Oh san José, tu vida no estuvo exenta de la sombra del dolor, que has asumido con mucha serenidad y paz del corazón.
Ayúdame, oh san José, a darme cuenta de que una vida de amor no puede estar exenta de la sombra del sufrimiento para que encuentre el camino hacia la verdadera felicidad.
BENDITO SEAS SAN JOSE
que fuiste testigo de la Gloria de Dios en la tierra.
Bendito sea el Padre Eterno que te escogió.
Bendito sea el Hijo que te amó
y el Espíritu Santo que te santificó.
Bendita sea María que te amó!
San José, modelo de oración.
La meditación de mi corazón se hace siempre, oh Dios mío, en vuestra presencia.
Salm. XVIII, 15.
Según definición de San Juan Crisóstomo, la oración mental es una conversación íntima y familiar del alma con Dios: Est colloquium cum Deo.
En la oración se habla a Dios como un amigo hablaría al amigo, un hijo a su padre: vertemos en su corazón nuestras penas, le descubrimos nuestras miserias y nuestras imperfecciones, para que las cure. «En la oración —dice San Agustín— el corazón habla a Dios, como en la conversación la boca habla a los hombres; y si el corazón no tiene amor, todo está mudo, todo está muerto».
Ahora bien; ningún santo más que San José puede iniciarnos en este comercio con Dios, pues nadie como él tuvo la suerte de pasar una gran parte de su vida en la estrecha intimidad de Jesús. «Las personas de oración —dice Santa Teresa— deben ser muy devotas de San José; y las que no tienen director que las instruya en esta santa práctica, no tienen más que tomar por guía a este Santo admirable, seguros de no extraviarse».
San Juan Evangelista y San Pablo fueron contemplativos en grado sumo; el primero, porque, llamado, a reposar sobre el Corazón de Jesús, entró en un suave y profundo éxtasis; el segundo, porque, arrebatado hasta el tercer cielo, descubrió inefables arcanos. Pero ¿quién podrá contar todos los éxtasis, todos los secretos, todas las luces con que fue favorecido San José, que por espacio de tantos años tuvo la suerte de reposar sobre ese Corazón, Santuario vivo de la Divinidad, y de hacerle reposar sobre el suyo, que ardía en tanto amor?. . . ¡Ah, qué dulce sueño tomaba Jesús sobre vuestro pecho, oh bienaventurado Padre mío, y qué dulce descanso gustabais vos sobre su Corazón!… De vos deben aprender las palomas y las águilas —es decir, las almas más sencillas y las más elevadas— a dirigir su vuelo hacia el cielo y a contemplar el Sol divino de justicia. En efecto, ¿podrá imaginarse una oración más excelente que la de San José, que estaba siempre en la presencia del Arca de la verdadera Alianza y junto a su Dios soberanamente amable?…
Aprendamos de este gran Santo cómo debemos hacer este saludable ejercicio, para recoger, como él, frutos abundantes de piedad.
La vida de San José era una continua oración: nada podía sacarlo de su habitual recogimiento. Según la hermosa observación de San Agustín, este gran Santo es el templo de Dios mismo; doquiera vaya, es el templo de Dios que va o que viene, que entra o que sale. Él es siempre —añade San Ambrosio— la habitación secreta en que Jesucristo nos ordena entrar para hacer oración; y esa habitación es su corazón, en el que están encerradas sus penas, y donde todos sus sentidos están perfectamente recogidos. Todo lo lleva a Dios, todo le habla de Dios, todos sus pensamientos son para Dios.
Lo mismo estaba recogido San José en los viajes, en los trabajos, en las relaciones con el prójimo, como en el interior de la casa de Nazaret, cuando estaba solo con Jesús. Ese recogimiento continuo, esa fidelidad en permanecer siempre unido a Dios, producía en su alma una paz inalterable, una tranquilidad que mantenía todas sus potencias en una calma profunda. Jamás se abandonaba enteramente al exterior, sino que a sus acciones unía continuas adoraciones y plegarias.
