Haz, oh san José, que yo pueda con la palabra y con el testimonio de vida, colaborar en la misión de la Iglesia para la construcción del reino de Dios.
ORACIÓN PARA PEDIRLE UNA BUENA MUERTE
Poderoso patrón del linaje humano, amparo de pecadores, seguro refugio de las almas, eficaz auxilio de los afligidos, agradable consuelo de los desamparados, glorioso San José, el último instante de mi vida ha de llegar sin remedio; mi alma quizás agonizará terriblemente acongojada con la representación de mi mala vida y de mis muchas culpas; el paso a la eternidad será sumamente duro; el demonio, mi enemigo, intentará combatirme terriblemente con todo el poder del infierno, a fin de que pierda a Dios eternamente; mis fuerzas en lo natural han de ser nulas: yo no tendré en lo humano quien me ayude; desde ahora, para entonces, te invoco, padre mío; a tu patrocinio me acojo; asísteme en aquel trance para que no falte en la fe, la esperanza y en la caridad; cuando tú moriste, tu Hijo y mi Dios, tu esposa y mi Señora, ahuyentaron a los demonios para que no se atreviesen a combatir tu espíritu. Por estos favores y por los que en vida te hicieron, te pido ahuyentes a estos enemigos, para que yo acabe la vida en paz, amando a Jesús, a María y a ti, San José. Así sea.
Jesús, José y María, os doy el corazón y el alma mía.
Jesús, José y María, asistidme en la útima agonía.
Jesús, José y María, recibid cuando muera, el alma mía.
Vida oculta de San José.
Vuestra vida está oculta con Jesucristo en Dios.
Col. III, 3.
La justicia cristiana —dice Bossuet— es un asunto particular de Dios con el hombre y del hombre con Dios; es un secreto que se profana cuando se divulga, y que no estará nunca suficientemente guardado para quien no tiene parte en el secreto. Es por eso que Nuestro Señor Jesucristo nos manda que cuando tengamos intención de orar —y el mismo consejo alcanza a la práctica de todas las virtudes cristianas—, que nos apartemos de todo, cerremos la puerta y hagamos nuestra oración con Dios solo, sin admitir sino a aquellos a quien Él le plazca llamar: Solo pectoris contentas arcano, orationem tuam fac esse mysterium, dice San Juan Crisóstomo.
De manera que la vida cristiana debe ser una vida oculta; el verdadero cristiano debe desear ardientemente vivir oculto bajo la mirada de Dios, sin otro testimonio que sus buenas acciones. Ningún santo más que José se preocupó de poner en práctica esta sublime doctrina; nadie como él supo sustraer a los ojos de los hombres todo lo que podía dar brillo a su virtud o a su persona. El Evangelio apenas lo cita; los Evangelistas no hablan de José sino en cuanto lo exige la vida de María; nada de lo que no tiene una relación indispensable con esta augusta Virgen figura en sus páginas; la Sagrada Escritura no nos trasmite ni una sola de sus palabras. No tenemos ninguna relación detallada acerca de los años de su vida que precedieron a su unión con María, e ignoramos por completo la fecha y el lugar de su muerte.
Parece que Dios tuviera un cuidado particular de favorecer este amor de San José por la vida oculta. En efecto, vemos a los demás santos, no obstante sus precauciones para ser desconocidos, convertirse en oráculos del pueblo y árbitros de la tierra; más huían de la gloria, más esta los circundaba; buscó a los anacoretas en sus horrendas soledades; el solo perfume de las virtudes de San Antonio, de San Benito, de San Bernardo atrajo a los reyes y a los emperadores, convirtiendo en ciudades bien pobladas los desiertos en que vivían.
