Meditación Día 6- San José semejante a María



Hombre de la esperanza
Oh San José, tú has vivido en una actitud de serena esperanza ante la persona de Jesús, de quien, durante tu vida, jamás pudiste vislumbrar algo que revelara su divinidad.

Aumenta, san José, mi capacidad de esperanza, alimentando el aceite para mis lámparas de espera.


CONSAGRACIÓN A SAN JOSÉ
ANTE LAS TRIBULACIONES

¡Oíd, querido San José, una palabra mía !... Yo me veo abrumada de aflicciones y cruces, y a menudo lloro... Despedazada bajo el peso de estas cruces, me siento desfallecer, ni tengo fuerzas para levantarme y deseo que mi Bien me llame pronto.

En la tranquilidad, empero, entiendo que no es cosa difícil el morir... pero si el bien vivir. ¿A quién, pues, acudiré sino a Vos, que sois tan bueno y querido, para recibir luz... consuelo… y ayuda? A Vos, pues, consagro toda mi vida, y en vuestras manos pongo las congojas, las cruces, los intereses de mi alma… de mi familia… de los pecadores… para que, después de una vida tan trabajosa, podamos ir a gozar para siempre con Vos de la bienaventuranza del Paraíso. Amén.

Jaculatoria. San José, Protector de atribulados y de los moribundos, rogad por nosotros.


Hagámosle otro que sea semejante a él.
Gen. II, 18.

Habiendo sido San José elegido por Dios para ser el protector y el casto esposo de la más pura de las vírgenes, ¿podremos dejar de creer que fue adornado con todas las gracias y privilegios que debían hacerlo digno de un título tan glorioso? ¿Qué padre no elige para la hija que ama tiernamente, el esposo más virtuoso y perfecto que pueda hallar?. . .

Ahora bien; ¿hubo jamás hija alguna más amada por el Padre celestial que la Santísima Virgen, destinada desde toda la eternidad a ser Madre de su único Hijo?…

Dios, cuyas obras llegan a su término fuerte y dulcemente, debía preparar para María un esposo que mereciera gozar de una unión tan íntima con la madre de su Unigénito.

El cielo, fecundo en milagros, había reunido en aquella augusta Virgen todas las gracias y todas las virtudes. Era María más bella que la luna, más resplandeciente que el sol, más formidable contra el príncipe de las tinieblas que una armada en orden de batalla. Toda pura a los ojos del que es la pureza misma, María veía a sus pies a todas las criaturas del cielo y de la tierra, y sólo Dios, cuya fiel imagen era, la superaba en gracia y santidad.

Por eso, cuando Dios, al principio del mundo, creó de la nada, con su poder infinito, esa multitud de seres, cuya excelencia era a sus ojos digna de admiración, y coronó su obra maravillosa creando al primer hombre, no halló nada sobre la tierra que pudiera compararse a Adán. A tantas maravillas debió añadir un nuevo milagro, y dar a Adán un apoyo que fuera igual a él: Faciamus ei adjutorium simile sibi.

Y creó la primera mujer, que quiso sacar del costado de Adán, para que, siendo de su misma naturaleza, pudiera servirle de compañera. ¿No es, pues, lógico pensar que, habiendo dado José a María para ayudarla y servirla, lo haya hecho a José semejante a Ella, enriqueciéndolo con todos sus dones y dotándolo con gracias especiales, a fin de que, siendo en cierto modo la fiel imagen de las perfecciones de una Esposa santa, fuese digno de serle dado por compañero?

Dios Nuestro Señor dijo un día a Santa Teresa estas admirables palabras, que leemos en su Vida: «Sabe, hija mía, que si Yo no hubiera creado el mundo, lo crearía para ti sola». ¿No creeremos, después de esto, que Dios, como piensan muchos célebres doctores, creó a José con todas las perfecciones expresamente para María, a quien amaba más que a todos los ángeles y santos juntos?. . .

 Me parece ver a las tres adorables Personas de la Santísima Trinidad reunidas en consejo, diciendo: «Hagamos para María un auxilio semejante a Ella», que sea digno de vivir y tener parte en los divinos oficios a que está destinada esta Virgen incomparable, en la que el Omnipotente ha obrado maravillas tan grandes, y a quien el Espíritu Santo eligió por Esposa fidelísima: Faciamus ei adiutorium simile sibi.

Y sobre esta semejanza y esta unión de Jesús con María podemos fundar todas las grandezas de nuestro Santo Patriarca. Que si el Sabio asegura que Dios, para recompensar la virtud y la piedad de un hombre de bien, le prepara y le da una mujer prudente y virtuosa: Mulier bona, pars bona, dabitur viro pro factis bonis (Ecl., XXVI, 3), ¡qué méritos, qué tesoros de gracias no deberá poseer San José, habiendo recibido del cielo, en premio de su virtud, la más prudente, la más perfecta de todas las criaturas salidas de las manos de Dios!