Si queremos tener, como San José, una gran facilidad para orar, debemos procurar estar recogidos durante el día, custodiar con diligencia las puertas de nuestros sentidos y, según el consejo del Espíritu Santo, preparar nuestra alma antes de presentarnos delante de Dios.
San José no perdió jamás de vista los divinos misterios de Jesucristo: recogía todas sus palabras y lecciones, y se alimentaba con ellas; admiraba los prodigios de su humildad, su amor a la vida oculta, la ciega obediencia a las órdenes de un pobre obrero. Los Profetas proporcionaban a San José la materia de los misterios que aún no se habían cumplido. David, en el Salmo XXI, e Isaías, llamado con toda verdad el quinto evangelista, le presentaban todas las circunstancias de la Pasión de Jesús.
«Nosotros lo hemos visto; era el más despreciable y el último de los hombres, varón de dolores y que sabe qué es sufrir. Su rostro está oscurecido por el desprecio, como señal de que no hemos hecho caso de Él. Verdaderamente tomó sobre sí todas nuestras angustias y cargó todos nuestros dolores, hasta ser a nuestros ojos semejante a un leproso, como un maldito de Dios, como un abandonado…»
Jesús Crucificado es el Sol que ilumina al alma fiel; sus llagas son focos de luz que le descubren los secretos impenetrables de su amor y los sacrificios que tiene derecho a esperar en reconocimiento de sus beneficios. ¡Ah, si supiéramos, como San José, penetrar por medio de la fe y el amor en el interior de Jesucristo, qué pronto seríamos hombres de oración y de santa devoción!…
«Si todavía no sabéis —leemos en la Imitación de Cristo— elevaros a la celestial contemplación, apoyaos en la Pasión del Salvador y desead permanecer en sus sagradas llagas».
La meditación de las perfecciones y de los padecimientos de Jesucristo es como el fundamento de todo el edificio espiritual; lo llena de sus luces y de sus máximas, y a fuerza de representarnos su imagen, esta se va esculpiendo en nuestro corazón tan profundamente, que produce esos frutos admirables de santificación prometidos a todos los que son fieles en permanecer en Él. Qui manet in me, hic fert fructum multum.
Jesucristo es ese tesoro infinito que ha sido dado a los hombres, y que hace amigos de Dios a todos los que saben aprovecharlo. Bienaventurado —exclama el Profeta— aquel a quien cupo la suerte de tenerle por maestro, porque consigue al mismo tiempo la luz para comprender, el fervor para obrar y la constancia para perseverar.
«Jesucristo —dice San Francisco de Sales— es el árbol misterioso del deseo de que habla la santa esposa de los Cantares; y a sus pies es donde se debe ir a buscar la brisa suave, cuando el corazón se ha dejado absorber por el espíritu del siglo. Es el verdadero pozo de Jacob, esa fuente de agua viva y pura; y es menester acercarse a ella con frecuencia, para purificar el alma de todo pecado.
Así como los niños, a fuerza de oír hablar a sus padres y esforzándose por balbucear, aprenden a hablar el mismo idioma, así también, uniéndose el alma a Jesús en la oración y meditando sus palabras y sentimientos, aprenderemos con el auxilio de la gracia a hablar como Él, a juzgar como Él, a obrar como Él y a amar todo lo que Él ama. Jesús se llamó a sí mismo el Pan bajado del cielo, para decirnos que así como se come el pan con toda suerte de alimentos, así también debemos gustar de tal modo el espíritu de Jesucristo en la meditación, que, habiéndonos servido de alimento, le hagamos entrar en todas nuestras acciones».
Considerad cuál es el misterio de la vida y pasión de Jesucristo que más os conmueve y que produce en vuestro corazón una impresión saludable; mantened vuestra atención todo el tiempo a que os invite la gracia, y de este modo empezaréis a gustar de los misterios de la vida del divino Salvador; porque la causa que impide apreciarlos debidamente, es porque no se piensa en ellos sino de una manera superficial, sin particularizar sus detalles y sin dedicarles una perseverante meditación.
