Meditación Día 7-San José elegido por el Señor para vicario suyo junto a su único Hijo.


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Hombre del amor a Dios.
Oh san José, tú diste pruebas de entrega plena y total a tus seres queridos, Jesús y María, y con ello dabas gloria a Dios.

Enséñame, oh san José, a amar a Dios con todo mi corazón, con toda mi mente y con todas mis fuerzas, y al prójimo como a mí mismo.


CONSAGRACIÓN A SAN JOSÉ

Oh Glorioso Patriarca San José, heme aquí, postrado de rodillas ante vuestra presencia, para pediros vuestra protección.

Desde ya os elijo como a mi padre, protector y guía. Bajo vuestro amparo pongo mi cuerpo y mi alma, propiedad, vida y salud. Aceptadme como hijo vuestro. Preservadme de todos los peligros, asechanzas y lazos del enemigo. Asistidme en todo momento y ante todo en la hora de mi muerte. Amén.


La humildad precede a la gloria.
Prov. XV, 33.

Después de haber sido elegido por Dios para ser el casto esposo de María, San José es, en consecuencia, ensalzado a la dignidad de padre de Jesús. Esta segunda prerrogativa, tan grande y maravillosa, no es sino un efecto y continuación de la primera.

José es el padre del Salvador de los hombres, porque es el dueño de la divina Madre que lo dio al mundo; del mismo modo que las flores y los frutos que el sol produjera de por sí en una tierra virgen, pertenecerían al propietario de la tierra, así el divino Infante, concebido por la Virgen María por obra del Espíritu Santo, pertenece a José, quien es el dueño de ese huerto cerrado, Hortus conclusus, en el que germinaron la flor de los campos y el lirio de los valles: Ego flos campi et lilium convallium.

Con su estilo inimitable, San Francisco de Sales expresa el mismo sentimiento en los siguientes términos: «Si una paloma llevara en su pico un dátil, y lo dejara caer en un jardín, la palmera que de ese dátil nacería, pregunto yo, ¿no sería reconocida como de propiedad del dueño de ese jardín?… Ahora bien; nadie ha de dudar que habiendo el Espíritu Santo dejado caer ese dátil divino, como un palomino celestial, en el huerto cerrado de la Santísima Virgen —huerto sellado y circundado en todo su perímetro por los setos del santo voto de virginidad—, el cual pertenecía al glorioso San José; nadie ha de dudar que esa divina palmera, que a su tiempo producirá frutos inmortales, pertenezca con todo derecho al Santo Patriarca; el cual, sin embargo, no se envanece por ello, sino que se anonada y se hace cada vez más humilde» (Entret. XIX).

Jesús —dice San Fulgencio— es el fruto, el ornamento, el precio y la recompensa de la virginidad que le atrajo del cielo a la tierra.
Por su pureza María agradó al Padre Eterno, y por su pureza también la hizo fecunda el Espíritu Santo. ¿Y no puede decirse —exclama Bossuet— que José es parte de ese gran milagro? Por cuanto si la pureza angélica es el tesoro de María, esta, a su vez, es el depósito del justo José; le pertenece, por su unión con la Santísima Virgen y por los amorosos cuidados con que la conserva.

 Oh sublime virginidad, si tú eres el tesoro de María, eres también el tesoro de José. María la consagró, José la conserva, y ambos la presentaron al Padre Eterno como un bien custodiado por comunes afanes.

Por lo tanto, si él tiene tan grande parte en la virginidad de María, tiene parte también en el fruto de su seno, y he aquí que Jesús es su Hijo, por la alianza virginal que lo une con su Madre. San Agustín lo dice en pocas palabras: Propter quod fidele coniugium parentes Christi vocari ambo meruerunt, ¡Oh, misterio de pureza! ¡Oh, bienaventurada paternidad! ¡Oh, luz incorruptible que fulgura doquiera de aquella unión admirable!.

Pero ¿por qué recurrir a razones y a la autoridad de los doctores, para establecer una verdad que hallamos claramente expresada en las Sagradas Escrituras?… En efecto, en ellas encontramos que los Evangelistas, al hacer la genealogía de Nuestro Señor Jesucristo, nos ofrecen la de San José, y los mismos ángeles lo reconocen como a verdadero jefe de la Sagrada Familia, pues a él le trasmiten las órdenes de Dios.

El Espíritu Santo da a San José el título de Padre de Jesús, en el texto de San Lucas: «Su padre y su madre —es decir, José y María— admiraban cuanto se decía de Él». Y María también, queriendo referirse a José, dice: «Tu padre y yo te andábamos buscando». Observemos como tiene el cuidado de nombrarlo a él primero, cual si fuera realmente un padre común. Y no hay que creer—dice San Agustín— que Jesús le niegue este nombre, por lo mismo que no rehúsa darle el de Madre a María. Y si en algún momento parece desconocerlos, notemos que es cuando está en el templo, donde no llegan las vinculaciones humanas.
En todas las demás circunstancias —dice San Bernardino de Siena—, Jesús, a ejemplo de María, no dejó nunca de dar a José el dulce nombre de padre: O quanta dulcedine audiebat Joseph balbutientem parvulum se patrem vocare!.. .