¿Cómo podremos hacernos una idea exacta de la pureza, de la humildad incomparable de José por las oraciones de María, quien en el templo pedía a Dios con fervor los medios más eficaces para llegar a la perfección que Él tenía derecho de exigirle, después de haberla colmado de tantas gracias y bendiciones?

Es indudable que la augusta Madre de Dios, que no es aventajada en méritos por nadie más que por su divino Hijo, era mil veces más santa que José; ¿y por qué no habremos de decir que nuestro Santo Patriarca, destinado a ser el esposo de María y padre adoptivo de Jesús, era mil veces más santo que todos los demás bienaventurados?

Dios —dice San Gregorio Nacianceno— reunió en José, como en un sol, todo lo que los demás santos juntos tienen de luz y de esplendor: In Joseph omnium sanctorum lumina collocavit.

San Juan Crisóstomo, a su vez, dice que queriendo Dios dar un esposo a la Madre de su Unigénito, buscó largo tiempo entre todos aquellos venerables patriarcas de la antigüedad, para encontrar uno que fuera digno de este título.

Vio la fe firme y constante de Abraham, la pureza del alma de Isaac, la paciencia longánima de Jacob, la santidad y dulzura de David; pero sólo José atrajo sus miradas, y fue el único hallado digno de un grado tan eminente: Inventó tándem Joseph, cuius meritum pertransiré non potuit.

Considerando San Bernardo que la semejanza es el alma de las uniones bien ordenadas, saca en consecuencia que era necesario que José fuera, como su Esposa, purísimo en castidad, profundísimo en humildad, elevadísimo en la contemplación y ardentísimo en la caridad.

Cuando Dios quiso dar una compañera al primer hombre, se la dio semejante en la naturaleza, en la gracia y en la perfección, y cuando quiso dar un esposo a la Madre de su Hijo divino, lo escogió semejante a Ella en gracia y santidad.

Por lo tanto, cuando consideramos atentamente las sublimes prerrogativas y las admirables virtudes de José, vemos que ningún santo tuvo como él tanta parte en los privilegios de los méritos que enaltecieron a María por sobre todos los santos.

María está figurada en las mujeres más ilustres del Antiguo Testamento, y la autoridad que José debía ejercer en la casa de Dios, la hallamos figurada en la elevación del hijo de Jacob, tan célebre por su castidad, al cargo de primer ministro en la corte de Faraón.

Aquel salvó a Egipto con su providencia, y José cooperó eficazmente a la redención del mundo y a la salvación de todos los hombres, conservando con sus cuidados al mismo Salvador.

 José es el único santo del Nuevo y del Antiguo Testamento que compartió con María la gloria de ser figurado y anunciado mucho tiempo antes de su nacimiento.

Se diría, si ello fuera posible, que Dios ensayó su creación en la persona de esos ilustres patriarcas que antecedieron al Mesías: Cogitabat homo futurus, Y así fue José, como María, predestinado desde toda la eternidad a cooperar al gran misterio de la Encarnación del Verbo. Ambos fueron descendientes de reyes, de profetas y de todo lo que de más noble había en la antigua Ley.

María, exenta de la mancha original, fue inmaculada desde su concepción, y José fue santificado en el seno de su madre . María fue bendita entre todas las mujeres, por haber sido la primera que enarboló el estandarte de la virginidad.

José fue elegido entre todos los hombres, en razón de su pureza, para ser esposo de la más pura de las vírgenes, y fue el primero que, respondiendo a la invitación de su casta Esposa, se unió a Dios con lazos indisolubles.

La humildad de María se turbó oyendo de labios del arcángel Gabriel, que había sido elegida para ser la Madre de Dios: y el ángel también se ve obligado a tranquilizar a José, el cual, considerando su nada, no podía consentir en ser el esposo de la Madre de Dios y el padre adoptivo del Verbo encarnado: Joseph, fili David.

María dio la vida a Jesucristo, y lo alimentó con su leche virginal; José, con el sudor de su frente y con sus trabajos le proporcionó el alimento para sostener en el Salvador la Sangre preciosa que derramó por nosotros sobre la Cruz.

Ambos tuvieron la suerte feliz de cuidar del único Hijo de Dios, y de convivir con El durante treinta años en la unión más íntima. Después de morir de amor, como María más tarde, José tuvo la gracia de resucitar con Jesucristo, y subir con El al cielo el día de su Ascensión gloriosa.

