Día 13-Amor de San José a la pobreza



 Hombre de la confianza. 
Tu seguridad, oh san José, se cimentaba en la atención y adhesión constante a la voluntad de Dios, tal como iba manifestándose día tras día.

Haz, oh san José, que yo tenga la seguridad de quien confía en Dios, sabiendo que en cualquier situación, aunque adversa, estoy en sus manos.



ORACIÓN DEL PAPA LEÓN XIII

A Vos, bienaventurado José, acudimos en nuestra tribulación, y después de implorar el auxilio de vuestra Santísima Esposa, solicitamos también confiadamente vuestro patrocinio. Por aquella caridad que con la Inmaculada Virgen María, Madre de Dios, os tuvo unido y por el paterno amor con que abrazasteis al Niño Jesús, humildemente os suplicamos que volváis benigno los ojos a la herencia que, con su sangre, adquirió Jesucristo, y con vuestro poder y auxilio socorráis nuestras necesidades.

Proteged, oh providentísimo Custodio de la Divina Familia, la escogida descendencia de Jesucristo; apartad de nosotros toda mancha de error y de corrupción; asistidnos propicio desde el cielo, fortísimo libertador nuestro, en esta lucha con el poder de las tinieblas; y como en otro tiempo librasteis al Niño Jesús de inminente peligro de la vida, así ahora defended la Iglesia santa de Dios de las asechanzas de sus enemigos y de toda adversidad, y a cada uno de nosotros protegednos con perpetuo patrocinio para que a ejemplo vuestro y sostenidos por vuestro auxilio, podamos santamente vivir, piadosamente morir, y alcanzar en los cielos la eterna bienaventuranza. Amén.

Bienaventurados los pobres de espíritu.
Mat. V, 3
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El Hijo de Dios —dice San Bernardo— amaba tanto la pobreza, que no habiéndola hallado en el cielo, vino a buscarla sobre la tierra.

 En efecto, como puede verse en todas las circunstancias de su vida, demostró un verdadero amor de predilección por esta hermosa virtud.

Nace en un establo, como el último y más abandonado de los hijos de los hombres; sus primeros adoradores son pobres pastores; las personas con quienes alternó toda su vida fueron pobres: su Madre era pobre, y pobres eran sus Apóstoles; vestía pobremente; comía pan de cebada, como los pobres, y como estos vivía de limosnas, y estas le faltaban con frecuencia; prueba de ello es que permitió a sus Apóstoles sacar algunos granos de trigo para saciar su hambre.

Hasta cuando entró en Jerusalén, rodeado de una cierta gloria, estuvo rodeado de pobres y de niños; y pobre era su cabalgadura. No tenía un refugio donde reclinar su cabeza. Su primer discurso fue elogiando la pobreza: Beati pauperes spiritu. Finalmente, murió desnudo sobre la Cruz, y fue sepultado en un sepulcro que no era suyo.

Así como el Hijo de Dios amaba la pobreza con tanta predilección, también San José la amó grandemente, y es por eso que Dios lo eligió para padre y custodio de su Unigénito. Y si este Santo Patriarca practicaba esta virtud en tan alto grado, ¿qué progresos no habrá hecho en esta virtud durante los treinta años que vivió en compañía de Jesús y de María?. . .

Una sola palabra del Evangelio, hizo que San Antonio se resolviera a despojarse de todos sus bienes, para distribuirlos a los pobres, y practicar así con mayor perfección la pobreza evangélica, que el Hijo de Dios había recomendado tan insistentemente con la palabra y el ejemplo. ¿Cómo podremos, después de esto, hacernos una idea exacta de las saludables impresiones que recibiría San José en su corazón, con el ejemplo y la palabra de Jesús y de María, él que era diario testigo de su extremada pobreza?. . .

Cuando María entró en el templo, según la revelación hecha por ella misma a Santa Brígida, renunció a todos los bienes de la tierra, para poseer a Dios solo. A principio vovi in corde meo nihil unquam possidere in hoc mundo. Por lo cual, María no llevó en dote a José más que su amor al trabajo y el perfecto desprendimiento de las cosas creadas. Y muy grande debió de ser la pobreza de ambos esposos, pues que María se vio obligada a ver nacer a su Hijo en un pesebre abandonado, sin tener para abrigarle más que un poco de paja y la compañía de dos animales. Digna Madre de Aquel que después de haber vivido en la mayor pobreza, había de morir sobre una Cruz, dejando como tesoro a sus discípulos: Bienaventurados los pobres.

María y José gustaron de esta máxima, y la pusieron en práctica. ¿Se trata de colocar sobre el altar del templo una ofrenda, después de la ceremonia de la purificación?

