Esta disposición providencial era precisa para probar la fe de san José. En una revelación precedente, el ángel le había dicho: “Le impondrán por nombre Jesús, que significa Salvador, al hijo que la Virgen ha concebido, porque debe salvar a su pueblo de sus pecados. Ahora bien, después de haber anunciado que Jesús salvaría a su pueblo, el ángel le ordenó entonces huir a Egipto para sustraer al Niño al furor de Herodes. Si es Salvador, ¿Por qué no se salvaría a sí mismo? ¿Y si está en capacidad de proteger su vida, qué razón tiene para huir?
Ese misterio recordaba la tentación de Abrahán. Dios había prometido a Abrahán que de su hijo Isaac nacería el Mesías, y que serían benditos todos los pueblos. Luego, en una aparición posterior, le mandó sacrificar ese mismo hijo. De la misma manera, José glorifica a Dios mediante la confianza que tuvo en Él, a pesar de las dudas que asaltaban su espíritu. Al no objetar nada del precepto que el ángel le comunicaba por parte de dios, mostró la perfección de su fe y la delicadeza de su obediencia.
Jesucristo, nuestro redentor, habría podido enviar la orden a José de huir al Oriente, a los Estados de los reyes Magos, para pasar su infancia en condiciones más llevaderas que en Egipto. Con toda seguridad esos santos reyes, que habían ido a un país extranjero para rendir pleito de homenaje al recién nacido, designado por la estrella, y reconocerlo como Dios, no habrían dejado de adorarlo y colmarlo de honores, si se hubiese requerido su hospitalidad. Pero el hijo de Dios, vino a este mundo para condenar, mediante su ejemplo, la molicie y sensualidad, eligió un lugar de retiro para que mediante una incomodidad voluntaria, nos enseñara a despreciar las comodidades.
“José, levántate, huye a Egipto, y permanece allí hasta que recibas otra orden”. El ángel no indica cuál será la duración de la estancia en Egipto, porque Dios quiere que cualquiera este enteramente entregado a su voluntad, incluso estar dispuesto a sufrir el tiempo que a Él le plazca. Esta disposición es favorecida por el alma fiel, porque aun en los casos que sus sufrimientos debieran ser cortos, tendría el mérito de aceptar los más prolongados, en el caso de que se los hubiera destinado las Providencia
No está en los hombres conocer el tiempo y los momentos que el Padre se ha reservado. Que le baste saber, como consuelo, que están en manos del mejor de los padres.
Abrahán se levantó de noche para obedecer las órdenes de Dios, y José hizo lo mismo, porque ambos estaban ciegamente sometidos. Abrahán no dio a conocer a Sara lo que iba a hacer, para que el amor maternal no pusiese obstáculos a su obediencia. José, por el contrario, se dirigió a María, sabiendo que el dolor que sentiría por este viaje, por ella y por su hijo, no disminuiría su perfecto abandono a la voluntad de Dios.
Menos humilde, la Virgen habría podido concebir alguna desavenencia respecto de lo que el ángel decía a José más que a la Madre de Dios. Pero ¿cómo habría en su alma otra cosa que no fuera una perfecta e inmediata adhesión a todo lo que había sido ordenado por el señor? Por otro lado, ya que José había recibido el encargo de gobernar a la Sagrada familia, ¿no era a él, primeramente, a quien la Providencia debía manifestar sus designios?
Bastó a la Virgen, para obedecer al punto, saber que esa era la voluntad de Dios y, sin detenerse a considerar las inconveniencias del viaje y las dificultades que les esperaban, consoló a su esposo y se dispuso a partir con él, dándonos así el más perfecto ejemplo de sumisión ciega y pronta. En su empeño de obedecer a Dios y en su confianza en su Providencia, no se inquietaron ni de sus pobres pertenencias, ni de sus parientes, ni de sus amigos, absortos en la preocupación de conservar el divino tesoro, que encerraba todas las riquezas del cielo,
Los musulmanes, al igual que los cristianos griegos y latinos, tienen gran veneración por una gruta situada cerca de Belén, sobre la ruta de Hebrón, donde se dice que la Santísima Virgen se ocultó con su Hijo mientras san José iba a buscar en la ciudad las proviciones para ganar la tierra de exilio. Según muchos autores nuestros santos viajeros pasaron por Hebrón, donde vivía el sacerdote Zacarías; le explicaron el motivo de su huida, y le recomendaron proteger a Juan Bautista contra el furor de Herodes. Sin duda esos dos niños, que un misterioso efluvio de gracia los había puesto ya en relación mutua, cuando estaban en el seno de sus madres, se dieron entonces un tierno abrazo, mediante el cual Jesús comunicó a Juan la fuerza para vivir en el desierto desde tierna edad y ser admirado, por ello, en el cielo y en la tierra! ¡Oh admirable precursor, eres verdaderamente el privilegiado de Dios! Quiere Dios ordenar la partida de su Hijo para Egipto, y se contenta con diputar a un ángel. Y para pedirte que vayas al desierto, te envía a su propio Hijo, en compañía de su santísima Madre y de San José.