Nosotros invocamos a María como a la más clemente y más poderosa de todas las criaturas; y la clemencia y la potencia de San José fueron figuradas en el hijo de Jacob, el cual perdonó a sus hermanos, no obstante la crueldad con que lo habían tratado, y fue el más poderoso de todo el reino de Faraón. La Iglesia llama a María, Espejo de justicia, y el Espíritu Santo da a José el nombre de Justo por excelencia.

Invocamos a María como a Reina de los confesores, y José tuvo la gloria de ser el primer justo perseguido en la Iglesia naciente. Proclamamos a María, Reina de los profetas, y José conoció todos los secretos del Altísimo y los grandes misterios de la Redención.

María es la Reina de los ángeles, y José —dice el Sabio Cornelio a Lápide— merece ser colocado más entre los ángeles que entre los hombres: Fuit ipse ángelus potius quam homo.

Si José no fue inferior a los ángeles, y se hizo su igual por su incorruptible pureza, más lo fue por los privilegios conquistados con su incomparable santidad.

José fue, en cierto modo, igual, si no superior a los ángeles del primer orden, custodiando al Niño Dios confiado a sus cuidados; igual a los arcángeles, trasmitiendo a María las órdenes que recibía del cielo; igual a las potestades, manifestando a los egipcios la omnipotencia del Verbo encarnado, que aterró a los ídolos; igual a los principados y dominaciones, porque mandaba al Rey y a la Reina de los cielos; igual a los tronos, porque él mismo servía de trono al Niño Jesús cuando le tenía en sus brazos; igual a los querubines, pues había penetrado los más profundos misterios de la sabiduría encamada; igual a los serafines, porque se levantaba en las alas del amor a la más alta contemplación, para descansar en el seno del Maestro divino, a quien los bienaventurados jamás se cansan de contemplar.

En una palabra, ¿a cuál de los serafines comunicó Dios la paternidad divina? ¿A cuál de ellos dijo alguna vez: Tú eres mi padre?,..

José fue juzgado por sobre todos los espíritus celestiales, digno de un nombre que Dios no hubiera podido dar a nadie.

En vista de una tan sublime dignidad reservada a José, ¿qué sentimientos tendrían hacia él los espíritus celestiales?. . . No de envidia, que de ello no son capaces, no; pero sí debía de haber entre ellos algo así como una porfía, una santa emulación, para mostrar cada uno el mayor respeto y amor hacia un Padre tan querido por Dios.

¡Cuán grande debió de ser la humildad de San José, para merecer semejante favor, y cuánto debió de acrecer después de recibida esta distinción! ¡Dios mío, con qué complacencia habréis mirado a aquel que, estando en el colmo de la grandeza, no salía de su anonadamiento!

¡Cuán vanos e injustos somos cuando nos envanecemos por los dones de Dios, cuando nos adueñamos de ellos como cosa propia, cuando por ellos queremos ser preferidos a los demás!

¡Qué pocas son las almas que, a imitación de San José, refieren a Dios todos los bienes que de Él recibieron, y que no buscan la perfección sino por la gloria de Dios!…

No olvidemos que, en la mente de Dios, el amor y la práctica de una virtud están por sobre los favores del cielo, aun los más insignes y de las dignidades más sublimes.

Para seguir los ejemplos de San José, debemos prestar siempre mayor atención a los menores actos de virtud, que no a los dones celestiales; pues que no son aquellos dones, sino las virtudes, cuyo ejercicio tanto cuesta a la naturaleza, las que glorifican a Dios, y a la vez nos santifican.

MAXIMAS DE VIDA INTERIOR

Todo aquello que no nos hace más humildes y más desinteresados, es malo, y hay que considerarlo como sospechoso y evitarlo (P. Groa).

La viña plantada entre los olivos, produce uva oleosa; y así el alma que frecuenta gente virtuosa, no puede menos que participar de sus buenas cualidades (San Francisco de Sales).

Todas las gracias de Dios nos son distribuidas por María (S. Bernardo).

AFECTOS

Oh Verbo encarnado, os ruego por la intercesión de San José, queráis usar de todo el poder de vuestra gracia para extirpar mi orgullo y mi amor propio.

Nunca seré nada a vuestros ojos, en tanto que me ame a mí mismo.

Si prevéis que por vuestros dones yo había de ensoberbecerme, no me los concedáis, apartadlos de mí. Prefiero ser miserable y privado de todo bien espiritual, con tal de ser humilde.

Oh glorioso San José, obtenedme la gracia de seguir, como vos, las huellas de vuestra augusta Esposa, a fin de que me sea dado practicar las virtudes que os han hecho digno de estar unido con Ella en el cielo para siempre. Así sea.

PRACTICA

Agradecer a Dios por las gracias concedidas a San José por los méritos de María.