Día 21- San José, ejemplo de gratitud



 Ejemplo de gratitud. Nadie después de tu esposa, querido san José, recibió, de la bondad de Dios, tanto como tú. Y después de María, nadie cultivó tanto un corazón agradecido por los dones recibidos.
Haz, oh san José, que yo sea consciente de los dones que Dios me otorga cada día.


MEMORARE A SAN JOSE
(Adaptado por SCTJM)

Acuérdate, oh guardián del Redentor y nuestro amoroso custodio, San José, que nunca se ha escuchado decir que ninguno que haya invocado tu protección o buscado tu intercesión, no haya sido consolado. Con esta confianza acudo a ti, mi amoroso protector, casto esposo de María, padre de los tesoros de Su Sagrado Corazón. No deseches mi ardiente oración, antes bien recíbela con tu cuidado paterno y obtén mi petición….(Aquí se menciona la petición)

Oh Padre, que en tu designio de amor elegiste a San José para ser esposo de la Santísima Virgen y el custodio de los misterios de la Encarnación, concédenos, te imploramos que a través de su paternal intercesión, recibamos las gracias de disponernos con generosidad y humildad de corazón a cumplir tus designios de amor para nuestra vida y para nuestra Familia Espiritual. Amén.

¡San José, llévanos a nuestro hogar, dirige nuestros corazones al Corazón de la Madre y al Corazón del Nino!
San José, Custodio de los Misterios de amor de los Corazones Traspasados….ruega por nosotros.


Amén


Felicidad que las almas piadosas encuentran en la comunión.

Mi amado me pertenece, y yo a él.
(Cant. II, 16.)
Jamás podremos comprender los consuelos divinos y las inenarrables delicias que San José gustó en sus íntimas vincula­ciones con Jesús. ¿Quién podrá medir los trasportes de amor, los éxtasis de este padre bienaventurado, la primera vez que tuvo la suerte de estrechar sobre su corazón tan tierno y tan puro a Aquel a quien adoran los ángeles en dulces deliquios de amor: Trementes adorant angeli?…

¿Quién podrá referir los sentimientos de esa alma tan amante, cuando con las suyas se confundían las dulces miradas de Jesús, que respondía al amor de su dilecto padre, no sólo con el reconocimiento, sino también con la efusión de sus divinos favores?… Las caricias que Jesús hacía a José, no eran como las de los niños comunes, de simple instinto: eran demostraciones razonadas de caridad, emanaciones de su divinidad, pruebas infa­libles de su predilección; eran caricias inspiradas, que producían efectos deliciosos de santidad y perfección. ¿No podemos decir de José como de Simeón: El anciano llevaba al Niño, y el Niño gobernaba al anciano; el anciano era la fuerza del Niño, y el Niño era la ciencia del anciano; el anciano sostenía el cuerpo del Niño, y este sostenía el alma del anciano?. . .

Tertuliano admiraba la gloria y la suerte del trozo de tierra que fue tocado por las manos de Dios, cuando quiso modelar el cuerpo de nuestro primer padre, pues que sus manos adorables santifican y divinizan cuanto tocan: Ita toties honoratur, quoties manus Dei patitur.

¡Oh, San José, qué grande fue vuestra suerte al tener tantas veces el honor de acariciar al Salvador!… Pero aun has sido más afortunado, porque aquellas manos poderosas, que son fuen­te tan abundante de gracias, de bendiciones y de vida, os hayan acariciado a Vos: Itaque toties honoratur, quoties manus Dei patitur.

¡Ah, no, el divino Salvador no os tocó jamás con sus sagra­das manos sin dejar alguna divina impresión, y cada vez ma­yor!… ¿Cómo podremos hacernos una idea exacta de los indecibles favores y consuelos con los que Jesús inundaba el corazón de su padre, en su continuo trato con él?…

Si Juan, el discípulo amado, repitió doquiera que la suerte que tuvo de reposar sobre el pecho adorable de su divino Maes­tro, fue un favor insigne, lo que para San José era un derecho, y lo que fue concedido una sola vez al afortunado Apóstol, era felicidad de todos los días para nuestro Santo Patriarca, en la in­fancia de Jesús, cuando reposaba amorosamente sobre el corazón de José, y en la vejez de este, cuando junto al divino Salvador saboreaba un dulce descanso: Sub umbra illius, quem desideraveram sedi, et fructus eius dulcís gutturi suo.
María Magdalena acercó sus labios y dejó su alma cautiva a los pies del Salvador, y José recibió con María el primer beso, la primera caricia del Dios Niño.

