Capítulo XVIII LA VIDA EN EGIPTO



José permaneció en Egipto
hasta la muerte de Herodes
(Mt 2, 15)

Mientras los Magos, de regreso al Oriente, evitaban pasar por Jerusalén, José huía hacia Occidente llevando consigo a María y al niño. Muchos exegetas de la antigüedad se preguntaron por qué el ángel había señalado Egipto como lugar de refugio. Las razones místicas que dan son, sin duda, válidas, pero conviene no olvidar el hecho de que Egipto era el país más próximo y que bastaban algunos días de marcha para alcanzar sus fronteras; además, solía ser el refugio de aquellos infortunados que la persecución o el hambre arrojaban de Israel.

Al tomar el camino de Egipto, José se acordaría de aquel otro José —el cual, según los designios de Dios, lo había prefigurado sin saberlo— que, dieciocho siglos antes, tuvo que seguir la misma ruta cuando fue vendido por sus hermanos.

Se iba dejando detrás de él su hogar, su tranquilidad, sus útiles de trabajo, sin saber lo que encontraría allí ni cuánto tiempo duraría su exilio. Dios le había dicho como en otra ocasión le dijo a Abraham: Sal de tu país, de tu familia y de la casa de tu padre para el país que yo te mostraré...Y había partido obedeciendo a Dios para librar del furor de Herodes a Jesús y su Madre.

Ahora les mira angustiado, preguntándose cómo podrán soportar este éxodo inhumano. Su prisa nos enseña a lo que hay que estar dispuesto para guardar a Jesús.

Aguijonea y hostiga al asno que marcha con paso cansino, llevando a sus lomos a María, que protege y abriga con su manto al rey del mundo. Si hiciéramos caso de los evangelios apócrifos, innumerables milagros se habrían multiplicado al paso de los fugitivos. Los ángeles les habrían acompañado con su protección invisible y hasta la misma naturaleza —animales y vegetales— les habría procurado ayuda y protección.

La realidad debió ser muy diferente. De hecho, sin la vigilancia de José, jamás Jesús habría estado más desamparado, más abandonado, más expuesto a todos los peligros.

Con toda seguridad tuvieron que pasar varias noches al raso. De día, evitarían atravesar pueblos y ciudades, mirando atrás con frecuencia para comprobar que nadie les perseguía. En las encrucijadas, se plantearían qué camino tomar, temiendo preguntar a alguien. Las gentes que encontraban en el camino los contemplaban con extrañeza, preguntándose por qué esos tres pobres seres viajaban así, sin escolta, camino de tierras deshabitadas e incultas.

Mientras allá lejos, en Jerusalén, Herodes daba órdenes sanguinarias para asesinar a los niños de Belén y abría así el cielo, sin quererlo, a una legión de inocentes a quienes los siglos venideros no dejarían de ofrendar coronas de lirios y rosas, ellos seguían caminando sin reposo, deteniéndose tan sólo para que María pudiese dar de mamar al Niño o para aliviar su sed y llenar su bota de agua en una fuente. 

Exhaustos, extenuados, con sus vestiduras rotas y los pies llagados por la larga marcha, llegarían a la frontera de Egipto. Sólo entonces cesó la opresión de su corazón, aunque para ser sustituida por la pena de entrar en un país que, tras haber perseguido a sus antepasados, se había convertido en sede de la impiedad y la idolatría. Allí se adoraba cualquier cosa: el sol, el cocodrilo, el buey... todo excepto al verdadero Dios.

Según ciertos relatos maravillosos, cuando atravesaron la frontera las estatuas de los ídolos cayeron de su pedestal y se rompieron en mil pedazos, leyenda que no tiene otro fundamento que una interpretación demasiado literal de un texto de Isaías: “Ved cómo Yahveh... llega a Egipto; ante él tiemblan todos los ídolo...” (18, l).

