Ejemplo de humildad. ¡Como te sentías pequeño a tus ojos, oh san José! ¡Como amabas tu pequeñez! Siempre en la sombra, mantuviste tu vida bien escondida para responder al proyecto de Dios.
Ayúdame, oh san José, a huir de la vanagloria. Haz que encuentre gusto en la humildad y en relativizar mis intereses personales.
SAN JOSÉ BENDITO
San José bendito tú has sido el árbol elegido por Dios no para dar fruto, sino para dar sombra.
Sombra protectora de María, tu esposa; sombra de Jesús, que te llamó Padre y al que te entregaste del todo. Tu vida, tejida de trabajo y de silencio, me enseña a ser fiel en todas las situaciones; me enseña, sobre todo, a esperar en la oscuridad.
Siete dolores y siete gozos resumen tu existencia: fueron los gozos de Cristo y María, expresión de tu donación sin límites.
Que tu ejemplo de hombre justo y bueno me acompañe en todo momento para saber florecer allí donde la voluntad de Dios me ha plantado.
Amén.
Todos los bienes me vinieron juntamente con ella.
Sab. VII, U.
Cuando Dios eligió a José para ser el casto esposo de María y el padre de su único Hijo, ya era sumamente grande y perfecto; pero ¡cuánto crecieron y se perfeccionaron tan eminentes cualidades en la compañía íntima y continua de esa Virgen incomparable, cuya profunda humildad y pureza, superiores a las de los ángeles, obligaron, por así decirlo, al Hijo de Dios a bajar del cielo para hacerse Hombre!.
Que si un solo saludo de María obró tantos prodigios en la casa de Zacarías, santificó a San Juan, y le comunicó el espíritu de profecía con tanta abundancia, que participó de él también su madre, ¡qué saludables impresiones no debía hacer en el alma de San José la conversación de esa Virgen, en el tiempo en que la plenitud de la Divinidad habitaba personalmente en Ella! ¡Qué luces fulgurantes esparcía en su alma, qué fervor movía su voluntad!…
En efecto, si la boca habla de la abundancia del corazón, ¡qué edificantes serían las conversaciones de María, cuando tenía en su casto seno al Verbo que inspira el amor: Verbum spirans amorem, el Verbo hecho carne por obra del Espíritu de amor!.
¡Qué santas reflexiones debían de hacer sobre los misterios que así se cumplían bajo sus propios ojos, esos dos querubines colocados al lado del verdadero propiciatorio, pudiendo contemplarse y entretenerse continuamente!
¡Cuántas sublimes comunicaciones, qué maravillosas efusiones, qué flujo y reflujo de luces y de llamas divinas, qué sagrados coloquios entre María y José durante treinta años!.
Y ¿qué diremos, luego de esto, de la prédica constante del buen ejemplo, mil veces más elocuente, más eficaz y más conforme con la modestia de la más humilde de las vírgenes?
Es muy cierto que no pueden pasarse muchas horas en compañía de una persona plena del Espíritu Santo, sin sentirse en cierto modo mudados y penetrados del buen olor de su piedad.
San Juan Crisóstomo asegura que si un hombre de su tiempo hubiera pasado solamente un día con los fervientes religiosos que vivían en la soledad, aun cuando el motivo de su visita hubiese sido tan sólo la curiosidad, le habría sido suficiente para que al regresar a su casa, la mujer, los hijos, los amigos, se dieran cuenta de que volvía del desierto y que había conversado con sus moradores, que más que hombres eran verdaderos ángeles.
Y si un solo día de este trato producía tan saludables efectos, ¡qué impresiones divinas no debían de hacer sobre San José los heroicos ejemplos de María, de los que era afortunado testigo!.
Nada veía en Ella que no le despertara piadosos sentimientos; una modestia angelical era la norma de todas sus acciones; sus palabras lo elevaban a Dios; sus miradas santificaban su corazón.
Los santos, aun sin quererlo, inspiran santidad; poseen un fuego sagrado cuyo benéfico calor se comunica naturalmente; de donde se infiere que José, más afortunado que Obededón, no podía tener en su casa y bajo su custodia la verdadera Arca de la Alianza sin sentir su virtud.