Decídnoslo, si podéis, bienaventurado José; ¿qué pasaba en vuestro corazón cuando ese Niño divino sonreía a vuestro amor, estrechaba con sus divinas manos vuestra frente virginal, y acercaba a vuestros labios su boca adorable?. . .

¡Qué delicio­so júbilo debió de ser el vuestro, cuando el divino Niño articuló las primeras palabras, vuestro nombre y el de vuestra augusta y castísima esposa!… Vox enim tua dulcis… ánima mea lique­facta est ut locutus est.

«¡Oh gran San José —exclama el santo Obispo de Ginebra—, esposo amantísimo de la Madre de Jesús, cuántas veces tuvisteis en vuestros brazos ese Amor del cielo y de la tierra, mientras, inflamado por los besos y abrazos de aquel divino Niño, vuestra alma se deshacía de gozo al oír repetir a vuestro oído (¡oh Dios mío, qué suavidad!) que vos erais su gran amigo, su padre!…»

¡Con qué lágrimas, con qué celestiales acentos le responde­ríais! … ¡En verdad que vos habéis hallado al dilecto de vues­tra alma: Inveni quem diligit anima mea, tenui eum, nec dimittam!…
Si el seráfico San Francisco de Asís gustaba dulzuras inde­cibles en repetir durante noches enteras estas conmovedoras pa­labras: Mi Dios y mi todo; José, más bienaventurado, podía decir, no sólo como Santo Tomás: Dios mío y Señor mío, sino: Mi hijo y mi todo.

Este padre bienaventurado no vivía en la tierra sino con el cuerpo: su alma estaba en el cielo, cuyas puras delicias gusta­ba a raudales. Lo afirma la Santa Madre Iglesia cuando, diri­giéndose a San José, le dice: Maravilloso destino: desde esta vida sois igual a los ángeles, participáis de su felicidad y gozáis de Dios: Tu vivens superis par, frueris Deo, mira sorte beatior (Oficio de San José).

¡Qué satisfacción para ese padre bienaventu­rado, contemplar ese templo vivo que la divinidad llenaba de su gloria, crecer entre sus manos; esa soberana razón escondida bajo la debilidad de la humanidad, desarrollarse bajo sus cuidados, y hacer resplandecer bajo el velo de la infancia los primeros destellos de esa sabiduría infinita que debía confundir toda la prudencia del siglo: Puer autem crescebat et confortabatur, in sapientia!

¡Oh, gloria de Nazaret! ¡Qué felicidad estar solo con Él durante treinta años, ignorado de toda la tierra; solo con Él, olvi­dado del mundo entero!…
¡Oh, alegrías puras, alegrías desco­nocidas!
¡Oh felicidad, el verle crecer bajo vuestros ojos!
¡Oh dulce imagen de las alegrías del cielo!
¡Qué torrentes de delicias inundaban vuestro corazón, oh San José!. . .

Si San Juan Bautista, que no vio al Salvador sino a través de un muro, al decir de un Santo Padre, sintió tanta alegría, que saltó de júbilo; si el santo anciano Simeón, por haberle tenido entre sus brazos un momento, creyó que sus ojos no podrían hallar sobre la tierra nada que fuera digno de sus miradas, ¡qué efectos debían de producir en el alma de José las caricias y la continua familiaridad con Jesús!. . .

¡Cuántas veces, oh bienaventurado padre, contemplando vuestra dulce imagen, envidié vuestra venturosa intimidad con Jesús!… Y sin embargo, esa misma mañana me había sido dado gozar de una felicidad me atrevería a decir aun mayor que la vuestra. También yo, a pesar de mi miseria, he ordenado a Jesús, y El, obedeciendo a mi palabra como a la vuestra, bajó del cielo al  altar por mi ministerio, y repitió en mi favor el adorable sacrificio del Calvario.

Pero esto no bastó a su amor; no solamente Jesús me permi­tió reposar sobre su Corazón, sino que descendió al mío, mezcló su Sangre con la mía, y unió mi alma a su alma: Erant cor unum et anima una; nuestras dos vidas se confundieron; nuestras dos existencias formaron una sola: Vivo ego, jam non ego, vivit vero in me Christus; y esta felicidad se renueva para mí cada día.
¡Cuántas veces, oh mi bienaventurado padre, tuve como vos la suerte incomparable de llevar a Jesús escondido bajo los velos del Sacramento!… Como a vos, me es dado habitar bajo el mismo techo que Jesús, entretenerme con El familiarmente a cada momento; no hay hora que pueda llamar más propicia o favorable, pues siempre está pronto con su santo amor, por­que El no se oculta con el sol; su ojo está siempre abierto, y su oído siempre atento; siempre está dispuesto a interrumpir la ora­ción que por mí dirige a su Eterno Padre, para escuchar mis penas y mis necesidades.