Franqueada la frontera, les quedaban todavía seis largas jornadas de marcha para alcanzar el corazón del país. Atravesaron las aguas del Nilo, recordando que en ellas habían abrevado los rebaños de Jacob y flotado el canastillo en que fue depositado Moisés. Pronto verían aparecer en el horizonte la silueta de las prodigiosas pirámides, especialmente la de Kheops, en cuya construcción habían trabajado cien mil esclavos durante treinta años.

Algunos pintores han representado a María con el niño en sus brazos durmiendo entre las garras de la Esfinge. Si tal escena llegó a producirse, cuando José, antes de acostarse él mismo a, los pies del monstruo de piedra envuelto en una manta, contemplase su imagen, pensaría que el enigma que pesaba sobre el mundo desde el paraíso terrestre tenía su respuesta en el niño que dormía sobre el seno de su madre.

La tradición dice que la Sagrada Familia pasó algún tiempo en Heliópolis, donde había una importante colonia de judíos emigrados y donde Ptolomeo Filométer había permitido la construcción de un templo que casi rivalizaba con el de Jerusalén en riqueza, esplendor y veneración. Esa misma tradición señala otros lugares en los que la Sagrada Familia vivió sucesivamente, lo que se explicaba por las dificultades de José para encontrar trabajo.

Cuando se es pobre y extranjero, no se conoce el idioma del país, no se tienen herramientas propias, y para colmo, no se pueden dar más que vagas explicaciones sobre los motivos de la expatriación, ¡cuántas miradas recelosas y sonrisas insolentes hay que soportar!

Se reproducirían las mismas escenas que en Belén. En busca de un empleo, por humilde que fuese, iría a llamar en todas las puertas, preguntando tímidamente dónde podría encontrar trabajo. Soportaría todas las decepciones con el mismo temple resignado: "No me importa pasar hambre —diría en su oración—, pero, Señor, no permitas que a mi esposa le falte el pan". Y, siguiendo vagas indicaciones, reanudaría su busca.

Con seguridad, conocería frecuentemente el paro forzoso, las prolongadas estancias junto al tajo o en las plazas públicas, donde los patronos contrataban obreros para duros trabajos mal retribuidos a los que no estaba acostumbrado. Si bien, al regresar a casa, por la tarde, la ternura de María y las sonrisas de Jesús, al tomarle en sus brazos, le proporcionaban un consuelo y un estímulo inefables.

Es muy posible también que María, para ayudar a su esposo, tuviera que ponerse a bordar y tejer con sus hábiles dedos. Y podemos imaginárnosla apresurándose por las calles para llevar su labor acabada o recoger alguna otra, como todavía lo hacen hoy las humildes costureras.

Precarias, igualmente, debieron ser sus moradas sucesivas a lo largo de sus diversos desplazamientos por aquellos lugares en que no había colonias judías para procurarles un refugio: chozas o cabañas de paja construidas tal vez por él mismo junto a un muro o una casa en ruinas.
Otras veces tendrían que contentarse con un abrigo provisional bajo los arcos o las bóvedas de un monumento; incluso podemos pensar que algunas noches tendrían que compartir las condiciones de los que hoy en día llamamos vagabundos.

En Egipto conocieron, con toda seguridad, la soledad, la miseria, con su cortejo de males de todas clases. Los tomarían por galileos aventureros que se habían trasladado a Egipto con la esperanza falaz de encontrar allí una vida más fácil, y se encogerían de hombros ante tal candor. En cuanto a ellos, se guardarían muy mucho de desvelar las verdaderas causas de su exilio, y, para extremar la prudencia, procurarían no pronunciar jamás el nombre de Belén.

Pero María y José no protestaban jamás de su suerte y su pobreza. ¿Acaso el mismo Jesús no les había dado ejemplo en el misterio de su nacimiento? Habían comprendido que había escogido voluntariamente venir a este mundo en un establo.

Para darse ánimo, les bastaba con pensar que la vida de privaciones que rodeaba al Niño era conforme con sus designios y aceptaban alegremente prolongar el misterio de Belén.