El misterio que se medita no debe considerarse como pasado, sino imaginarlo como presente, porque, en efecto, está presente a los ojos de Dios. Si la acción del misterio es pretérita, no ha pasado empero su virtud, ni mucho menos el amor con que Jesucristo ha obrado, por cuanto ese amor es infinito, inmutable, siempre el mismo, tan ardiente como cuando dio su vida por nuestra salvación, y está dispuesto a renovar el sacrificio, si fuera necesario.
No olvidemos que cuanto Jesucristo dijo, hizo y sufrió, lo dijo, hizo y sufrió por cada uno de nosotros. Nadie puede dejar de decir con toda verdad lo que de sí dijo el Apóstol: «Jesucristo me amó y se sacrificó por mí». No daría el sol mayores luces, si yo únicamente gozara de sus rayos.
Así también, aun cuando yo hubiera sido el único pecador del mundo, el Sol divino de justicia no hubiera hecho brotar de su seno, sobre mí, ni menos luz, ni menos calor. Es certísimo que cada una de sus palabras fue dicha para mí, cada una de las gotas de su Sangre corre para mí, es para mí cada una de sus acciones, para mí todos sus padecimientos; todo por mi intención y para mi provecho.
En todas vuestras oraciones pedid a Jesucristo la gracia de comprender bien con qué intención, con qué fines y en qué condición se hizo Hombre por vosotros, se hizo pobre y obediente por vosotros, cuál fue su pensamiento muriendo por vosotros, resucitando por vosotros.
Que vuestra fe os tenga a Jesucristo tan presente, que creáis verle siempre y obrar a su respecto como lo hacía San José cuando vivía con Él sobre la tierra. Haced de modo que sea, no sólo el objeto o el testimonio de vuestra oración, sino que tome parte en ella como si quisiera hacer con vosotros una conversación toda santa.
Manifestadle vuestro amor con palabras tiernas o con la sola efusión de vuestro corazón, según os lo dicte Él. Espíritu Santo, cuyas inspiraciones debemos seguir; y pues que lo que buscamos no es otra cosa sino Él, debemos estar contentos y satisfechos cuando le hemos hallado.
Que nuestra inteligencia no obre en nuestra oración sino en cuanto es necesario para mover el corazón. Si Dios en su misericordia quiere, sin la ayuda de la imaginación, llenaros el alma de una suave paz y de admiración por la verdad que la fe os descubre, o bien del deseo de pertenecerle por entero, permaneced tranquilos, sin ocuparos en ningún otro pensamiento, aun cuando os pareciera muy santo; porque en esta paz interior, el alma encuentra el fruto y el fin de todos sus anhelos.
Toda la vida de San José fue una continua oración. ¡Oh, cuántas veces ese bienaventurado tutor del Niño Jesús iba como casta abeja recogiendo el jugo de la más pura devoción, en esa hermosa flor que era Jesús! ¡Cuántas veces, como el pájaro solitario, iba a descansar sobre el techo de ese augusto templo de la Divinidad!…
Y viendo a aquel Niño dormido sobre su pecho, y pensando en el eterno descanso que habría de tomar sobre el pecho del Padre Celestial: «Descansad —le decía—, Verbo Encarnado, Vos que dais el descanso a todas las criaturas, y que derramáis la alegría y la dulzura de la paz como un río fecundo en el corazón de los hombres»; o bien, volviendo al cielo sus miradas: «¡Oh estrellas, oh sol, he aquí el que os ha sacado de la nada y os conserva todo vuestro esplendor!»; o considerando las divinas perfecciones de Jesús: «¡Oh Hijo de Dios vivo, cuán amable sois! ¡Ah, si los hombres os conocieran! ¡Oh mortales, abrid los ojos, he aquí vuestro tesoro, vuestra salvación, vuestro rescate, vuestra vida, vuestro todo!...»
He aquí cómo el alma piadosa, después de haberse ejercitado en amar a Dios en la meditación, habla amorosamente con Él en coloquios llenos de ternura.
San José no hablaba continuamente con Jesús: a veces se contentaba contemplándolo, y gozando en profundo silencio de la beatitud de su divina presencia.