Y aun cuando María no se hubiera dedicado a perfeccionar a su casto esposo, lo mismo habría hecho él, estando en su compañía, inmensos progresos en el amor de Dios. Pero es muy cierto que la augusta Madre de Dios tuvo más celo Ella sola, que todos los Apóstoles; y si hubiera podido abandonar la soledad en que vivía para ir por el mundo, Ella sola lo habría convertido todo.
Ahora bien; este celo sin límites lo ejerció María sobre la persona de su esposo. El orden de la caridad exigía que José fuera el primer objeto de este celo, y así lo fue por muchos años. Ese foco divino, capaz de encender toda la tierra, sólo tuvo que inflamar y consumir el corazón de José.
San Gregorio Nacianceno, hablando del celo de Santa Gorgona por la conversión de su esposo, nos dice que era tan vivo el celo que la abrasaba, que le parecía que Dios no fuera amado sino por la mitad de su corazón, pues su esposo estaba en las tinieblas del paganismo.
¡Con cuánto mayor razón podemos decirlo de María, que consideraba a José como parte de su propio corazón, hecho expresamente por Dios para Ella! ¿Y quién podrá expresar con qué fidelidad se dedicaba a llenarlo con un amor semejante al que ardía en su pecho por Dios?.
Y no debe creerse que en el ejercicio de su celo olvidara María las atenciones debidas a su esposo y señor.
No obstante la libertad que podía darle la perfecta unión que reinaba entre ellos, y la veneración con que San José se complacía en honrarla como a augusta Madre de Dios, el celo de esta Virgen tan humilde como prudente estaba siempre acompañado de tanta sencillez y modestia, que lo hacían tanto más amable y más eficaz.
María instruía conversando, exhortaba trabajando. ¿Qué más necesitaba el alma de San José, ya tan bien dispuesta, y qué más podía desear un esposo tan santo, que, deseando hacer constantemente nuevos progresos en la perfección, observaba todas las acciones de María, recogía todas sus palabras, las meditaba continuamente, y nada ahorraba por descubrir los tesoros que Ella misma deseaba dividir con él?.
Pero la humildad de María era tan profunda, que estaba bien lejos de pensar que su ejemplo fuera más que suficiente para santificar a José, por lo que se valía del crédito que tenía ante Dios su oración omnipotente: Omnipotentia supplex.
La omnipotencia es atributo de Dios solo, ya es sabido: Tua est potentia. La soberanía está en sus manos; la criatura es una nada, no tiene sino la medida de lo que Dios se ha dignado señalarle.
Pero plugo a Dios comunicar a María el poder con una abundancia tal, hasta hacerle obrar prodigios tan maravillosos, que no solamente igualan a los de su brazo omnipotente, sino que lo superan, como dice el Santo Evangelio: Opera quae ego fació, et ipse faciet, et majora horum faciet (Juan, XIV, 12). Y Dios se mostró realmente admirable, participando su omnipotencia a la Santísima Virgen.
En efecto, si la omnipotencia de Dios resplandece sobre todo en su Divinidad, en cuanto que un Dios puede engendrar a un Dios, la Santísima Virgen hace algo semejante, al ser la Madre del Dios hecho Hombre.
Si la omnipotencia de Dios se manifiesta haciendo brotar toda la magnificencia del universo con un fiat, parece aún mayor el triunfo de la omnipotencia de María, quien con un fiat hizo que Dios se abajara desde el abismo insondable de su Divinidad, para hacerse Hombre.
Por lo que San Bernardino de Siena no vacila en afirmar que todo, y hasta Dios mismo, está sometido al imperio de María: Imperio Virginis omnia famulantur, etiam Deus (Tom. II, 61); es decir, que Dios escucha sus oraciones como si fueran órdenes.
Dios confió a María el inagotable tesoro de sus gracias: Mariae se tota infundit plenitudo gratiae, dice San Jerónimo. Ella es la depositaría y la dispensadora, la sabia ecónoma de la casa de Dios, porque, como dicen los Santos Padres, no recibimos de Dios ninguna gracia, sino por la mediación poderosa de María.
Quibus vult, quomodo vult, et quando vult.
