Meditación Día 5-Humildad de San José.

Hombre de fe.
Aún más que Abraham, a ti, san José, te tocó creer en lo que es humanamente impensable: la maternidad de una virgen, la encarnación del Hijo de Dios.

Fortalece, oh san José, a quien se desanima y abre los corazones para confiar en la Providencia de Dios


ORACIÓN A SAN JOSÉ

San José, casto esposo de la Virgen María intercede para obtenerme el don de la pureza.

Tú que, a pesar de tus inseguridades personales supiste aceptar dócilmente el Plan de Dios tan pronto supiste de él, ayúdame a tener esa misma actitud para responder siempre y en todo lugar, a lo que el Señor me pida.

Varón prudente que no te apegas a las seguridades humanas sino que siempre estuviste abierto a responder a lo inesperado obténme el auxilio del Divino Espíritu para que viva yo también en prudente desasimiento de las seguridades terrenales.

Modelo de celo, de trabajo constante, de fidelidad silenciosa, de paternal solicitud, obténme esas bendiciones, para que pueda crecer cada día más en ellas y así asemejarme día a día al modelo de la plena humanidad: EL SEÑOR JESÚS.

MEDITACION

Dios da su gracia a los humildes


Sant. IV, 6.

Todos los santos, animados por el espíritu de Jesucristo, consideraron la humildad como base y fundamento de la perfección.


San Bernardo la considera como la piedra angular sobre la que reposa todo el edificio espiritual, la perfección de la doctrina y de las virtudes que nos enseñó el divino Salvador, o como una torre inexpugnable, donde el alma cristiana está a cubierto de los asaltos del enemigo.

San Ambrosio hace el elogio más admirable de la humildad, en pocas palabras: «Es el asilo donde se refugia la gracia, el manto con que se cubre; es algo así como un principio, una señal en cierto modo, un gustar de la gloria de los bienaventurados; es el trono donde se asienta la sabiduría y donde le agrada permanecer». Y más aún; la apellida la fuente, la soberana, la más excelente de todas las virtudes: omnium virtutum caput.

Ninguna virtud os hace más agradables a Dios, y ninguna os obtiene gracias más numerosas. Entre todos los favores que Dios dispensó a San José, fue ciertamente el más precioso el de su profunda humildad: de esta, como de la fuente más fecunda, brotaron en su alma infinidad de otras gracias. En efecto, porque José se abajó, humilló y anonadó a sus propios ojos, el Verbo Eterno lo eligió para su su padre adoptivo y su custodio, y le dio por esposa a María, la más humilde de todas las criaturas.
La humildad de San José resplandecía en todos los actos de su vida. Aunque descendía en línea directa de los antiguos Patriarcas y de la familia real de David, no se jactó jamás de la nobleza de su cuna. Aceptó sin murmurar y sin sentir pena, la privación de la autoridad y de la gloria de sus antepasados, y el verse reducido a la condición de humilde artesano. Su vida fue pobre, oscura y laboriosa, un verdadero tejido de sufrimientos y humillaciones; sus manos, destinadas al cetro, estuvieron constantemente dedicadas a trabajos penosos y duros.

Perfectamente sumiso a los designios de la Providencia, amó la oscuridad de su condición, en la que, sin que nadie lo advirtiera, pudo practicar una virtud tan amada de su corazón. Y aun cuando corriera por sus venas la sangre de veinte reyes, no habría cambiado los instrumentos de su arte por los atributos de la grandeza y de la gloria.

José consintió, es verdad, en ser el esposo de María; pero —dice San Francisco de Sales— lo hizo únicamente por ocultar bajo el sagrado velo del matrimonio y sustraer a las miradas de los hombres la virginidad que había resuelto firmemente guardar por toda su vida.