Pero respecto a San José, parece que Dios y los mismos hombres quisieron secundar en todo su humildad, dejándolo en la oscuridad y en el olvido. José fue un tesoro de virtudes desconocido para los suyos; los que tenían relación más íntima con él, lo consideraban y lo estimaban como a un obrero pobre y honesto, fiel observante de la ley, y no pasaban de allí, porque no veían nada en su persona que les hiciera decir: «He aquí un hombre de extraordinaria piedad»; y menos aún podían llegar a sospechar ni remotamente que hubiera sido elegido por Dios para ser el casto esposo de la Madre de Dios, el padre adoptivo del Mesías esperado por tantos siglos; el depositario, en una palabra, de la salvación del mundo y del más rico tesoro del cielo y de la tierra.
En efecto, leemos en el Evangelio que cuando Jesucristo dio comienzo a su vida pública, los hebreos decían entre sí: «¿No es este el hijo del carpintero José? ¿Cómo puede saber letras, si nunca las ha estudiado? None hic est fabri filius? Quómodo hic lítteras scit, cum non dícerit?…
En efecto, leemos en el Evangelio que cuando Jesucristo dio comienzo a su vida pública, los hebreos decían entre sí: «¿No es este el hijo del carpintero José? ¿Cómo puede saber letras, si nunca las ha estudiado? None hic est fabri filius? Quómodo hic lítteras scit, cum non dícerit?…
¡Oh, qué preciosa eres a los ojos de Dios, vida de San José, vida oscura, pasada en el recogimiento, en el silencio, en el retiro; vida que sólo tiene por testigos a los ángeles, y que pone todo su empeño en ocultarse a los demás y a sí mismo!.. . Los hombres no conocen tu precio, y son incapaces de estimar tu valor. La piedad mal entendida trata de ponerse en evidencia con el propósito de edificar; más la verdadera piedad trata de ocultarse, y se revela sólo por necesidad, cuando lo exige la gloria de Dios y la salud del prójimo.
Por lo cual, a imitación de San José, debemos desear que los favores que recibimos del cielo permanezcan sepultados en el secreto, y lejos de hablar, ni siquiera debemos pensar en ellos, sino tratar de olvidarlos después de haber dado cuenta a quien dirige nuestra alma.
La humildad que se manifiesta exteriormente, no es de ordinario más que una vanidad disfrazada, pues es una virtud que debe ser cuidada como la niña de nuestros ojos, y así glorifica realmente a Dios y edifica al prójimo. Es necesario, entonces, hablar más voluntariamente de lo que nos humilla, que de lo que nos puede levantar a los ojos de los demás; o más acertadamente, no hablemos nunca de lo que a nuestra alma se refiere. El modo más perfecto y seguro es callar, y tratar de que nadie piense ni se ocupe de nosotros. «Amad el ser ignorados», dice la Imitación de Cristo; máxima que debe ser norma para las almas interiores.
No sólo San José permaneció oscuro y desconocido para el mundo, sino que fue elegido por la divina providencia para esconder la gloria de Jesús y de María a los ojos de los hombres. Dios ocupa a sus santos en el ministerio que a Él le place: unos como doctores, para instruir a los pueblos; otros para combatir por Él, como los mártires; otros para edificar al mundo, como los confesores, y a todos según su vocación, para hacer resplandecer su gloria. Pero José es un santo extraordinario, predestinado a un ministerio nuevo: el de ocultar la gloria de Dios.
Y así como es mayor prodigio ver el sol cubierto de tinieblas que verlo refulgente de luz, así también parece que la omnipotencia de Dios haya querido mostrarse más maravillosamente en San José, de quien se sirvió como de una sombra para esconder su gloria a los ojos del mundo, que en los demás santos, a quienes destinó para manifestarla. Oh, gran Santo, yo os miro con el mismo profundo respeto con que adoro aquellas tinieblas en que quiso envolverse la majestad de Dios: Posuit ténebras latíbulum suum.
Imaginaos todo el orden del misterio de la Encarnación como un gran cuadro, en el que están representados Dios Padre, el Unigénito de Dios, el Espíritu Santo y la Santísima Virgen, brillando a la luz admirable de los prodigios obrados por este misterio. En un cuadro material hace falta la sombra para que las figuras tengan el realce necesario: aquí también hace falta la sombra, para templar un esplendor que deslumbraría los ojos demasiados débiles de los hombres, y esa sombra es San José.