No dejemos de acompañar piadosamente a la Sagrada Familia durante tan largo y penoso viaje. Consideremos cuántas noches pasaron insomnes María y José, y a menudo sin abrigo. ¡Cuántas veces, atravesando un desierto árido fueron probados por el hambre y la sed, y se encontraron expuestos a los ataques de ladrones y fieras! ¡Cuántos sudores derramados en las marchas prolongadas! Compadezcamos los sufrimientos del tierno Niño, tan tempranamente expulsado de su patria, y no teniendo más cuna para descansar en la soledad que los brazos de la Virgen, o cuando, éstos caían, los de san José.
Pedro de Natabilus relata que la Sagrada Familia fue asaltada por un bandido, pero a la vista de los rasgos celestes del Niño y de la Santísima Virgen, su crueldad se cambió en ternura, su ferocidad en compasión, y que en lugar de despojarlos, los condujo a su gruta, donde les dio los subsidios necesarios para proseguir su ruta.
Ahí María lavó los pañales de su Hijo, y la mujer del bandido se sirvió del agua, así santificada, para hacer lociones a su propio hijo enfermo de lepra, quien se vio curado de inmediato. Llegado a la edad adulta, vivió como su padre del robo, hasta que prendido por los romanos fue crucificado al costado derecho de Cristo, bajo el nombre de Dimas, o buen ladrón.
Otro hecho maravilloso es relatado como producido en el momento en que la Sagrada Familia llegaba a Heliópolis. A la entrada de la ciudad había un gran árbol, llamado Perseo, que por instigación del demonio estaba reservado como morada a una divinidad. Ahora bien, cuando la Santísima Virgen, con su Hijo en los brazos se aproximó al árbol, de donde huyó el demonio, inclinó sus ramas hasta la tierra en signo de homenaje a su Creador. Pero un acontecimiento de un alcance más general señaló la entrada del verdadero Dios hecho hombre en la tierra de los Faraones. Isaías había predicho “que el Señor iría a Egipto y que los ídolos serían arrancados delante de él”.
Numerosos autores, tanto los sagrados como los historiadores profanos, afirman que ese prodigio tuvo lugar con la llegada de la Sagrada Familia, como signo de la ruina de la idolatría, que debía conducir la predicación del Evangelio. San Atanasio dice a este propósito ¿Quién entre los justos o los reyes ha derribado los ídolos de Egipto? Abrahán vino, pero la idolatría subsistió. Moisés nació, sin embargo los egipcios perseveraron en sus supersticiones. Fue necesario que Dios descendiese corporalmente para destruir en Egipto el culto a los ídolos.
Se cuenta a este propósito que la Virgen, el Niño Jesús y san José, atravesando la ciudad de Hermópolis, penetraron en su famoso templo, que desde Abulema, contenía tantos ídolos que en ciertos días del año se derrumbaban cuando uno se acercaba a ellos. La presencia del verbo hecho carne bastó para arrojar los demonios a tierra y ponerlos en fuga. Paladio hace, igualmente, mención de este templo, quien lo visitó personalmente con sus compañeros, por causa de este hecho maravilloso, cuyo recuerdo había guardado una tradición constante.
La permanencia de la Sagrada Familia en Egipto, relata el Evangelista, duró hasta la muerte de Herodes, pero no dice en que ciudad vivió ni a qué ocupaciones se dedicó, ni cuánto tiempo permaneció en el exilio.
Algunos autores piensan que José fijó su morada en una aldea que se encuentra a cuatro leguas de Heliópolis y a tres leguas del Cairo. El hombre de Dios considerando que Cristo no había querido nacer en la gran ciudad de Jerusalén, sino en la modesta villa de Belén, pensó, sin duda, que el Rey de los humildes preferiría fijar su domicilio en un centro de población de importancia secundaria, más que en el Cairo tumultuoso o en la opulenta Heliópolis, la “ciudad del sol”.
El verdadero sol de justicia no había venido a este mundo para buscar sus esplendores. Según la opinión más probable, el Niño Jesús vivió siete años en Egipto, nutriéndose pobremente de lo que ganaba José por sus trabajos de carpintero, ayudado por la Santísima Virgen. Lo que más le hizo sufrir no fueron ni las privaciones ni las incomodidades del exilio. Fue ver a Dios diariamente ofendido por ese pueblo bárbaro, entregado totalmente a la idolatría. La Santísima Virgen y san José rezaban al Niño Jesús por esos desventurados, y él, como hombre presentaba sus oraciones a su Padre.
¿Los ejemplos de supereminente santidad y de perfección que esos idólatras tuvieron bajos sus ojos, durante muchos años en las persona de los tres augustos proscritos no les inspirarían admiración y respeto o tocaría los corazones de algunos para conducirlos a la fe?
Oración
Oh vigilantísimo guardián del Hijo de Dios hecho hombre, mi tierno padre san José, ¡cuánto no habrás sufrido viendo las penas del Hijo del Altísimo y cuántas fatigas no te impusiste para proveerle la subsistencia, sobre todo durante tu huida a Egipto! ¡Pero, contrariamente, qué dicha para ti tener siempre a tu lado al Hijo de Dios y ver derrumbarse a su llegada los ídolos de Egipto!
Por este dolor y esta dicha obtén para nosotros la gracia de tener siempre a distancia al tirano infernal, y sobre todo, por una pronta huida de las ocasiones peligrosas, ver hacer de nuestros corazones a todos los ídolos de los afectos terrestres. Enteramente consagrados al amor y al servicio de Jesús y de María, tratemos de no vivir sino para ellos y ofrecerles con alegría nuestro último suspiro. Ave María