Desposándose con esa Virgen purísima, cuya gloria era toda interior, no sospechaba José el altísimo honor a que estaba destinado; pero apenas supo que María era la Virgen anunciada por los Profetas, que debía dar a luz al Mesías prometido desde el principio del mundo, penetrado de los sentimientos de la más profunda humildad a la vista de tan portentoso misterio, juzgándose indigno de habitar con la Madre de Dios, quiso —dice San Bernardo— alejarse de Ella, diciendo en sus adentros lo que San Pedro diría más tarde a Jesús: «¡Señor, aléjate de mí, que soy un pecador! “Exi a me, Domine, quia homo peccator sum”. O bien, como el centurión: «No soy digno de que entréis en mi casa». No os maravilléis —continúa San Bernardo— de que José se crea indigno de permanecer con la Virgen Madre del Verbo divino, si Isabel sintió tanta reverencia y maravilla al ver que María se llegaba a visitarla: “Unde hoc mihi, ut veniat Mater Domini mei ad me?”

Pero escuchemos a María, quien reveló a Santa Brígida los sentimientos de su casto esposo: «José, a quien el Altísimo había destinado a ser mi protector, cuando conoció el misterio que se había obrado en mí por obra del Espíritu Santo, quedó muy maravillado; nunca sospechó de mi virtud. Lleno de fe en los Profetas que habían anunciado que el Hijo de Dios nacería de una Virgen, se creyó indigno de servir a tal Madre» (Libr. VII, rev. 25).

San Jerónimo y varios otros autores opinan del mismo modo, respecto de las disposiciones de San José en la ocasión a que nos referimos. No es esta, interpretación mía, sino de los Santos Padres. Accipe et in hoc non meam, sed Patrum sententiam.

En la escuela de Jesús y de María, San José aprendió la humildad; y esta crecía día a día, a la vista de los ejemplos admirables que tenía ante sus ojos. ¿Quién podrá expresar la saludable impresión que hacía en su alma el heroico silencio de María, quien, antes que revelar el misterio glorioso de la maternidad divina, no titubeó en exponer su propia reputación, y dejar que José pensara que no había sido fiel a su voto?… Y día a día veía él a la augusta Madre de Dios, a la Esposa del Espíritu Santo, servirlo y obedecerlo en todo.

Y ¿qué diremos de los sentimientos de nuestro Santo Patriarca, cuando contempló las humillaciones del Verbo encarnado?.. . El, que había oído al anciano Simeón cantar, mientras tenía a Jesús en sus brazos, aquel sublime cántico de gratitud, con el que rogaba a Dios lo libertara de las ataduras que retenían a su alma prisionera en su cuerpo mortal, pues que había contemplado con sus propios ojos «la luz de la casa de Israel». ¿Y cuál no sería la maravilla de José al ver al divino Infante obedeciéndole en todo, trabajando con él por espacio de treinta años, aprendiendo a ser dulce y humilde de corazón?. . . Discite a me quia mitis sum et humilis corde!

Si el santo Precursor se llenó de admiración cuando vio al Verbo divino confundido entre los pecadores, pidiéndole el bautismo, podemos estar certísimos de que San José vivió en un éxtasis continuo contemplando a la Divina Majestad anonadada, al Creador del universo hecho Niño, y ocupado durante muchos años en un oficio despreciable a los ojos de los hombres. ¿Cómo habría podido resistir a tan altísimo ejemplo? ¿Cómo habría podido concebir el menor sentimiento de orgullo o de vana complacencia de sí mismo?. . . Profundamente compenetrado de su indignidad y de su nada, no trataba sino de humillarse más y más; toda su felicidad y su gloria consistían en imitar en todo el anonadamiento del Verbo.