Es en esta forma como el comercio con Dios llega en la oración a una unión simple y familiar, que la lengua humana no puede expresar. Con Él se está como con un verdadero amigo; no se pondera todo cuando se dice, pero se le habla espontáneamente, sin un orden preconcebido, pero de todo corazón. Se tienen mil cosas para decir o preguntar a un amigo, que se olvidan luego, sin que por ello pase el placer de la compañía.
Todo está dicho sin hablar palabra; se goza con sólo estar juntos, saboreando las dulzuras de una santa y dulce amistad; se calla, pero se entienden en silencio; se sabe que se está de acuerdo en todo, y que los dos corazones no forman sino uno solo. ¡Bienaventuradas las almas interiores que, como San José, por su fidelidad a la gracia llegan a esta familiaridad afectuosa con Dios!
Pleno de humildad y penetrado de su nada, San José unía sus oraciones a las de Jesús, para dar gracias a Dios por todos los beneficios que recibía. «Yo soy una nada —decía—; nada puedo, nada tengo que ofreceros, Dios mío.
Pero tengo este Hijo divino que me habéis dado: os adoro por medio de Él, y os doy gracias por sus méritos. No me miréis a mí, pues nada tengo que ofrecer a vuestros ojos. Y ¿con qué títulos podría presentarme delante de Vos? Pero mirad este Hijo: es el vuestro y es el mío. Respice in faciem Christi tui.
Jesucristo —dice el gran Apóstol— es el mediador entre Dios y los hombres; subió al cielo para apoyar nuestras oraciones con su mediación omnipotente: Ut appareat vultui Dei pro nobis.
En esta forma, nuestras oraciones, unidas, como las de San José, a las oraciones de Jesucristo, no son ya oraciones puramente humanas: están llenas de la santidad de Jesucristo; no son sino una sola y misma oración con las del Hijo de Dios; son como Él divinas, y por lo mismo, son siempre escuchadas con todo el respeto que a Él es debido.
En una palabra, San José sacaba de la oración los más preciosos frutos, animaba todas sus acciones exteriores con el espíritu interior que perfeccionaba con este santo ejercicio, y crecía continuamente en el conocimiento y el amor de Jesucristo.
Animados con su ejemplo, no nos contentemos tan sólo con hacer oración por la mañana y por la noche, sino que el día entero sea para nosotros de ininterrumpida oración; y así como durante el día se digiere el alimento material, así también, mientras estamos ocupados en los quehaceres comunes, tratemos de alimentarnos del pan de la verdad y de la caridad, que nos proporciona la oración.
MAXIMAS DE VIDA ESPIRITUAL
En todo lugar, en medio de vuestras ocupaciones exteriores, esforzaos por permanecer libres internamente y tan dueños de vosotros mismos, de manera que todo esté sometido a vuestra voluntad (Imitación de Cristo).
Sed fieles en hacer cada día un cuarto de hora de oración, y en nombre de Jesucristo os prometo el cielo (Santa Teresa de Jesús).
Una lágrima derramada meditando la Pasión de Jesucristo, vale más que un año pasado a pan y agua (San Agustín).
AFECTOS
Oh, bienaventurado José, hombre según el Corazón de Dios, no me canso de admirar los tesoros de la gracia encerrados en vuestra hermosa alma. Jesús y María ocupaban solos todo vuestro corazón. Modelo admirable de recogimiento y de fervor, habéis recibido una gracia especial para atraer a las almas a Dios con la práctica de la oración.
Por vuestra intercesión os pido que sea iluminada, purificada y santificada la mía: introducidla en aquel santuario de la vida interior, de la que me inspiráis una tan grande estima y un tan ardiente deseo. Pero ¡ay de mí, que no soy capaz de mantenerme recogido y unido a Dios ni el tiempo que dura la más breve oración! Haced que de ahora en más sea fiel a las inspiraciones de la gracia, a fin de que, siendo Jesús mi tesoro y mi todo, encuentre, como vos, mis delicias en estar junto a Él. Así sea.
Hacer de modo de encontrar en el día un momento para recogeros y hondar en la oración en unión con San José.