 Será la ofrenda de los pobres; porque —dice San Bernardo— los ricos dones que habían recibido de los Magos, ya los habían distribuido entre los pobres. Pero es sobre todo durante el largo viaje y en la larga permanencia en Egipto, donde no tenían amigos ni protectores, donde sintieron más vivamente la más grande pobreza. El hijo de David y de Zorobabel se hizo simple operario, y la hija de los reyes trabajó también de noche, para ayudar al módico é insuficiente salario de su esposo, y así procurarse lo necesario, que con harta frecuencia faltaba en la casa. Los pobres —dice San Alfonso María de Ligorio— no leerán, sin sentir grandes motivos de consuelo, lo que Landolfo escribió sobre este conmovedor misterio.

«Tal era la pobreza de María y de José —dice él—, que con frecuencia les faltaba el pan que Jesús pedía hostigado por el hambre. ¡Y ellos no tenían más que lágrimas para darle! ¡Cuánto sintió entonces José su pobreza!. .. Una pobreza que se sufre por amor a Jesús, tiene un cierto encanto; pero en la pobreza que sufre Jesús, la pena iguala al amor».

«De regreso a Nazaret, no se encontró José en mejores condiciones. Imaginaos —dice Bossuet— un pobre artesano que no tiene otro recurso más que sus manos, ni otra riqueza más que su taller, otro medio de vida que su trabajo, que debe entregar con una mano lo que recibe con la otra, y ve cada día gastarse la pobre ganancia, obligado todavía a hacer un largo viaje, por el que debe alejarse de los amigos, sin que el ángel que le manda partir, le diga ni una sola palabra respecto a cómo podrá hacer frente a sus necesidades más apremiantes. ¡No tuvo vergüenza de sufrir lo que a nosotros nos sonroja! ¡Humillaos, grandezas humanas!

»Va José poco menos que errante, tan sólo porque está con Jesús. Feliz de poseerle a tal precio, se cree rico, y cada día se esfuerza por purificar su corazón, a fin de que Dios se posesione más y más de él; rico, porque no tiene nada; poseyéndolo todo, todo le falta; feliz, tranquilo, seguro, porque no encuentra reposo, ni casa, ni demora».

«Dios quiere; —dice San Francisco de Sales— que José esté siempre en la pobreza, que es una de las pruebas más duras que pueda enviarnos; y lo somete a ella, no por un tiempo más o menos largo, pues fue pobre toda su vida. ¡Y qué pobreza fue la suya! Una pobreza despreciada, huida, mísera.

»La pobreza voluntaria de que hacen profesión los religiosos, es muy amable, por cuanto ella no les impide recibir las cosas que son necesarias, tan sólo les prohíbe lo superfluo; pero la pobreza de José y de Nuestra Señora no es tal, pues que aun cuando fuese voluntaria y la amaran de corazón, no dejaba de ser abyecta, rehusada y despreciada en sumo grado.

»Porque todos no veían en ese gran Santo, sino a un pobre carpintero, incapaz de ganar ni siquiera lo suficiente para que no le faltara lo indispensable para la vida, y eso a pesar de fatigarse con amor indecible para alcanzar a sostener a su pequeña familia; y él se sometía humildemente a la voluntad de Dios aceptando su pobreza y abyección, sin dejarse vencer por la tristeza interior que sin duda alguna y más de una vez quería hacerse sentir».

He aquí cómo José amó y practicó la pobreza; fue pobre de espíritu y de corazón; sufrió las incomodidades de la pobreza sin lamentarse. Reducido a ganarse su pan y el de su familia con el sudor de su frente, se consideraba muy feliz de compartir con María la pobreza de Jesús, el cual, siendo Dueño y Señor de todas las riquezas, se hizo pobre por nuestro amor; y a su ejemplo, José quiso vivir y morir pobre.

La pobreza evangélica, difícil tal vez en apariencia, es una fuente de paz y felicidad. Es una gran tranquilidad para el espíritu, —dice San Gregorio— el estar lejos de la concupiscencia del siglo, donde con tanta pasión se tiene lo que se posee; donde se desea siempre lo que no se tiene, y donde las pérdidas son tan dolorosas, porque los apegos son siempre exagerados; donde, en una palabra, los deseos crecen incesantemente, pues el mundo entero no basta 112ara satisfacer el vacío inmenso de nuestro corazón, el cual está hecho para Dios.

Más va el hombre tras los bienes falaces que lo corrompen, menos satisfacción encuentra en ellos, y más pierde el gusto y la estimación por los bienes eternos. La felicidad del alma consiste en la unidad de su amor, y su desventura, en la multiplicidad de sus deseos; la pobreza es la virtud que nos desapega y nos dispone para recibir las riquezas del amor divino, librándonos de una infinidad de frívolas e inútiles solicitudes.

