Capítulo V José, el justo

“José, como era justo... ”
(Mt 1, 19)


El panegírico de José, tal y como lo hace el Evangelio, es de un laconismo desconcertante para los oídos del hombre actual, tan aficionado a los superlativos, tan amante de las alabanzas ditirámbicas. Se limita a una sola palabra: era justo
Sin embargo, al nombrarle así, el Evangelio no se queda corto, ya que la palabra expresa una plenitud de santidad. La justicia a que se refiere no es sólo la virtud que consiste en dar a los demás lo que se les debe: es también ese conjunto de perfecciones que ponen al hombre en sintonía total con la ley de Dios, en perfecta adecuación con su voluntad.

La palabra justo, en el lenguaje bíblico, designa el compendio de todas las virtudes. El justo del Antiguo Testamento es el mismo que el Evangelio llama santo. justicia y santidad expresan la misma realidad. El retrato del justo bajo la Antigua Ley se esboza sobre todo en los Salmos con una variedad de rasgos cuyo conjunto representa el ideal de la rectitud moral tal y como Dios la quiere para los hombres. 

El justo es el que se abstiene del mal y hace el bien, el que tiene un corazón puro y es irreprochable en sus intenciones, el que en su conducta observa todo lo prescrito con relación a Dios, al prójimo y a uno mismo. El justo no hace nada sin preguntarse lo que Dios manda o prohíbe: le alaba, le enaltece y bendice su nombre, le merece una confianza sin límites, le presta una obediencia diligente. Conserva, además, su corazón limpio de orgullo, de ambición, de ansia de riquezas. Con su prójimo, practica la sinceridad, la rectitud y la lealtad; le horroriza la mentira, la duplicidad y el fraude. Se esfuerza por ser bueno, bienhechor, compasivo; por atender con amor a quienes necesitan consuelo y socorro. Ejercita, en una palabra, las obras de misericordia temporales y espirituales en toda su plenitud.

¡Bienaventurado —no cesan de proclamar los Salmos— quien obre así! Sobre él se posará la mirada de Dios. Se asemejará al árbol plantado junto a un río, cuyas hojas siempre están verdes y da a su tiempo magníficos frutos. No estará por eso al abrigo de cualquier prueba, pero todo lo que padezca se convertirá, por voluntad divina, en progreso espiritual. Recibirá ciento por uno a la hora de la verdad.

En la vida de José se verificó al pie de la letra el programa de perfección contenido en esta descripción. Fue justo en todas las acepciones del término. No hay que llamarse a engaño ante la, falta de relieve de su vida. Si, tal como nos cuenta el Evangelio, nada a los ojos del mundo lo hizo protagonista, interiormente poseía una extraordinaria grandeza, un esplendor moral auténtico, que es lo que cuenta ante Dios.

A este justo se le podía aplicar a la letra lo que Jesús dijo en su oración al Padre: Yo te bendigo, porque has ocultado estas cosas a los sabios y los prudentes y se las has revelado a los humildes (Mt 10, 25; Lc 11, 21).

Moldeados por la gracia divina, su corazón era puro y su voluntad fuerte. Tenía un alma profunda y fiel, recta y sencilla, desconocedora de su valía. Era justo, en primer lugar, respecto a Dios, cuidadoso de agradarle en todo y no desagradarle en nada. Su ocupación constante consistía en escrutar la Ley de Dios para conformar con ella su vida, pensamientos, deseos, palabras y actos. A veces interrumpiría su trabajo para dar reposo a sus brazos, se sentaría en un taburete y releería los salmos de su tatarabuelo, el rey David. 

Terminaría sabiéndoselos de memoria y así, al tomar de nuevo la garlopa o la sierra, cantaría versículos que subirían a Dios como humo de incienso:

“He escondido en mi corazón tu oráculo
para no pecar contra ti...” (Sal 118, 11).

“¡Qué dulces son a mi paladar tus oráculos,
más que la miel para mi boca!” (Sal 118, 103).

“Como el ciervo suspira por la fuente de las aguas,
así mi alma suspira por ti, mi Dios.

