Día 24- Amor de San José al silencio


Custodio de la virginidad.

Como esposo de la Madre de Dios cuidaste con amor casto su virginidad respondiendo así al proyecto de Dios.
Haz, oh san José, que yo viva con responsabilidad mi vocación específica, educando y fomentando mi capacidad de amar.


INVOCACION A SAN JOSE

"San José, guardián de Jesús y casto esposo de María,
tu empleaste toda tu vida en el perfecto cumplimiento de tu deber,
tu mantuviste a la Sagrada Familia de Nazaret con el trabajo de tus manos.
Protege bondadosamente a los que recurren confiadamente a ti.
Tu conoces sus aspiraciones y sus esperanzas.
Se dirigen a ti porque saben que tu los comprendes y proteges.
Tu también conociste pruebas, cansancio y trabajos.
Pero, aun dentro de las preocupaciones materiales de la vida,
tu alma estaba llena de profunda paz y cantó llena de verdadera alegría
por el íntimo trato que goza con el Hijo de Dios,
el cual te fue confiado a ti a la vez que a María, su tierna Madre.
Amén." -- Juan XXIII


Amor de San José al silencio.

Vuestra fortaleza estará en la quietud y en la esperanza.
Isaías, XXX, 15.


El silencio es uno de los medios más eficaces para progresar en la vida interior. Cuando se edificaba el templo de Jerusalén, no se oían golpes de martillo, ni de ningún otro instrumento, porque el templo de Dios debía ser levantado en silencio. Del mismo modo, cuando un alma no se disipa por fuera con palabras, y se mantiene recogida y fiel a las inspiraciones de la gracia, el templo de su perfección se levanta sin dificultad en su interior.

El silencio facilita la presencia de Dios, dispone a la oración, nutre los sentimientos de piedad, aviva los ardores de la caridad, insta a la práctica de la humildad; en una palabra, levanta el alma hasta Dios, que por boca del Profeta dice que conducirá el alma a la soledad, le hablará al corazón, y conversará familiarmente con ella.

Si San José elevó a tanta altura el edificio de su perfección, fue porque siempre vivió en una gran soledad interior, sin detenerse en nada caduco que pudiera distraerlo o turbarlo.

Dulce reposo, poco conocido por aquellos que, viviendo en la agitación y en el tumulto, no pueden oír la voz que llega hasta nosotros —dice el Espíritu Santo— como un dulce céfiro, del que no percibimos el soplo, pero cuyo efecto sí sentimos. ¡Silencio sagrado, durante el cual no se habla sino con Dios, y no se escucha a nadie sino a Dios!…

San José es el modelo por excelencia de esta vida silenciosa y recogida, en la cual el alma interior, alejada de todas las criaturas, descansa únicamente en Dios, que se preocupa hasta de la cosa más insignificante.

«Jesús es revelado a los Apóstoles, y es también revelado a José, pero en condiciones muy diversas», dice BossuetEs revelado a los Apóstoles para que le anuncien a todo el mundo, es revelado a José para que calle y le esconda. Los Apóstoles son como otros tantos faros que muestran a Jesucristo al mundo; José es un velo para cubrirle; y bajo este misterioso velo se esconde la virginidad de María y la grandeza del Salvador del mundo.

Leemos en la Sagrada Escritura que cuando se quería despreciar a Jesús, se le decía: «¿Y no es este el hijo de José?» Jesús, en manos de los Apóstoles, es una palabra que debe predicarse:  «Predicad la palabra de este Evangelio». En las manos de José es el Verbo escondido y no es permitido descubrirle.

Los Apóstoles predican tan altamente el Evangelio, que el sonido de su predicación llega hasta el cielo, por lo que con toda razón ha escrito San Pablo que los consejos de la divina Sabiduría llegaron al conocimiento de las potencias de la Iglesia por ministerio de los predicadores: Per Ecclesiam. José, por el contrario, oyendo hablar de las maravillas de Jesucristo, escucha, admira y calla. Aquel a quien glorifican los Apóstoles con el honor de la predicación, es glorificado también por José con el humilde silencio, para enseñarnos que la gloria de los cristianos no consiste en los oficios brillantes, sino en hacer lo que Dios quiere.

Si no todos pueden tener el honor de predicar a Jesucristo, todos pueden tener el honor de obedecerle, y esta es, precisamente la gloria de San José, y es este el sólido honor del cristianismo. José no hizo nada a los ojos de los hombres, porque todo lo hizo a los ojos de Dios. El veía a Jesucristo, y callaba; sentía los admirables efectos de su presencia, y no hablaba de ellos. Dios solo le bastaba; no pretendía dividir su gloria con los hombres; seguía su vocación, porque así como los Apóstoles son ministros de Jesucristo públicamente, él era el compañero y el ministro de su vida escondida.

