Cap. IV JOSÉ, EL CARPINTERO

“¿De dónde te vienen a éste tal sabiduría y tales poderes?
¿No es éste el hijo del carpintero?”
(Mt 13, 55).



Los evangelistas San Mateo y San Marcos, para designar el oficio de José utilizan un término cuyo sentido general es el de artesano obrero. Si nos atuviéramos sólo al significado de esta palabra, podría creerse que José era herrero, ebanista, albañil, alfarero, tintorero...

Que ejercía, en fin, uno u otro de los múltiples oficios a que en aquella época se dedicaban los artesanos. Sin embargo, las más antiguas tradiciones son casi unánimes, tanto entre los Padres de la Iglesia como entre los evangelistas apócrifos: José era "faber lignarus", es decir, obrero de la madera, o dicho de otra forma, ebanista, carpintero. Verdad es que San Hilario, San Beda el Venerable y San Pedro Crisólogo dicen que fue herrero, y San Ambrosio y Teófilo de Antioquía nos lo representan cortando árboles y construyendo casas, pero esas diversas afirmaciones no tienen nada de contradictorio.

A un humilde artesano de pueblo le habría sido imposible especializarse, pues no habría tenido suficiente trabajo; se dedicaba, pues, a realizar tareas diversas, entre las cuales las de carpintería y ebanistería parecen haber sido las principales. Tal oficio le obligaba a ser al tiempo un poco leñador, herrero y albañil.

Algunos autores dicen que les cuesta admitir que ejerciera tales oficios, pues «exigían un ambiente de ruido y una fuerza corporal que no están en armonía con los hábitos de calma y de oración de la Sagrada Familia» (Card. Lépicier). En realidad, son más bien estas ideas las que resultan extrañas y ofensivas: creer que el Hombre-Dios, que vino a este mundo para compartir la condición humana, se iba a preocupar de escoger una profesión en que nada hiriera sus delicados tímpanos o la delicadeza de sus manos, es francamente ridículo.

Es la misma incomprensión que empuja a ciertos autores a querer elevar el nivel social de José. Según ellos, habría sido una especie de contratista de obras o de arquitecto, con obreros a sus órdenes... Es decir, una especie de notable de Nazaret. A eso se le llama, simplemente, avergonzarse de la humildad del Evangelio.

No dudemos, pues, en afirmar —en la medida que es posible saberlo— que era un pequeño y oscuro artesano de pueblo que se ganaba penosamente la vida, y que esta oscuridad aparente estaba de completo acuerdo con el espíritu del Misterio de la Encarnación, en el que José iba a verse implicado.

En el siglo II, hacia el año 160, el filósofo San Justino, mártir, escribía: «Jesús pasaba por ser hijo del carpintero José y era él mismo carpintero, pues mientras permaneció entre los hombres, fabricó piezas de carpintería como arados y yugos». San Justino había nacido en Samaria, concretamente en Naplusa, la antigua Siquem; asi pues, había podido recoger testimonios procedentes de la vecina Galilea. Ahora bien, los arados de aquella época, como los actuales, llevaban una reja de hierro que el carpintero se encargaba de forjar personalmente, lo que le obligaba a completar su oficio con el de herrero.

En cualquier caso, es curioso constatar que todavía hoy la fabricación de arados es, con la de hoces y cuchillos, una especialidad de Nazaret. El oficio de José no ha cesado, pues, de constituir una tradición en donde él mismo lo ejerció.

San Cirilo de Jerusalén dice, por su parte, que en sus tiempos todavía se mostraba (vivió en el siglo IV) una pieza de madera en forma de teja, labrada, según se decía, por José y por Jesús.

Uno se siente inclinado a responder afirmativamente a la pregunta que se hace Maurice Brillant en su obra sobre El pueblo de la Virgen: «Podría decirse —por emplear un término familiar, pero expresivo— que José en su taller multiforme hacía toda clase de chapuces... ». Trabajaba a la vez el hierro, la madera y el barro. Era el artesano del pueblo al que se recurría cuando había que colocar una puerta, levantar un muro desplomado, reemplazar un armazón podrido, fabricar un mueble o reparar un útil de trabajo. No sólo confeccionaba todas las piezas de madera que entraban en la construcción de las casas de adobe, sino también ruedas para carros, escardillos, rastrillos, cunas, ataúdes, útiles de cocina, taburetes, toneles, y esos baúles o arcones que, en aquélla época, sustituían a los armarios para guardar la ropa, los vestidos y los víveres. En ocasiones es posible que también hiciera piezas finas de marquetería.

