Capítulo 1- JOSÉ, PREFIGURADO EN EL ANTIGUO TESTAMENTO

Treinta  dias  con  el  silencioso jose

Capítulo I

JOSÉ, PREFIGURADO EN EL ANTIGUO TESTAMENTO

“¿Podríamos por ventura encontrar un hombre como éste, 
lleno del espíritu de Dios?”
(Gn 41, 38)


No hay que extrañarse de que los cristianos, generación tras generación, convencidos del papel excepcional desempeñado por José en el misterio de la Encarnación y sabedores por otra parte de que el Antiguo Testamento anuncia y profetiza el Nuevo, se hayan aplicado a la tarea de buscar, a través de la historia del pueblo elegido, hechos e imágenes capaces de anunciar y prefigurar al padre virginal de Jesús.

Algunos personajes semejantes a José, sobre todo por su misión o por sus virtudes, han llamado su atención. Hay quien ve en el patriarca Noé, que acogió en el arca la paloma portadora de una rama de olivo en el pico para anunciar el final del diluvio, una imagen de José, protector de María, mística paloma que trae la salvación al mundo alumbrando a Jesús.

Igualmente se ve en Eliezer, servidor de la familia de Isaac, encargado de vigilar a la prometida de su amo, una imagen del que tuvo a su cargo la custodia de la VirgenMadre.

También se piensa en José cuando se leen algunos textos relativos a Moisés, particularmente aquellos en que se dice que era el más dulce de los hombres y el confidente íntimo de los designios de Dios.

La figura de David evoca igualmente, a los ojos de muchos intérpretes, una imagen lejana de José: «Es, en verdad —escribe San Bernardo— el hijo de David, un hijo digno de su padre. Es el hijo de David con toda la fuerza del término, no tanto por la carne como por la fe, por la santidad, por la piedad. El Señor le quiso como otro David, capaz de guardar sus secretos...» (Homilía sobre “Missus est”).

Pero si se trata de ver en el Antiguo Testamento un anuncio profético de San José, ninguno mejor que el que nos ofrece el personaje del mismo nombre, hijo del patriarca Jacob. Los Papas Pío IX en el decreto que proclamaba a San José patrón de la Iglesia universal, y León XIII en su famosa encíclica de 5 de agosto de 1889, que se hacía eco de lo expresado por numerosos Padres de la Iglesia, y la misma Liturgia, así lo expresan claramente. No sólo tenían el mismo nombre, sino que también se parecían en sus virtudes y en su vida entretejida de pruebas y alegrías, de asombrosas coincidencias.

1 Nota del Editor: Recomendamos rezar, luego de la lectura de cada capítulo, la oración a San José compuesta por León XIII que hemos incluido en el Apéndice.



Uno y otro —dos hombres justos en toda la acepción de esta palabra— se entregaron por igual en cuerpo y alma a la misión que les había sido confiada, evitando que se les tributaran honores que sólo pertenecían a su Amo. Es sabido cómo los dos Josés, por una serie de circunstancias providenciales, fueron a Egipto: el primero, perseguido por sus hermanos y entregado, por una envidia feroz que prefiguraba la traición que se habría de cometer con Cristo; el segundo, huyendo del furor celoso de Herodes, para salvar a Aquel que debía ser puro trigo de los elegidos.

El José del Antiguo Testamento recibió de Dios el privilegio de interpretar los sueños, siendo advertido así de lo que le había de suceder. El nuevo José, a su vez, recibió por medio de sueños todos los mensajes del Señor.

Parece como si los sueños del primero, aunque verificados en su persona, no vieron su plena realización más que en la misión del segundo. He aquí lo que nos dice del primer José el libro del Génesis (37, 5-10): Tuvo también José un sueño que contó a sus hermanos... Díjoles: "Oíd, si queréis, este sueño que he tenido. Estábamos nosotros en el campo atando gavillas y vi que se levantaba mi gavilla y se tenía de pie, y las vuestras la rodeaban y se inclinaban ante la mía, adorándola..." 
Tuvo José otro sueño, que contó a también a sus hermanos, diciendo: "He visto que el sol, la luna y once estrellas me adoraban". Contó el sueño a su padre y a sus hermanos, y aquél le increpó, diciendo: “¿Qué es ese sueño que has soñado? ¿Acaso vamos a postrarnos en tierra ante ti, yo, tu madre y tus hermanos?”.