Dios Padre está oculto por nuestro Santo, quien aparece ocupando su lugar, y es considerado por todos como el padre de su Unigénito. Éste está también oculto por la sombra de San José, quien lleva a Jesús a Egipto entre sus brazos, y le esconde a los ojos del tirano que quiere hacerle morir. También el Espíritu Santo está oculto a la sombra de San José, por cuanto el que ha nacido de María es obra suya: Quod in ea natum est, de Spíritu Sancto est. ¡Oh, gran San José! Si toda la adorable Trinidad quiso esconderse a vuestra sombra, ¡cómo se estimarían bienaventurados todos los santos del cielo y de la tierra de poderse esconder también ellos allí y descansar!…
Finalmente, es la Santísima Virgen quien de una manera particular se esconde a la sombra de San José, su casto esposo, el cual, ocultando a los ojos de los hombres el adorable misterio que se había obrado en Ella, protege al mismo tiempo su honor y su humildad. ¡Qué sublime es el ministerio de San José! ¡Dios le da a él solo el oficio de protector, de fiel conservador, de ecónomo prudente, depositario de los secretos del más grande de los misterios que se haya obrado jamás!..
¡Oh Jesús, oh María, a qué grado sublime de honor levantáis a todos los que os sirven!… Más sois servidos en el secreto de una vida escondida y abyecta, tanto más gratos os son estos servicios, y más grande es la gloria con que los coronáis. Así, pues, ¡cuán glorioso es San José por haber consagrado su vida a los sagrados intereses de Jesús y de María, sin salir de una vida humilde y oculta! Elegi abiectus esse in domo Dei mei. Pero ¡ay de mí, qué lejos estamos de parecemos a él!…
No queremos servir a nadie en la sombra; no deseamos otros oficios y hasta otras prácticas de piedad, sino aquellas que son honrosas a los ojos de los hombres. La soberbia nos es tan natural, que hasta en las acciones más humildes conservamos un secreto deseo de ser aprobados y estimados, y de elevarnos sobre los demás. Aprendamos hoy de San José a ser dulces y humildes de corazón, y como él hallaremos la paz del alma. ¡Cuánta tranquilidad acompañaba su vida escondida, y cuánta paz gozaba en ella!…
Desconocido para el mundo, José no estaba expuesto a sus discursos, ni sometido a sus luchas. En el estrecho recinto de una pobre casa, en la que vivía oculto y contento en su trabajo, no sentía la turbación de las pasiones que agitan a los hombres; gozaba tranquilamente del silencio y de las ventajas de la soledad, y sólo se entretenía con Jesús y con María en las más santas y dulces conversaciones.
No queremos servir a nadie en la sombra; no deseamos otros oficios y hasta otras prácticas de piedad, sino aquellas que son honrosas a los ojos de los hombres. La soberbia nos es tan natural, que hasta en las acciones más humildes conservamos un secreto deseo de ser aprobados y estimados, y de elevarnos sobre los demás. Aprendamos hoy de San José a ser dulces y humildes de corazón, y como él hallaremos la paz del alma. ¡Cuánta tranquilidad acompañaba su vida escondida, y cuánta paz gozaba en ella!…
Desconocido para el mundo, José no estaba expuesto a sus discursos, ni sometido a sus luchas. En el estrecho recinto de una pobre casa, en la que vivía oculto y contento en su trabajo, no sentía la turbación de las pasiones que agitan a los hombres; gozaba tranquilamente del silencio y de las ventajas de la soledad, y sólo se entretenía con Jesús y con María en las más santas y dulces conversaciones.
