Meditación Día 8-San José Impone en la Circuncisión, el nombre de Jesús al Hijo de Dios.

Hombre de la acogida.
Oh san José, tu trabajo te llevaba a relacionarte a menudo con la gente, y en ello diste pruebas de atenta cortesía y de calurosa acogida.

Oh san José, ¡que yo sepa descubrir aquellos gestos que me hacen imagen viva de la disponibilidad con que Dios nos recibe tal como somos!



ACORDAOS
Acordaos, oh castísimo esposo de la Virgen María y amable protector mío San José, que jamás se ha oído decir que ninguno haya invocado vuestra protección e implorado vuestro auxilio sin haber sido consolado.

Lleno, pues, de confianza en vuestro poder, ya que ejercisteis con Jesús el cargo de Padre, vengo a vuestra presencia y me encomiendo a Vos con todo fervor.

 No desechéis mis súplicas, antes bien acogedlas propicio y dignaos acceder a ellas piadosamente. Amén.


Le llamarás Jesús
Mat. 1, 21.

San José tiene no sólo el nombre de padre de Jesús, sino que ejerce para con El toda la autoridad que este título le da. Vedlo con el Salvador en los brazos como en un altar, derramando en el misterio de la Circuncisión las primeras gotas de esa sangre adorable. Así comienza a disponer de Jesús; previene la sentencia de Pilatos, e imponiéndole el nombre de Salvador, le señala como víctima que debe ser sacrificada por la salvación del mundo; pero si en esta dolorosa ocasión José muestra todo su poder de padre sobre Jesucristo, en mil otras circunstancias le dará heroico testimonio de su afecto paternal, conservándole la vida aun a costa de la suya. Y es en esta categoría de padre del Salvador de los hombres en la que José tiene la misión de imponerle el más augusto de los nombres.

En la antigua Ley, correspondía al padre dar el nombre a sus hijos. Cuando hubo que dar un nombre al santo Precursor, le preguntaron por señas a Zacarías; y así también el Eterno Padre, que conocía todas las grandezas y perfecciones de su Hijo divino, desde toda la eternidad le destinó un nombre sublime sobre todos los nombres, y como había encargado a San José para que hiciera sus veces, le envió un ángel con la misión de revelarle ese nombre y de explicarle toda su fuerza y toda su virtud.

Es prueba de poder y superioridad imponer un nombre a. otra persona. Dios, como acertadamente lo observa un piadoso doctor, queriendo establecer a Adán como rey de la creación y otorgarle parte de su autoridad, le dio el poder de dar a cada criatura el nombre que a él le pareciera: Esto, Adam, nominum artifex, quando rerum esse non potes.
Adán, ya que tú no puedes ser el creador y verdadero padre de las criaturas, quiero al menos que reciban el nombre de tu boca, como de la mía recibieron la existencia; sé tú el principio de su nombre, como Yo lo soy de su creación.
Con esto quiero hacerte partícipe de mi autoridad sobre ellos; yo crie su sér  y tú les darás en cierto modo también la vida, dándoles un nombre, a fin de que haciéndote parte del imperio que tengo sobre ellos, tengas parte de la obediencia que me deben: Me cognoscant artificem notamque lege, te dominum intélligent appellationis nomine.

San José es tratado por Dios aún más honrosamente. Dios Padre engendró desde toda la eternidad de su propia sustancia a su Hijo unigénito, sin darle un nombre. Quiso que María le engendrara en el tiempo en su santísima humanidad, pero no le encargó de ponerle nombre: esta gloria estaba reservada a José. El será quien le dará nombre al Unigénito de Dios Padre y de María Santísima.

 ¡Qué dicha para San José, cuando imponga su nombre a Jesús!. . . Parece que le diera la vida, pero en una forma admirable. Dios Padre le engendra por su inteligencia, pero sólo le da la naturaleza divina; la Santísima Virgen le engendra en el tiempo, pero sólo le da la naturaleza humana: San José le engendra en cierto modo con sus labios, llamándole Jesús; y al reunir en este gran nombre las dos naturalezas, le reproduce, puede decirse, por entero: Esto, Joseph, nominis artifex, quoniam rei esse non potes.