Los habitantes de Nazaret solicitarían con frecuencia sus servicios; cuando una puerta no cerraba, cuando se rompía la pata de una banqueta, cuando una repisa estaba carcomida, cuando unos recién casados querían poner su casa, se repetía lo que el Faraón decía refiriéndose a su primer ministro: "Id a ver a José".

Su taller, como solía ocurrir en Oriente, estaría situado cerca de su casa, quizá adosado a ella. Como en las tiendas de nuestros pueblos, la puerta estaría siempre abierta y se vería repleto de carros y arados por reparar, de troncos de árboles todavía no aserrados y de vigas y tablones de cedro y de sicómoro apoyados en la fachada. Al fondo, las herramientas colgadas del muro. La Biblia menciona entre ellas el hacha y la sierra, el martillo y el rascador, el compás y el cordel; habría que añadir a esta lista el mazo y el berbiquí, el cepillo y la garlopa.

Es absurdo pensar que José no fuese un buen artesano, reputado tanto por su destreza y habilidad como por su honestidad y rectitud. Se sabía en Nazaret, y sin duda en toda la comarca, que al dirigirse a él se estaba seguro de pagar un precio justo y recibir una obra bien hecha. Amaba su oficio y lo conocía a fondo. Lo había estudiado y lo había ejercido con la misma meticulosidad con que escrutaba la Ley de Dios. 

Sabía que ante el Señor el trabajo no es solo una exigencia, sino también un motivo de orgullo, algo noble y redentor; que lejos de considerarlo una esclavitud, hay que verlo como una forma de oración, como un medio de encontrar a Dios y, a la vez, ganarse el pan y la salvación. Por eso, transformar un tronco de árbol en planchas, en útiles o en muebles, era un gozo para él. Le gustaba, el entrar por la mañana en el taller, sentir el olor a madera fresca recién cepillada, ver cómo el sol, entrando por la puerta abierta, hacía brillar el metal de sus herramientas. Se preparaba para su tarea como para una ceremonia religiosa.

Cuando se ataba a la cintura su delantal de cuero, lo hacía con la gravedad del sacerdote al ponerse la casulla, y cuando se inclinaba sobre su banco de carpintero, llenaba de ilusión y de cariño cada gesto, experimentando un gozo inexpresable en ejecutar los encargos de su clientela.

No se envanecía de nada, pero se sentía feliz satisfaciendo a sus clientes. Les preguntaba qué tal iba el arado que les había hecho, si aguantaba bien el armazón del techo, y el contento que manifestaban se convertía en suyo. Se pueden aplicar perfectamente a José —como se ha hecho muchas veces— las frases de Péguy en las que dice que en aquella época el trabajo se consideraba como «un increíble honor» y que se hacía una silla de enea «con el mismo espíritu, el mismo amor y las mismas manos que se alzaron las catedrales». José fabricaba los yugos y los arados como si se tratara de hacer un tabernáculo, pues sabía que toda obra realizada por amor es agradable a Dios.

No protestaba por los callos de sus manos, más duros cada día, por el sudor que perlaba su frente y secaba con el dorso de su mano, antes bien cantaba mientras trabajaba en su taller. Cantaba al ritmo de su mazo y repetía los versículos del salmo 150 que su tatarabuelo David había compuesto:
“¡Alabad al Señor con arpas y cítaras!
¡Alabadle con tambores y danzas!
¡Alabadle con, instrumentos de cuerda y con flautas!
¡Alabadle con platillos sonoros!
¡Alabadle con platillos resonantes!”
El címbalo que José tañía era su hacha, su flauta una regla, su tímpano una galopa, su salterio una sierra, su cítara un martillo, Mientras los utilizaba, su corazón permanecía unido a Dios y su alma se elevaba hacia él.

El demonio jamás franqueaba la puerta de su taller. Se sentía confundido y desarmado frente a este hombre humilde. Por listo que fuese, no era capaz de comprender el misterio de quien le parecía a la vez indefenso e inexpugnable. No sabía por donde atacarle, por donde tentarle. 
Para tener éxito con un alma, necesita encontrar en ella un mínimo de rebelión, un esbozo del non serviam! Pero este misterioso carpintero parecía tan feliz aserrando troncos de árboles y dando forma a las ruedas de las carretas, que Satanás odiaba hasta el ruido de su martillo y de su sierra, que, a sus oídos, sonaba como una música religiosa. El espectáculo de aquel hombre justo era una tortura para él.