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Capítulo IXX EL REGRESO A NAZARET
“Levantándose, tomó al niño y a la madre
y partió a la tierra de Israel” (Mt 2, 21)
El Evangelio de San Mateo sólo dedica unas palabras para hablamos de la estancia de la Sagrada Familia en Egipto. Allí permaneció —escribe— hasta la muerte de Herodes, para que se cumpliera lo que había anunciado el Señor por el ministerio del profeta, diciendo: "De Egipto llamé a mi hijo". No se puede imaginar mayor laconismo.
¿Cuánto tiempo duró su estancia? Sólo podemos hacer conjeturas. En este punto, las opiniones varían mucho. San Buenaventura llega a proponer siete años, mientras que algunos Padres de la Iglesia hablan de unos cuarenta meses. Los evangelios apócrifos, para dar tiempo a la realización de sus numerosos milagros, suponen que la estancia fue de tres años. Pero los exegetas tienen razones bastante serias para limitar el exilio a un tiempo no superior a uno o dos años.
Muerto ya Herodes —leemos en San Mateo— el ángel del Señor se apareció en sueños a José en Egipto y te dijo: “Levántate, toma al niño y a su madre y vete a la tierra de Israel, porque han muerto los que atentaban contra la vida del niño.
Levantándose, tomó al niño y a la madre y partió para la tierra de Israel”.
Destaquemos, en primer lugar que, una vez más, es por intermedio de un ángel como Dios hace conocer a José Su Voluntad. «Los negocios secretos que este gran hombre tenía que tratar con el augusto senado de la adorable Trinidad —escribe San Leonardo de Puerto Mauricio— ponen constantemente en movimiento a los mensajeros celestes». Es, en efecto, la tercera vez que el Evangelio atribuye a José la visita de un ángel. Una cuarta, en el camino de vuelta, recibirá la misma embajada de manera análoga.
Puede uno preguntarse por qué San José recibió durante el sueño los avisos de Dios, mientras otros personajes, como Zacarías y los pastores de Belén, vieron a los ángeles en estado de vigilia y, cuando por otra parte, la Iglesia nos advierte que no conviene fiarse de los sueños para interpretar los designios de Dios.
Suele responderse que los sueños que tuvo José se vieron acompañados del sentimiento seguro de que Dios se había servido de ese medio para manifestarse a él, y que, si Dios utilizó con José esa manera modesta y sin brillo de darle a conocer su voluntad, fue porque quería subrayar a nuestros ojos la viveza de su fe: le bastó el menor signo, el toque más secreto, para ponerse en movimiento.
Era un servidor fiel, cuyo espíritu, en constante acecho de la gracia, esperaba manifestación de la voluntad divina. Su sumisión nos resulta más bella, más grande, por el hecho de que su mismo sueño se nos aparece como una especie de estado de vigilia durante el cual su lámpara permanece encendida en espera de la llegada del Maestro...
Cuando José recibió la indicación de que podía regresar a Palestina —pues el peligro había cesado—, se estremeció de alegría. Miró a Jesús con amor, con un amor enriquecido por el temor que había tenido de perderle. Sin duda, tanto María como él habían sentido que su corazón se desgarraba al tener conocimiento de la matanza de los Inocentes.
Habían sabido también que una terrible enfermedad hacía estragos en el cuerpo de Herodes, que una úlcera devoraba su carne, llenando todo su palacio de un olor insoportable. Los gusanos no esperaban a la muerte para cebarse en su cuerpo. El desgraciado había tratado de quitarse la vida, pero se lo habían impedido, y de buena o mala gana, acababa de sufrir el castigo de sus crímenes: había muerto a poco de ordenar que ejecutaran a su propio hijo, Antípater.
La alegría de José al saber que podían regresar a su patria no fue, sin embargo, completa. El ángel nada le había revelado sobre el lugar en que deberían establecerse y no sabía dónde ir. Se preguntaba también cómo encontraría su casa y su taller y lo que respondería cuando le preguntaran sobre su ausencia y los motivos de su exilio.
Deseoso como siempre de hacer la voluntad de Dios, apresuró los preparativos del viaje y abandonó enseguida la tierra de Egipto, donde había sufrido más por su atmósfera de idolatría que por las privaciones propias y de los suyos.
Antiguas tradiciones dicen que el regreso lo hicieron por vía marítima. Era, en efecto, el viaje más corto y menos caro, por lo que es probable que tomaran pasaje en un navío en algún puerto egipcio, quizás Alejandría, si hacemos caso de los relatos que corrieron durante mucho tiempo entre los coptos.
Durante la travesía, que duraría tres o cuatro días, José, consciente de sus responsabilidades, estaría atento a las conversaciones de los pasajeros, e incluso les preguntaría también sobre la situación del país. Desembarcarían en Ascalón, en Joppe o en Jammia. José pensó primero en volver a Belén, creyendo que así cumplía los designios de Dios y las profecías. Puede ser, incluso, que allí pensara encontrar más facilidades para ejercer su oficio...
Aún hoy día, suelen ser los belenitas a quienes se busca con más frecuencia para los trabajos estacionales de la construcción. Todavía dudó, al poner pie en tierra. Pero al llegar a la frontera de Palestina, se enteró de que Arquelao reinaba en Judea y temió establecerse en esa provincia.
Digno hijo de su padre, acababa de mandar decapitar tres mil de sus súbditos en el mismo Templo. Pensó que era más seguro ir a Galilea que se encontraba bajo la jurisdicción de Herodes Antipas, el cual parecía mostrar intenciones pacíficas y benévolas. Un sueño confirmó a José en su resolución.
Si la palabra profética de Miqueas parecía poner a Belén en primera fila de las ciudades privilegiadas, otro oráculo designaba también a Nazaret. Para no fatigar al niño y a su madre, no avanzó a marchas forzadas como cuando huyeron. Viajaron en cortas etapas.
En Nazaret, encontró de nuevo a sus parientes y vecinos, que se asombrarían al verlos y les harían toda clase de preguntas embarazosas sobre los motivos de su ausencia. José las esquivaría a su manera, procurando no mentir y al mismo tiempo no decir nada que pudiera hacerles sospechar la verdad.
Encontraría su casa en un lamentable estado de abandono, pero no se entretendría en lamentarse, ni en invectivas contra los que la habían saqueado. Más bien los excusaría, alegando en descargo suyo que pensarían que sus dueños la habían abandonado.
Enseguida se puso a repararla. Tapó los agujeros de los muros, enjalbegó la fachada y se aplicó a recobrar su antigua clientela. Poco a poco, las herramientas volvieron a llenar su taller, y un letrero, encima de la puerta, anunciaría su oficio: José, carpintero.