Jesús os llamaba su padre, y su condescendencia y su amor llegan hasta darme los dulces nombres de hermano y amigo: Vos autem dixi amicos. . . Vado ad fratres. Permite que a su Padre celestial le llame Padre mío: Pater noster qui es in caelis, y a María, su santísima Madre, Madre mía: Ecce Mater tua.

Después de haber vivido, como vos, en la intimidad de Jesús, tengo también la dulce esperanza de dormirme entre sus brazos y entrar con El en la casa de mi eternidad.

En efecto, es propio de la Eucaristía el darnos todo un Dios a los hombres, no sólo como un objeto de adoración, sino también como un objeto de piadoso, tierno, religioso amor. Aquel que reina en los cielos, el Dueño, principio y fin de todas las cosas, quiere ser amado, y como la debilidad humana no podía elevarse hasta su infinita grandeza, Él, que es la misma fortaleza, se hizo, como se dice, débil con los débiles, abajándose hasta nosotros despojado de su infinita majestad, como un amigo que se da, no para ser tratado como monarca, sino como esposo y amigo de nuestra alma.

La comunión eucarística es un paso entre la unión con Dios concedida a los antiguos justos en este lugar de destierro, y la de que gozan los santos en la patria. Más felices nosotros que los primeros, no sólo participamos de la gracia, sino de la sustancia misma del Hombre-Dios, que se une cada día a nosotros para purificar nuestra alma y para alimentarnos con su Sangre. Es la unión con Dios llevada, si así puede decirse, a la más alta potencia que pueda alcanzarse en los límites del orden presente; más allá está el cielo. Y en verdad, si cuando la sustancia divina se mezcla a nuestra sustancia, Dios trasformara en la misma proporción nuestra inteligencia, nuestro amor en su amor, le veríamos cara a cara, le amaríamos con un amor semejante a aquella clara visión, y habríamos logrado la plenitud de la regeneración, seríamos tan bienaventurados como los santos.

Hubieras tenido por gran favor, oh alma mía, que José hubiese puesto a Jesús sobre tu corazón y te hubiese permitido colmarle de besos y caricias. Reaviva tu fe, ya que en la santa comunión tienes una felicidad mayor aún, pues posees plenamente, bajo el velo del Sacramento, al mismo Dios que constituye la felicidad de los elegidos en el esplendor de los santos.
Agradezcamos a Dios, quien en las maravillosas invenciones de su amor halló el medio de unirse a nosotros aún más estrechamente de lo que se unió con San José. Lamentémonos en nuestras comuniones y en nuestras visitas al Santísimo Sacramento, de no tener el espíritu de fe y el amor de que estaba animado el casto esposo de María en sus tiernas comunicaciones con Jesús. Recibamos con reconocimiento, pero sin apegarnos a ellos, los consuelos que alguna vez quiera darnos, a fin de desprender nuestro corazón de todo lo que no es El, y hacernos más animosos y más fieles en el tiempo de la prueba.

Pidamos a San José que nos obtenga la gracia de amar como él lo hizo, no sólo los consuelos de Dios, sino y por sobre todas las cosas, al Dios de los consuelos.

MAXIMAS DE VIDA ESPIRITUAL

Cuando poseas a Jesús, serás rico, y El solo te bastará (Imitación de Cristo).
Vale más una aflicción bien recibida, que cien consuelos muy gustados (San Andrés).
El verdadero amor de Dios no es el que se siente y se gusta, sino el que humilla y nos despega (Fenelón).

AFECTOS

Oh bienaventurado José, también a mí me es dado tener parte en vuestra felicidad; pero ¡ay de mí, qué lejos estoy de participar de vuestro amor!… Haced que, como vos, descanse más en Jesús que en las criaturas; más que en los placeres y que en la alegría, en los consuelos y en las dulzuras, en las esperanzas y en las promesas; más que en todos los méritos y en todos los deseos, y también más que en sus mismos dones y recompensas, más que en todas las cosas visibles e invisibles; en una palabra, más que en todo lo que no es mi Dios.

Vos solo, oh Jesús, sois infinitamente bueno, Altísimo, Omnipotente; 
Vos solo bastáis, porque
 Vos solo poseéis y lo dais todo. 
Vos solo sabéis consolar con vuestras inenarrables dulzuras.
Vos sois la verdadera paz del corazón y su único reposo; fuera de Vos, todo es pesadez e inquietud. En esta paz, es decir, sólo en Vos, Eterno y Soberano Dios, dormiré y descansaré. Así sea.

PRACTICA

Disponerse con la fidelidad a la gracia a hacer cada miércoles, día consagrado a San José, la santa comunión.