Y es así como la vida retirada y oculta procura la paz interna, que es el más sólido y precioso de todos los bienes. «El que no desea agradar a los hombres y no teme desagradarlos, gozará de una paz muy grande —dice la Imitación de Cristo—; del amor desordenado y de los vanos temores nacen las inquietudes del corazón y la disipación de los sentidos». El mundo es como un mar proceloso; el retiro, por el contrario, es como un puerto y un asilo en el que se está a cubierto de cualquier borrasca. ¿Quién podrá apreciar las verdaderas dulzuras de que gozan las almas piadosas, avezadas a la soledad, y que, como San José, saben vivir esta vida?…
Ésta tiene las ocupaciones señaladas o prescritas por la misma obediencia; no son los suyos trabajos elegidos, y que por lo mismo agradan más; los llenan con fidelidad y sin ocuparse en otras cosas, de manera que no se inquietan por cuanto pasa en el mundo, ni por los mil acontecimientos que para los demás son una fuente de inquietudes y de afanes. ¿Y cómo pueden inquietarse por cuanto sucede afuera, si apenas conocen cuanto pasa junto a ellas?. . .
Desde que saben que una cosa no les corresponde, y que no se trata ni de la caridad, ni del bien común de la familia, no se interesan por ella ni se preocupan; su felicidad está en esconderse y confundirse con la multitud. Son amigas de la virtud y de las prácticas menos brillantes, que son las más sólidas, y por lo mismo, las prefieren por sobre cualquier otra. Son como la humilde y tímida violeta, que apenas se levanta del suelo, y se deja pisar entre las yerbas que la cubren. Pero lo que más consuela a estas almas es la palabra del Apóstol que se aplican a sí mismas: «Vosotros estáis muertos, y vuestra vida está escondida con Jesucristo en Dios». Pues es una vida escondida en Dios y una vida agradable a Dios; en consecuencia, es una vida toda santa, puesto que está escondida en Jesucristo; es una vida como la de San José, conforme en todo a la vida de Jesucristo, a su espíritu y a sus sentimientos.
Dejad a los hombres vanos, las cosas vanas —dice el piadoso autor de la Imitación de Cristo—; no os ocupéis sino en aquello que Dios os manda. Cerrad la puerta detrás de vosotros; llamad a Jesús, vuestro amado, y vivid con Él en vuestra celda, que en ninguna otra parte hallaréis una paz semejante. Cuando no se busca afuera ninguna apreciación favorable al propio obrar, es porque se está enteramente entregado a Dios. El no querer consolación de criatura alguna, es prueba de una gran confianza interior.
MÁXIMAS DE VIDA ESPIRITUAL
La humildad no consiste en ignorar las gracias que Dios nos concede, sino en referir enteramente a Él los dones que se reciben de sus manos, y no atribuirse a sí mismo sino la nada y el pecado
(San Juan de la Cruz).
Así como el estudio lleva a la ciencia, así también la humillación es el camino que conduce a la humildad (San Bernardo).
Mejor es vivir oculto y preocupado por la propia salvación, que hacer milagros y olvidarse de sí mismo (Imitación).
AFECTOS.
Bienaventurado José: honrado con los más sublimes privilegios, vivisteis en este mundo despreciado y desconocido. ¡Qué ejemplo para mí, que siendo polvo y ceniza, no busco otra cosa sino ensalzarme!… Yo pido, por vuestra intercesión, la gracia de poder extirpar de mi corazón el amor propio y la soberbia, y hacer brotar sentimientos de una verdadera y sincera humildad. Obtenedme que como vos ame el silencio y la vida oculta; que como vos sea olvidado por las criaturas; que las humillaciones y la cruz de Jesucristo sean mi gloria en este mundo, como lo fueron la vuestra. Oh, Jesús, María y José, quiero de ahora en adelante poner toda mi gloria y mi felicidad en humillarme siguiendo vuestro ejemplo. Así sea.
PRACTICA.
Honrar a los santos que más honraron y amaron a San José: Santa Teresa de Jesús, Santa Isabel, San Bernardino, San Bernardo, San Francisco de Sales, etc.