Mi alma tiene sed de Yahveh, Dios Vivo” (sal 41, 2-3).
“Porque tú, Señor, eres mi esperanza,
mi confianza desde mi juventud...
Tú eres mi refugio...

Llénese mi boca de tus alabanzas,
de tu gloria continuamente” (Sal 70, 5-8).

José era igualmente justo con los hombres. Vivía alejado de todo orgullo que, en los ambientes orientales, es causa de disputas o de pleitos incesantes. Era cosa sabida en Nazaret que no era parlanchín, que odiaba la maledicencia, el comadreo. Eso no quiere decir que no hablara con nadie.

 La puerta de su taller siempre estaba abierta y los que pasaban por la calle solían entrar para verle trabajar y entablar diálogo con él. Pero sus visitantes quedaban siempre conmovidos por su sentido común, por el acierto de sus apreciaciones y la indulgencia que emanaba de sus juicios. Se sentían mejores después de haberle oído.

José era justo con todos. Reputado por su conciencia profesional, los que recurrían a él quedaban siempre satisfechos. No dudaba en madrugar y prolongar su jornada hasta la noche para acabar un encargo urgente. Nunca se excedía en el precio, lo que no era óbice para que —como suele ocurrir en Oriente— hubiera quien regatease y protestase. Algunos abusaban de su bondad, pues sabían que le repugnaban las reclamaciones y los deudores recalcitrantes.

José era del temple de esos justos que, como Simeón y la profetisa Ana, esperaban la redención de Israel y el cumplimiento de las antiguas promesas. Deseaban con toda su alma la venida y la manifestación del Mesías, y creían que "la plenitud de los tiempos", de la que tan a menudo hablaban las Escrituras, estaba cerca. Habían calculado que las setenta semanas de años, cuyo desarrollo había desvelado a Daniel el ángel Gabriel, ya habían pasado, y que los días del Enviado de Dios eran inminentes.

Para los que permanecían atentos a las realidades religiosas, existía como un presentimiento confuso de que un mundo nuevo estaba a punto de surgir, que se aproximaba una “edad de oro”. Historiadores paganos como Tácito y Suetonio se sintieron obligados a consignarlo en sus obras.

En José, esa espera era especialmente ardiente y hacía palpitar su corazón con inmensa alegría. Mientras otros se agitaban inútilmente con la misteriosa revelación y se entregaban a una efervescencia político-religiosa, él pensaba que lo más urgente era rezar. 

Su corazón ferviente imploraba al Señor constantemente que sonase por fin la hora en que Dios había de enviar a Aquel que traería a la tierra la luz y la salvación. No sospechaba, por supuesto, que sus deseos iban a verse colmados, que Dios había dirigido sobre él, pobre carpintero de una humilde aldea galilea, sus miradas misericordiosas, y que todas las generaciones futuras le llamarían Bienaventurado.

 No sabía que habría de ser el último patriarca, que cerraría el inmenso cortejo en ruta hacia el Mesías, y que, más privilegiado que sus antecesores, tendría la dicha de llevar en sus brazos a Aquel que tantos profetas y reyes habían deseado ver con sus ojos y oír con sus oídos. Aquel a quien su antepasado David habla saludado y cantado tantas veces con el salterio:

Apresúrate, y sálgannos al encuentro tus misericordias, que estábamos abatidos sobremanera, Socórrenos, oh Dios, Salvador nuestro, por la gloria de tu nombre, líbranos y perdónanos nuestros pecados…” (Sal 78, 8-9).

“Despierta tu poder, ven y sálvanos...
Haz resplandecer tu faz sobre nosotros
y seremos salvos” (Sal 79, 3 y 20).

Nunca pudo imaginar José que iba a ser considerado indispensable para el misterio de la Encarnación y que contribuiría a realizar el gran designio divino de cambiar la angustia humana en transportes de alegría.

Por todo eso, Dios le había querido justo; solo faltaba que él estuviera a la altura de su misión. 
Dice la teología que siempre que Dios confía una misión a un hombre, le da las gracias necesarias para que la realice.
 Dios había llenado a José de justicia, de sabiduría y santidad, pues le había predestinado para ser esposo de María, la Madre del Verbo encarnado, y padre virginal de Jesús.