Nuestra felicidad no consiste en la posesión de muchas cosas, sino en la satisfacción de nuestros deseos. Feliz aquel —dice San Agustín— que posee todo lo que desea, y no desea más que lo que debe desear.

 Los pobres de espíritu tienen esta ventaja sobre los ricos del mundo, pues aquellos tienen cuanto desean, porque no desean más que lo que tienen, y miran todo lo demás como inútil y superfluo, mientras que los mundanos nunca están satisfechos, porque el placer de las riquezas que poseen es inferior a la ansiedad que sienten al no poder realizar sus deseos de poseer algo más y mejor; de manera que, agitados por deseos insaciables, ven trascurrir todos sus días en la inquietud y en la búsqueda de lo que nunca podrán poseer.

La pobreza no es tan sólo una fuente de paz, sino que es también un medio eficacísimo para progresar en la perfección; porque así como la concupiscencia es la raíz de todos los males, así también la pobreza es el principio de toda suerte de bienes. Es la guarda de la humildad —dice San Gregorio—; conserva la castidad por medio de la mortificación, de la cual es inseparable compañera, y ayuda a practicar la abstinencia y la templanza. Este es el motivo por el cual la pobreza —dice San Francisco de Sales— es una virtud celestial y divina, pues libra al alma de cuanto pudiera retenerla en medio del mundo, y le facilita su ascensión hacia Dios y su unión con El. Los santos la llaman la madre, maestra y custodia de todas las demás virtudes.

Para obtener estas preciosas ventajas de la pobreza, es necesario ser pobre de espíritu, es decir, tener el corazón desasido de todas las cosas de la tierra. No todos los cristianos son llamados a despojarse de todos sus bienes para seguir a Jesucristo, como los Apóstoles: «He aquí que hemos abandonado todas las cosas para seguirte». Pero todos los que quieren vivir cristianamente y gozar de las promesas del Salvador a los pobres de espíritu, no deben hacer caso de los bienes de este mundo, sino creer, con el Apóstol, que «pues ellos poseen a Jesús, todo lo demás es polvo y miseria».

Pero ¡ay, qué pocos son los pobres de espíritu! Es muy difícil —dice la Imitación de Cristo— encontrar a quien esté tan adelantado en el camino espiritual, que tenga el corazón desasido de todas las cosas.

Para llegar a esto, es necesario haber renunciado, como los santos, a las riquezas y comodidades de la vida; tener horror a lo superfluo; no preocuparse por lo necesario; recibir con indiferencia, como San Pablo, la salud y la enfermedad, la tribulación o la alegría, la abundancia o las penurias.

 Así debe ser ese desapego universal, esa perfecta pobreza de espíritu que el divino Maestro puso como primera entre las bienaventuranzas.

Si eres pobre, alégrate de estar en un estado en que más fácilmente puedes asemejarse a San José.

Si Dios te ha favorecido con bienes de fortuna, no apegues tu corazón a ellos, da lo superfluo a los pobres.

«Hay hombres —dice el Sabio— que son ricos aun cuando nada poseen, y hay otros pobres aun cuando viven en la abundancia de las riquezas».
La virtud de la pobreza —añade San Bernardo— no consiste en la privación de los bienes terrenos, sino en el amor a esta privación”.


MAXIMAS DE VIDA ESPIRITUAL

Toda abundancia que no es de Dios, no es más que indigencia (San Agustín),

De nada vale ser pobre, si no se ama la pobreza y no se soporta por amor a Jesucristo todo lo que hay en ella de desagradable (San Vicente de Paul).

Querer ser pobre sin sentir incomodidades, es una pretensión muy grande; porque eso es querer el honor de la pobreza y la comodidad de las riquezas (San Francisco de Sales).


AFECTOS

Modelo admirable de todas las virtudes, augusto José, os suplicamos humildemente, por aquel amor generoso a la pobreza que os hizo soportar con resignación tan admirable todas las penas de vuestro estado, no permitáis que seamos jamás deslumbrados por el falso esplendor de las riquezas transitorias; haced, con vuestra intercesión, que a la luz de los ejemplos de Jesús y de María conozcamos con vos la pobreza sufrida por amor de Dios y preferible a todos los tesoros de la tierra; haced que después de haber puesto toda nuestra confianza en la amable providencia de Dios, todos nuestros deseos se refieran únicamente a la posesión de los bienes celestiales, donde esperamos recibir la recompensa prometida a los pobres de espíritu y de corazón. Así sea.


PRACTICA

Imponerse durante el día alguna pequeña mortificación en honor de San José