¡Oh gran Santo, qué gloria para vos!. . . No pudisteis dar a aquel adorable Niño, ni la naturaleza divina como Dios Padre, ni la naturaleza humana como la Virgen María; pero lo qué hay de más grande después de aquello, es el imponer un nombre que represente una y otra naturaleza, y ese supremo honor fue reservado a vos solo.

José —dice San Isidoro— fue el Enoc del Nuevo Testamento, que habiendo gozado de la felicidad de ser el primero en pronunciar el augusto nombre de Jesús, tuvo también la gloria de ser el primero en invocarle.

José —dice San Bernardo— es el Samuel de la nueva alianza; porque habiendo dado el nombre, circuncidado y ofrecido a Jesús en el templo, le consagró realmente como a nuestro verdadero Rey.

Y si para ser digno de llevar el nombre de Jesús a pueblos y naciones, hubo de ser San Pablo vaso de elección, ¡qué perfección no debía tener San José para dar este nombre al Unigénito de Dios!

Nombre divino de Jesús, el más grande de todos los nombres, adorado en el cielo, en la tierra y en lo más profundo del infierno; nombre conocido en todas las lenguas de los ángeles y de los hombres; nombre lleno de dulzura y de esperanza, que bendijeron las generaciones pasadas, exaltan las generaciones presentes, y alabarán a porfía las generaciones futuras.

Nombre divino que, como el nombré de María, acude naturalmente a nuestros labios. ¡Pluguiese a Dios que no pudiera ser pronunciado u oído, sin sentir una suavidad celestial, algún alivio en el dolor, y una inefable confianza en las tribulaciones! . . .

«Yo —dice San Bernardo— hallo árido e insípido cualquier alimento espiritual en el que no se encuentre el nombre de Jesús. Una conversación o un libro en el que no esté repetido este nombre, no me contenta ni lo más mínimo. Ese nombre di-vino es más dulce a mis labios que la miel más exquisita, más melodioso a mis oídos que el más armonioso concierto, más grato a mi corazón que la más viva alegría» (In Cant., Serm. XV).

¡Con qué respeto debía de pronunciar San José ese nombre bajado del cielo!… Era el primero que salía de su boca al despertarse, y el último que modulaban sus labios al acostarse.

San José conoció todas las excelencias del nombre adorable de Jesús, y comprendió cuánto valor encerraba el nombre del Salvador para sí mismo y para el Hijo divino. Vos supisteis, oh glorioso San José, que Jesús sería el Varón de los dolores y de los oprobios, y como vos ocupabais el lugar de padre, debíais necesariamente participar de todos sus sufrimientos. Y ¡qué dolor traspasó vuestro corazón cuando visteis la carne del Niño divino lacerada por el cuchillo de la circuncisión, cuando oísteis sus lamentos y visteis correr su Sangre y sus lágrimas!… La misma espada laceraba vuestra carne, y no la sentisteis menos que el Niño divino.

Pero ¡con cuánta resignación, con cuánta sumisión sufristeis aquella pena!… Adorasteis los decretos del Eterno Padre, penetrasteis en las disposiciones de ese Hijo divino, y con las primicias de su Sangre ofrecisteis vuestro dolor en satisfacción a la justicia de Dios, ultrajada por los pecados de los hombres.

José conocía muy bien los Libros Santos, por lo que sabía perfectamente qué padecimientos debía sufrir Jesús, de los cuales, David e Isaías —llamado este por San Jerónimo el evangelista del Antiguo Testamento— Habían- precisado hasta los menores detalles. Por otra parte, el santo anciano Simeón, inspirado por el Espíritu Santo, había predicho claramente que ese Niño sería el blanco de las contradicciones, y que una espada de dolor traspasaría el alma de María, su Madre.