Los ejemplos del Salvador daban a José luces extraordinarias acerca de la grandeza de Dios y de la nada de la criatura, y le revelaban, respecto de la humildad, cosas que jamás habría podido saber. Le enseñaron prácticamente que si la Majestad Divina no pudo ser honrada dignamente sino por la humillación de un Dios hecho Hombre, todos nuestros homenajes son nada delante de Él, y por sí mismos no pueden ser jamás aceptos a su divino beneplácito. Por lo tanto, José no pensó ni por un momento en glorificar a Dios por sí mismo, pues tuvo siempre un conocimiento íntimo y cabal de su impotencia, sino que lo glorificó por medio de Jesús: «Señor, yo soy una nada ante Vostamquam nihilum ante Te»; pero mirad a vuestro Hijo divino reducido a tanto anonadamiento para reconocer vuestra soberanía. El no desdeña humillarse obedeciéndome a mí y sirviéndome a mí, miserable; antes bien, se abajaría más, si posible fuera. ¡Ay de mí! ¿Qué puedo hacer yo, Señor, sino unir la nada de mi naturaleza a su anonadamiento voluntario, y suplicaros aceptéis mis homenajes en los de vuestro Hijo divino.

Jesús nos dice cada día, con sus divinos ejemplos y con su doctrina, lo mismo que le decía a José: «Aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón».

Le vemos en la adorable Eucaristía mil veces más anonadado que en Belén y en Nazaret, ¡y somos poco menos que insensibles a estas tan conmovedoras lecciones que nos da vuestro amor! Haced que de ahora en adelante seamos fieles en practicar una virtud que Vos tanto amáis; haced que conozcamos por qué y la obligación que tenemos de amarla en el tiempo y modo que es necesario; haced que, como San José, aprendamos que la humildad, de lo íntimo del corazón debe manifestarse al exterior, según las ocasiones y con toda naturalidad.

¡Oh almas interiores! Pedid incesantemente a Dios su luz, para conocer mejor la naturaleza y esencia de esta sublime virtud, y por sobre todo pedidle que os obtenga de practicarla ge-nerosamente, a pesar de las repugnancias de la naturaleza y de las exigencias del amor propio. Sentimos que nuestra naturaleza se rebela al sólo pensar en las humillaciones y desprecios; ocultamos cuidadosamente todo lo que pueda disminuirnos a los ojos de nuestro prójimo, y nos lo disimulamos ante nosotros mismos. Comencemos, pues, por detestar nuestra soberbia, y pidamos a Dios que nos dé la fuerza para combatir valerosamente.

A imitación de San José, entremos con frecuencia en el Corazón de Jesús. Estudiemos sus sentimientos: nada descubriremos que no nos lleve a la humildad, que no nos la haga amable y no nos facilite su ejercicio. Que la humildad de ese Corazón adorable sea el principal objeto de nuestra devoción y nuestro modelo.
Cuando así lo hiciéremos, el divino Salvador, que tanto gusta de estar con las almas humildes, nos colmará de sus gracias y conversará familiarmente con nosotros, como lo hacía con María y con José. Por lo mismo que Dios se anonadó, sólo se comunica con los que son pequeños.

MAXIMAS DE VIDA INTERIOR

Hacer el bien y estimarse en poco, es señal de humildad (Imitación de Cristo).

El alma verdaderamente humilde debe contentarse con que se conozca su humillación, pero no su humildad (San Bernardo).

La sencillez es la perfección de la humildad; el alma sencilla se olvida enteramente de sí misma, para ocuparse únicamente en Dios.

AFECTOS


¡Oh glorioso San José, cuáles serían los sentimientos de vuestro humildísimo corazón, cuando veíais a la Madre de Dios y a su Hijo divino sumisos a vuestras órdenes! ¡Qué lejos estoy de vuestros santos ejemplos!… Vos no tratáis más que de ocultar a los ojos de los hombres los dones celestiales de que estabais enriquecido, y que sólo os servían para inspiraros los más bajos sentimientos respecto de vos mismo, mientras yo trato de aparecer y ser estimado por el mundo. ¡Oh amable protector mío, mi patrono y mi Padre, dignaos obtenerme la humildad, que es el fundamento de la perfección cristiana! Obtenedme la gracia de conocerme y despreciarme como merezco, a fin de que de ahora en más no desee sino a Dios solo como testigo de mis acciones y como recompensa en el tiempo y en la eternidad. Así sea.

PRACTICA


A imitación de San José y en unión con él, hacer en el día algún acto exterior de humildad.