Estos sueños se cumplieron en la vida del primer patriota cuando su padre se trasladó a Egipto con toda su familia y se prosternó efectivamente ante José, convertido en virrey del país y padre nutricio de los pueblos de la tierra.

 Pero podemos pensar que su sueño prefiguraba el misterio que en Nazaret asombraría al mundo, cuando Jesús, el sol de justicia, y María, alabada por la liturgia como una luminosa luna blanca y bella, se sometieran a la autoridad del jefe de familia, y cuando también toda la asamblea de los sabios aclamase los méritos de quien se habla hecho servidor del Verbo encarnado.

El primer José obtuvo la confianza y el favor del Faraón: se convirtió en intendente de los graneros de Egipto, y cuando un hambre aterradora asoló la tierra, logró que allí reinara la abundancia y la prosperidad. El Faraón, asombrado por la sabiduría de su intendente, no tardó en dejar en sus manos el gobierno del reino, diciendo a quienes venían a verle: Id a José y haced lo que él os diga. 

De igual manera, el segundo José recibió el encargo de ganar el pan de la familia de Nazaret y, más tarde, recibirla por misión —escribe León XIII— «salvaguardar la religión cristiana, ser el defensor titulado de la Iglesia, que es en verdad la casa del Señor y el reinado de Dios sobre la tierra».

Cuando la Biblia nos dice que el Faraón se quitó su anillo y se lo puso en el dedo a José, le vistió con vestiduras de fino lino, le puso un collar de oro, y le hizo montar en su carro mientras los heraldos ordenaban a todos que se arrodillasen a su paso, ¿no anunciaba proféticamente el triunfo de nuestro glorioso San José? ¿Y no nos dice la Iglesia, como antaño el Faraón, que vayamos a José, que nos pongamos bajo su tutela y que tengamos confianza en su sabiduría y en su poder?

Otra virtud, común a ambos, completa el emocionante paralelismo: la castidad.
El primero rechazó las vergonzosas incitaciones de la mujer de Putifar, diciéndole: mi Amo y Señor ha puesto en mis manos todo lo que posee. Sólo me ha prohibido que te toque, porque eres su mujer. ¿Cómo iba a cometer tan grande villanía, pecando contra Dios? Enloquecida de despecho, la ignominiosa mujer acusó falsamente a José, que fue encarcelado, prefiriendo la prisión al pecado.

Más perfecta todavía fue la castidad del segundo José que no sólo se abstuvo de todo acto culpable, sino que sabiendo que Dios había puesto bajo su amparo y protección a la más pura de las criaturas, la esposa del Espíritu Santo, la consideró siempre como un don de Dios, la trató con soberano respeto y sintió por ella un amor purísimo y una religiosa veneración.

¿Hace falta continuar repasando la Biblia para buscar otras figuras representativas u otras imágenes simbólicas del esposo de María? Algunos han visto en el jardín de delicias del paraíso terrenal un símbolo de las entrañas de María, tierra fecunda donde germinó Jesús, árbol de la vida cuyo guardián fue José.

Se ha querido también comparar a José con el Arca de la Alianza, que Dios ordenó a Moisés recubrir de una lámina de oro puro (Ex 25 y 17): dos querubines igualmente de oro la remataban, uno frente al otro, con la mirada baja y las alas desplegadas, para adorar y proteger el llamado "propiciatorio", pues el Señor se mostraba propicio a las oraciones que se le dirigían. Pues bien, esos dos querubines son como un símbolo de María y José en la actitud de adoración que tuvieron en Belén junto a la cuna de Jesús, hostia de propiciación.

Ante el Arca de la Alianza, se extendía, según la orden dada por el Señor, un velo de fino lino de color .púrpura, escarlata y jacinto. Ese velo sustraía el Arca a las miradas profanas, y según una interpretación posterior, ese velo de honor y de respeto anunciaba el papel que tendría José para imponer, con su sola presencia, respeto hacia María, protegiendo el misterio de la Encarnación virginal.

Ni qué decir tiene que nadie pretende que estas semejanzas y simbolismos hayan sido formalmente queridos por el Espíritu Santo. Basta con pensar que se adaptan a la misión propia de José. No dudemos, pues, en saludar en él, haciendo uso del Antiguo Testamento, corno lo haremos a lo largo de esta obra, al guardián vigilante del nuevo Paraíso, al ángel protector y adorador del Verbo encarnado, al velo bajo el cual la Trinidad Beatísima realizó la obra más sublime y fecunda.