciones.

Lo que no comprendían era que su hijo, todavía tan joven, rompiendo totalmente con su habitual actitud de sumisión, se mostrara bruscamente como Hijo de Dios y pareciera evadir, como molesta, la tutela de sus padres.

Su humildad les hizo confesar que no acababan de comprender las palabras de Jesús. Comprenderlas plenamente hubiese sido abarcar todos los misterios de la Encarnación y de la misma Trinidad. Pero José y María estaban sometidos, como toda criatura, a la ley del progreso. Jesús quería estimular su curiosidad religiosa y comprometerles en esa vía que señalará a quien quiera ser su discípulo: Buscad y hallaréis, Pedid y recibiréis. Llamad y se os abrirá.