¡Oh bienaventurado José, qué gloria para vos la de ser el padre de un Hijo que es Hijo único de Dios mismo!
Vos sois su padre, porque el Padre Eterno os hizo participar de sus derechos; porque representáis al Espíritu Santo, por cuya obra tiene la vida; lo sois en calidad de casto esposo de María, su Madre divina; lo sois, finalmente, porque llenasteis todos los deberes de tal con amor inefable.

Dios —dice San Juan Damasceno— dio a José el amor, la vigilancia y la autoridad de padre sobre Jesús. Le dio afecto de padre, a fin de que le gobernara con amor; la solicitud de padre, para que le asistiera en todas sus necesidades; la autoridad de padre, a fin de que fuese obedecido en todo cuanto le ordenara a Jesús. Y José es reconocido como jefe de la Sagrada Familia; tiene en sus manos el tesoro sagrado de la salvación y de la redención de los hombres; dirige todos los pasos de ese Niño que adora, y goza del privilegio insigne de sostener una vida tan preciosa con el trabajo de sus manos.

Confesemos, por lo tanto, que así como María, permaneciendo virgen, es Esposa de José y Madre de Jesús, José, por la misma razón, sin menoscabo de su pureza y sin ofender el honor de Jesús y de María, es el casto esposo de María y el padre de Jesús.

Pero si el título de esposo de María nos da tan alta idea de la santidad de José y de los dones excelentes que recibe de Dios, ¿quién podrá expresar las gracias especialísimas con que fue enriquecido, como padre nutricio del Hijo de Dios? ¿Qué mayor honor podría hacer un rey a su favorito, que poner en sus manos, confiar a su custodia al heredero de todos sus estados, para nutrirlo, criarlo y acompañarlo por todas partes, con la misma autoridad que si fuera el rey?…

Y es así como Dios obró con San José, al entregar en sus manos a su Hijo único y dilectísimo, el espejo inmaculado de su infinita majestad, el esplendor de su gloria, la imagen de su esencia, el heredero universal del cielo y de la tierra. ¡Ah, sí, toda grandeza humana se eclipsa y desaparece ante el título incomparable de padre de Jesús! Reyes, profetas, apóstoles, aun cuando seáis grandes a nuestros ojos, hallamos tanta diferencia entre vosotros y el padre del Hombre- Dios, cuanta hay entre el sol y esas débiles estrellas cuya pálida luz apenas llega hasta nosotros.

Gracias a la misericordia de Dios, los apóstoles, los vírgenes, los mártires, los confesores se multiplicaron en el seno del cristianismo con una maravillosa fecundidad. Dios los ha difundido por miríadas en el cielo de su Iglesia, como a los astros en el firmamento; pero el título de padre de Jesús no puede dividirse ni con los ángeles, ni con los santos. EL espíritu humano se confunde a la vista de tanta grandeza; José comparte la eminente condición de padre de Jesús con el mismo Dios. Sin dejar de ser virgen, tiene la gloria de ser padre de Aquel que es engendrado por el Padre celestial, desde toda la eternidad, en el esplendor de los santos.

¡Ah, sí, elevemos nuestro pensamiento y consideremos cuánta es la gloria de San José al ser llamado padre del mismo Hijo de Dios!. . . San Cirilo, patriarca de Jerusalén, prueba admirablemente que el nombre de Padre es más glorioso para la primera Persona de la Santísima Trinidad, que el nombre de Dios; porque —dice este gran doctor de la Iglesia— el nombre de Padre se refiere a su único Hijo, con el cual es consustancial y un mismo Dios con El, mientras que el título de Dios es con respecto a las criaturas, que son infinitamente inferiores a Él; por lo que se desprende que es infinitamente más glorioso ser el Padre de ese Hijo único, que no ser Dios de todas las criaturas existentes y posibles.

Aun cuando Dios nos diga en la Sagrada Escritura no haber otro Dios más que El, no es tan celoso de este nombre, pues permite a sus siervos servirse de él, y al adoptarlos por hijos, los llama El mismo, dioses: Ego dixi, dii estis, et filii excelsi omnes. Pero el nombre de Padre de su único Hijo es el título de honor que se reserva para El exclusivamente. Los más encumbrados serafines no tienen otro nombre más que el de siervos de Dios. San José es el único que tiene la gloria de compartir con Dios el nombre de Padre de Jesucristo. Nomine paternitatis neque angelus licet brevi temporis spatio nuncupari, hoc unus Joseph insignitur (San Basilio).