San José tenía siempre delante de sus ojos a Jesús; por lo que si la virtud de la fe es tal, que el Apóstol pudo escribir a los Gálatas que Jesús había sido crucificado bajo sus ojos, ¡con cuánto mayor razón se puede decir que el augusto padre de Jesús tenía siempre presente a su Hijo divino flagelado, ensangrentado, cubierto de llagas y esputos, y con las carnes despedazadas, semejante a un leproso!…

Si fijaba José sus miradas sobre Jesús, como pidiéndole una sonrisa, veía esos ojos moribundos y apagados; esa frente, tan llena de gracia, coronada y lacerada con espinas punzantes: sólo el amor podía sostenerlo en este suplicio continuo.
Con toda verdad podía exclamar con San Pablo: Yo muero todos los días, quotidie morior. De tal modo que los consuelos de San José nunca estuvieron exentos de amarguras. Dándole tanta parte en sus sufrimientos, Dios lo trató a San José como a amigo fiel.

 Si queremos, pues, ser glorificados con Jesucristo —dice el Apóstol—, es necesario que suframos con El. Más de cerca le pertenecemos, más nos unirá a Él y más deberemos sufrir.

Aun cuando con San Pablo fuéramos arrebatados al tercer cielo, no por eso se nos asegura que no tendremos que sufrir. Le demostraré —dice Jesús— cuánto es necesario que se sufra por mi Nombre. Y se lee en la Imitación: «Si queremos amar a Jesús y servirle constantemente, no nos queda otra cosa sino sufrir».

La circuncisión del corazón, que Dios nos exige, es un largo y penoso martirio; pero el amor de Jesús, la unión con Jesús, la felicidad de sufrir con Jesús y por Jesús, endulzará los sufrimientos, y no sólo nos los hará amar, sino aun preferir a los falaces placeres del mundo.

Si de algo habremos de dolernos en el momento de la muerte, será sin duda porque se nos acaba el tiempo de sufrir por Dios, y en consecuencia, de adquirir méritos.

Esta es, tal vez — dice Bossuet—, la única ventaja que tenemos por sobre los ángeles, pues ellos son, sí, los amigos de Nuestro Señor, pero no pueden acompañarle ni en sus padecimientos, ni en su muerte. Pueden ser, sí, ante Dios, víctimas de la más ardiente caridad; pero su naturaleza impasible no les permite darle una generosa prueba de su amor entre dolores y amarguras, y tener el honor, tan querido para el que ama, de llegar a dar la propia vida y a morir de amor.
¡ Oh, qué gracia tan grande es esta de amar y sufrir: amar sufriendo y sufrir amando! ..

Guardémonos de perder ni una sola de las cruces que se nos presentan, y digámonos con frecuencia: ¡Animo! El tiempo de la prueba es breve, pero la recompensa es eterna.



MAXIMAS DE VIDA ESPIRITUAL

Los santos más grandes a los ojos de Dios, son los más pequeños a sus propios ojos; y cuanto más sublime es su vocación, más humildes son en su corazón (Imitación de Cristo).

Las cruces son los regalos más preciosos que Dios pueda hacernos en este mundo, y el aceptarlas de corazón es el homenaje más agradable que podemos hacer a Dios en este mundo (P. Huby).

Nadie puede comprender la Pasión de Cristo, si no ha sufrido (Imitación de Cristo).


ASPIRACIONES

Oh bienaventurado Padre, por aquella firmeza heroica con que habéis soportado todas las pruebas, os suplico humildemente me obtengáis de Jesús la resignación y el valor necesarios, para saber, a vuestro ejemplo, aprovechar las tribulaciones y pruebas que a Dios le pluguiera enviarme, para purificarme y reavivar mi amor hacia Él.

Haced que, como vos, halle todo mi consuelo y mi fuerza en la invocación del Nombre dulcísimo que vos mismo habéis impuesto al Hijo de Dios.

Que el Santísimo Nombre de Jesús sea mí único consuelo en las aflicciones, mi luz en las dudas, y la última palabra en la hora de la muerte, a fin de que pueda bendecirle eternamente con vos en el esplendor de los santos.
Así sea.

PRACTICA

En las pruebas, invocar los dulces y poderosos nombres de Jesús, María y José.