Y si la Madre de la divina gracia se mostró siempre llena de bondad y misericordia para el último y más culpable de los hombres, ¿qué tesoros inextinguibles de favores celestiales no habrá dejado caer de su corazón al de su casto esposo, para quien tenía el deber de rezar, y a quien le debía favores tan preciosos como el de la guarda de su honor y la vida de su Unigénito?.
San Bernadino de Siena escribe: Credo quod Beatissima Virgo totum thesaurum cordis sui, quem Joseph recipere poterat, illi líberalissime exhibeat, ¡Cuántas y qué gracias pediría María para José!…
Y por estas oraciones, ¡cuántas gracias derramó Jesús sobre un Santo a quien tanto amaba, y a quien, si así puede decirse, por deber de gratitud debía prodigarle sus más grandes atenciones!. . . No podemos, pues, dudar de que aquel que se hallaba tan estrechamente unido a la Dispensadora de las gracias, no haya recibido de ellas una extraordinaria plenitud.
Y para terminar esta consideración, debemos hacer alguna reflexión práctica. Si San José hizo tan admirables progresos en el camino de la perfección, es porque fue fiel a las primeras gracias que Dios le hizo; y esta correspondencia a todas las inspiraciones del Espíritu Santo, a todos los impulsos de la gracia, le merecieron siempre nuevos y mayores favores. Animo, siervo prudente: porque te mostraste fiel en lo poco, te estableceré en lo mucho.
No olvidemos, y la fe así nos lo enseña, que Dios nos pedirá cuenta exacta y severa de todas las gracias que hemos recibido y que recibimos continuamente. Son otros tantos talentos que nos confía, y que quiere que sean negociados. Toda gracia debe producir fruto en nosotros y dar a Dios un grado de gloria.
De donde resulta que más nos colma Dios de sus gracias, más debemos, a semejanza de San José, ser humildes y fervorosos en su servicio.
Humildes, porque las recibimos gratuitamente, y porque de ellas debemos responder a Dios; y por otra parte, ¿sería justo gloriarnos de un bien recibido y del que debemos dar cuenta?.
Fervorosos, porque es este el único medio de pagar, en cuanto nos es posible, las deudas que hemos contraído con Dios, como consecuencia de las gracias que nos ha concedido con preferencia a tantos otros.
No os engañéis, oh almas interiores, que no son los favores más señalados del cielo los que forman la verdadera grandeza.
La gloria de San José no es tan sólo la de haber sido el esposo de María y de haber llevado a Jesús en sus brazos, sino la de haberle custodiado en su corazón; de haber sabido unir la preeminencia de la virtud a la de las gracias y de los títulos, y de haber sabido honrar con la virtud más sublime al Dios que lo había elevado a tanta altura.
Verdaderamente sabio, pues que la gracia que lo santifica, prevalece en su corazón a la gracia que lo levanta y engrandece; pues que pospone el estado honorífico a otro más perfecto. Son sus virtudes, y no los honores, las que lo hicieron meritorio delante de Dios; y si pudiéramos separar ambas cosas, lo que Dios hizo por José por medio de María le sería inútil, sin su propia cooperación a la gracia y a los beneficios de Dios.
MAXIMAS DE VIDA ESPIRITUAL
Con la fidelidad a las gracias, estas se multiplican (San Jerónimo).
Dios, para amar a vuestra alma, no mira vuestros talentos, ni los demás dones que os ha dado, sino vuestra humildad y el desprecio de vosotros mismos.
Acostumbraos a dar a los demás pequeñas órdenes y grandes ejemplos (San Francisco de Sales).
AFECTOS
Casto esposo de una Madre siempre Virgen, oh amable Protector mío, no permitáis jamás que sea tan insensato de apropiarme los dones de Dios.
Oh bienaventurado José, enseñadme ese santo desapego de todas las cosas, con lo que sabré encontrar sólo en Dios toda mi riqueza, mi luz y mi paz; hacedme comprender que tan sólo la humildad puede acercarme a Dios en el tiempo y en la eternidad: por María, obtenedme esta gracia. Así sea.
PRACTICA
Agradecer a Dios las gracias que le concedió a San José por mediación de María. Rezar los siete gozos en honor de San José.