Cuando la Sagrada Escritura nos habla del Unigénito de Dios, dice: Unigénitus qui est in sinu Patris, el Hijo unigénito que está en el seno de su Padre. ¿De qué Padre habla? ¿Tal vez del Padre Eterno?… Es indudable, pues que Cristo reposa desde todos los siglos en el seno de ese Padre divino como en el centro de sus eternas complacencias. Pero ¿y no pueden aplicarse también esas mismas palabras al padre adoptivo, San José?… El divino Salvador, que se apacienta entre lirios, halló sus delicias en el corazón tan puro del que llama padre suyo.

¡Cuántas veces, al invitar José a su Hijo divino a sentarse a la mesa, lo habrá hecho sirviéndose de las palabras que su antecesor David pone en boca del Eterno Padre en la gloria: “Sede a dextris meis: Venid, Hijo mío, sentaos a mi derecha” ¡Oh, privilegio exclusivo de este gran santo!. . .

El título de padre de Jesucristo es un favor único, un privilegio incomparable, una distinción sin segundo, y que no habrá de repetirse en el curso de los siglos; pero este título importaba para José la mayor de las obligaciones, debía rendir a Dios en proporción de cuanto recibía, y en consecuencia, vivir consagrado a aspirar a la más sublime santidad y consagrado a la voluntad divina, absolutamente muerto a sí mismo, pronto a someterse a las más duras pruebas, y tomar parte en las que había de sufrir ese Hijo divino que el Padre Eterno confiaba a su solicitud.

Tal vez hasta el presente no hayamos visto en este carácter de padre de Jesús, nada más que una dignidad a la que José es elevado por sobre los ángeles y los santos, y bajo este aspecto parece que debiera sentirse bienaventurado por haber sido elegido para tan augusto ministerio; pero nos engañamos grandemente, porque esto es mirar las cosas sobrenaturales con los ojos del cuerpo.

Por sumisión, por obediencia, sin olvidar su nada, San José acepta un título que le dará autoridad sobre un Dios hecho Hombre. Ejerciendo sus derechos de padre, no puede olvidar José que es siervo de ese a quien gobierna.

Cuanto más es ensalzado, más humilde se siente. Tal es el efecto de las grandezas que nos vienen de Dios, si las sabemos recibir y valorar como corresponde. Estas grandezas conducen a la práctica de las más altas virtudes, y en especial de la humildad. El desprecio de nosotros mismos debe aumentar en proporción al grado a que Dios quiere elevarnos. Debemos tener en cuenta que lo que más nos acerca a Él, no son, precisamente, las gracias que El nos hace, sino nuestra constancia en el desprecio de nosotros mismos.

¡Oh pequeñez, oh humildad, quién pudiera llegar a conocer todo tu valor, y aprender a preferirte por sobre todas las cosas, para hacerse siempre más pequeño!. . .
 Afortunado quien sabe hacerlo así; ese es verdaderamente grande a los ojos de Dios. Fuera de esta, no existe otra grandeza sobrenatural; y después de Jesús y de María, San José nos da el más sublime ejemplo.


MAXIMAS DE VIDA INTERIOR


El no atribuirse nunca nada y pensar bien de los demás, es grande ciencia y perfección (Imitación de Cristo).
Piensa que no posees sino una sombra de humildad cuando te humillas, si no consientes de buen grado en ser humillado por los demás (P. Hííby).

Es verdaderamente grande el que es pequeño a sus propios ojos, y para quien los honores del mundo son una verdadera nada (Imitación de Cristo).



AFECTOS


Bienaventurado San José, apenas vislumbramos los primeros rayos de vuestra gloria, y ya nuestros ojos deslumbrados no pueden soportar el esplendor de tanta grandeza. 

Sois verdaderamente el padre de Jesús, pues Dios mismo os designó tal, y os dio todos los derechos que a tan grande título corresponden. El que forma a su gusto el corazón de los hombres, os ha dado un corazón de padre, y a Jesús un Corazón de hijo. 
Bienaventurado San José, sed también nuestro padre; tened entrañas de padre para todos aquellos a quienes Jesús amó hasta hacerse su hermano. 
Tened para nosotros el amor que habéis tenido para ese Hijo adorable. 

Vuestro corazón, el más santo y el más puro, después del de Jesús y de María, será nuestro asilo y el refugio en nuestras necesidades y en todas nuestras penas. 
Por vuestra mediación, oh corazón amable, alcanzaremos llegar al Corazón de Aquel que quiso ser llamado Hijo vuestro. Así sea.


PRACTICA

Agregar alguna vez a la salutación angélica estas palabras: «Rogad por nosotros San José, para que seamos dignos de las promesas de Nuestro Señor Jesucristo».