En efecto, vemos que José, aun cuando perfectamente instruido en los misterios de Dios, no se dedicó a comunicar a otros la sabiduría de la cual estaba colmado, ni los secretos divinos que le habían sido confiados. ¿Y qué no habría podido decir de su casta esposa y de su amado Hijo, cuando tantas razones tenía en su favor que justificaran alguna discreta confidencia? ¿Qué lengua tan cauta y modesta no se hubiera hecho escrúpulo de callar y deber de hablar?.. . Deber de caridad hacia tantas almas fervorosas que languidecían y suspiraban esperando a su libertador; deber especialmente hacia su grande esposa desconocida entre los suyos y puesta en el trance de dar a luz al Unigénito de Dios en un pesebre miserable, expuesta a los rigores de la estación… El corazón de José sufría las humillaciones de María y de Jesús, pero ninguna razón lo movía a violar el secreto de que era depositario.

Escucha en silencio a los Magos y a los pastores que vienen a adorar al Salvador, y hablan de las maravillas que acompañaron su nacimiento. Y ¡cuántas otras cosas admirables podía haber dicho de las que le fueron reveladas por el ángel, acerca de la grandeza futura de aquel Niño divino!… Pero él prefiere darnos el ejemplo de la humilde discreción que debemos observar aun en los trasportes de la más justa alegría. El silencio es el sello de la santidad del alma; si se rompe, con frecuencia aquella se evapora.

Óptima lección para las almas a las que Dios concede gracias extraordinarias, pues conviene que estas observen silencio sobre cuánto les sucede, no permitiendo que trascienda en absoluto, ni llegue a conocimiento de quienes no corresponda. A veces parecerá que es gloria para Dios hablar de los favores que Él hace a un alma; pero ¡qué fácil es que bajo esta apariencia de celo se esconda la soberbia!… Si os proponéis, pues, sinceramente la gloria de Dios, comenzad por desear las humillaciones, y alegraros y complaceros en ellas, como San José: con estas disposiciones glorificaréis a Dios, indudablemente.

Veis cómo San José recibe de buen grado los avisos del justo Simeón; cómo no desdeña ser instruido por el santo anciano respecto del porvenir de Jesús; cómo acoge las palabras del buen anciano, pareciendo que ignorara completamente todo lo que ya sabía, porque estaba lleno de espíritu divino y de gracia. No se apresura a narrar las maravillas que el mensajero celeste le había anunciado de parte de Dios; y como si el cántico de Simeón le hubiera descubierto misterios por él ignorados, escucha sus frases —dice el Evangelio— con una admiración llena de respeto y maravilla: «El padre y la madre del Niño se maravillaban de lo que se decía de Él».

Ahora bien; nada más raro, aun entre las personas piadosas, que esa sabia y modesta prudencia que inclina a callar los propios dones y a manifestar los de los demás. Con frecuencia pagados de sí mismos por alguna débil luz que creen haber hallado en alguna lectura un poco más sublime que las comunes, quieren instruir sin conocimiento, regularlo todo sin estar llamados a ello, decidirlo todo sin tener autoridad para hacerlo.

Las grandes cosas que Dios hace en el alma de las criaturas, operan naturalmente el silencio, y ese no sé qué de divino que la palabra humana es incapaz de expresar. En esta forma se aprende a guardar en silencio el secreto de Dios, siempre que El mismo no nos obligue a hablar. Las ventajas humanas no valen nada, si no son conocidas y si el mundo no las aprecia; los dones de Dios tienen por sí mismos un valor inestimable, que no puede sentirse sino entre Dios y el alma.

Si San José es tan fiel en tener escondida la grandeza anonadada del Hijo de Dios, ¡cuánto más aún en dejar sepultados en el más profundo silencio los favores inestimables de los que estaba colmado!… Nada prueba mejor la humildad de José, como el modesto silencio que observó constantemente: el Evangelio no nos trasmite una sola de sus palabras. Esto, que podría significar una pérdida para nosotros, está ventajosamente reparado por el ejemplo de su humilde discreción. El saber observar el silencio es una cosa tan preciosa y rara, que hizo decir a un pagano: «Los hombres nos enseñan a hablar, pero sólo los dioses pueden enseñarnos a callar».

Aprovechad, oh almas piadosas, el ejemplo de San José. Si queréis hacer rápidos progresos en la vida interior, si queréis ser humildes y conversar familiarmente con Dios, si queréis tener  tan sólo pensamientos santos y sentir siempre la inspiración del cielo, observad el silencio y manteneos en el recogimiento, como José, el cual nunca estaba menos solo que cuando estaba solo. No es siempre fácil en el mundo tener horas señaladas para el silencio, porque cuando menos se piensa, se presenta la ocasión de hablar; pero se observa el silencio si no se habla sino sólo cuando es necesario; cuando sin afectar un silencio fuera de lugar, más bien que hablar se escucha a los demás; cuando hablando se tiene el cuidado de no abandonarse a una natural vivacidad, y de mantenerse en una cierta reserva que inspira el espíritu de Dios. No temáis, almas piadosas; no temáis nunca de no ser bastante solitarias, pues tendréis soledad y silencio cuando sea necesario, si no hablaréis nunca sino cuando el deber o la conveniencia lo exijan. Cuando se eviten las disipaciones voluntarias, las curiosidades, las palabras inútiles, sólo entonces podrá decirse que vivimos recogidos.

Tened cuidado, oh almas interiores. Si no queréis perder el mérito de las adversidades que Dios os manda, soportadlas en silencio, a imitación de San José, el cual sufrió sin lamentarse las humillaciones, aun las más penosas a la naturaleza. Las almas generosas quieren sólo a Dios como testimonio de sus penas; y no queriendo a otro más que a Él por espectador, están ciertas de tenerlo como consolador.

Así como el silencio exterior es tan necesario y ventajoso para nuestra perfección, el silencio interior lo es más aún; porque sin este, el primero pierde en gran parte su virtud. «Quien desea servir a Dios —dice la Imitación de Cristo—, debe amar la soledad interior, pues sin esta, la soledad exterior se convierte en multitud».

El silencio interior es uno de los más nobles ejercicios de esta vida sublime, que conduce a una gran unión con Dios. El Espíritu Santo no encuentra sus delicias sino en los corazones pacíficos y tranquilos, y no permanece en un alma agitada o frecuentemente turbada por el rumor de las pasiones y la conmoción de los afectos. No habita en un alma disipada, distraída, que gusta de expandirse al exterior con conversaciones inútiles.

El silencio interior calma las imaginaciones vanas, inquietas y volubles; hace callar y suprime una multitud de pensamientos que agitan y disipan el alma. En fin, el silencio consiste más bien en el recogimiento interior que en el alejarse de los hombres, pues esto solo no es capaz de darnos la paz del alma. Las distracciones que son propias y personales de las potencias sobre las que Dios quiere trabajar, distraen mucho más que las cosas exteriores que hieren el oído. Se puede ser muy recogido y vivamente penetrado de Dios aun entre el tumulto de las criaturas —así San José gozaba de una gran paz interior entre las agitaciones y desórdenes de Egipto—; pero es imposible estar recogidos entre la multitud de pensamientos y entre el agitarse de las pasiones.

Para oír la voz de Dios, que no habla sino en la calma, es menester una gran atención, por la que el oído esté incesantemente a las puertas del corazón; porque Dios habla al corazón: Audi, filia, et vide, et inclina, aurem tuam. Esta atención no es una aplicación penosa, sino un silencio tranquilo y deleitoso. Siempre escondida dentro de sí misma, siempre unida a Dios, atenta a sus palabras, fiel a sus inspiraciones, el alma interior goza de una paz continua e inestimable, cuya dulzura no sabe expresar: Pax Dei, quae exsuperat omnem sensuum. Siempre guiada por el Espíritu divino, que no cesa de inspirarla cuando la gracia es correspondida, sus deseos son justos y moderados; las acciones, reguladas y santas; las pasiones, sometidas; los modos, graves; las palabras, sabias; las intenciones, puras; en una palabra, su vida es toda divina. No es ella quien vive, sino Cristo quien vive en ella.

Elevada hasta Dios, es semejante en pureza a los ángeles de paz, no anhelando el cielo sino por amor, y permaneciendo unida a la tierra tan sólo por necesidad: colocada así entre uno y otra, esta alma ve pasar a las criaturas, y ser trasportadas del tiempo a la eternidad. Es siempre igual a sí misma, porque todo es igual para ella, y está convencida de que todo es nada. Entre las vicisitudes de las cosas creadas goza de una calma deliciosa, que es como un anticipo de la visión beatífica.

MAXIMAS DE VIDA ESPIRITUAL

Si sois fieles en callar cuando no es necesario que habléis, Dios os concederá la gracia de que no os disipéis cuando tengáis que hablar por verdadera necesidad (Fenelón).

Las inspiraciones de Dios obran en el alma con poco rumor: un alma muy ocupada exteriormente no podrá oír la palabra interior, y la dejará pasar sin que produzca ningún efecto (P. Httby).

Para tener a Dios presente en todo momento, es necesario separarse de las criaturas, no sólo exteriormente, sino también en el interior; es decir, tener en sí una soledad en la que el alma permanezca siempre encerrada (Máximas espirituales)

AFECTOS

Oh bienaventurado Padre mío, siervo fiel y prudente, vuestra vida silenciosa y recogida habla elocuentemente a mi corazón. ¡Qué saludables remordimientos me produce —por el abuso que hice de mi lengua— esa admirable discreción que os hizo observar el silencio, cuando a mí, en idénticas circunstancias, mil razones sutiles me habrían persuadido de que debía decirlo todo y revelarlo todo!… Quiero de ahora en adelante aprender de vos a callar.

Dignaos, oh Verbo encarnado, recibir en expiación de mis pecados de lengua, los méritos tan preciosos del silencio de San José. Que de ahora en adelante mi boca no se abra más que para bendeciros a Vos y edificar al prójimo. Así sea.

PRACTICA

Hacer de modo de encontrar en el día un momento para recogeros y observar el silencio en unión con San José.