Día 12-San José en Egipto



Hombre de la sencillez.
Ser persona sencilla como tú, oh san José, no es sólo una dimensión del carácter, sino una virtud adquirida con el esfuerzo diario de hacerse disponible a los demás.
Ayúdame, oh san José, a no ser persona complicada, retorcida, e inaccesible, sino amable, sencilla y transparente.

PARA PEDIR UN FAVOR

Amadísimo Padre mío San José: confiando en el valioso poder que tenéis ante el trono de la Santísima Trinidad y de María vuestra Esposa y nuestra Madre, os suplico intercedáis por mí y me alcancéis la gracia... (hágase aquí la petición).

José, con Jesús y María, viva siempre en el alma mía.
José, con Jesús y María, asistidme en mi última agonía.
José, con Jesús y María, llevad al cielo el alma mía.

Padrenuestro, Avemaría y Gloria.






Conformidad con la voluntad de Dios

Padre mío, no se haga mi voluntad, sino la tuya.
Luo. XXII, 42.

En las almas vulgares, el sentimiento de la confianza aleja de ellas toda duda acerca de la bondad de Dios; pero esa confianza es inquieta, afanosa, al punto que, por así decirlo, querría indicar a la Divina Providencia la forma en que desea ser auxiliada; por el contrario, en las almas verdaderamente interiores la confianza las estimula al abandono total en las manos de Dios, que las lleva a gozarse en la privación de todo medio humano y. a gustarlo como un verdadero regalo, porque estas almas desean, en verdad, entregarse enteramente al Padre Celestial y conformarse en todo a su santa voluntad. Esta sumisión a la Providencia nos conserva en una perfecta tranquilidad en medio de las contradicciones más dolorosas, y en una ecuanimidad admirable en las vicisitudes más dolorosas de la vida.

Tal fue la maravillosa confianza en Dios que tuvo San José en su fuga y en su permanencia en Egipto.
El ángel le había dicho: «Quédate allá, hasta que yo te lo diga». Y el Santo Patriarca no le preguntó al mensajero cuánto tiempo había de durar su destierro. A imitación de San José, en las pruebas abandonémonos en Dios, sin querer saber cuándo terminarán. Si Dios nos deja en la oscuridad, es solamente por su gloria y por nuestro bien. Si conociéramos el porvenir, nos oprimiría  la vista de las adversidades, y por otra parte, conociendo también su término, no tendríamos ningún mérito en dejarnos llevar, y nuestros sacrificios perderían el mérito principal.

Las cruces previstas con inquietud, son consideradas fuera de lo ordenado por Dios: esto es, sin amor para soportarlas, y tal vez también con una cierta infidelidad que nos aleja de la gracia. De manera que todo nos resulta en ellas amargo, insoportable, y nos sentimos sin medios para vencer. Esto acontece al que no se confía enteramente en Dios, y pretende conocer los secretos de Dios. Cerremos, por lo tanto, los ojos a las cosas que Dios nos oculta y nos tiene reservadas entre los tesoros de sus profundos decretos.

Las cruces imprevistas traen siempre consigo la gracia, y en consecuencia, algún alivio, porque se ve en ellas la mano de Dios. A cada día —dice Nuestro Señor— le basta su mal. El mal de cada día nos trae algún bien, si dejamos obrar a Dios. José permaneció ocho años en Egipto sin quejarse, sin turbarse, sin pedir ni una sola vez a Dios que le abreviara el destierro y lo volviera a la patria. Y no fue ciertamente porque le faltaran los sufrimientos en aquel país idólatra, donde todo era dios, excepto el mismo Dios. En aquella región de tinieblas, los animales no son para uso del hombre, sino que por una alteración del orden, el hombre, envilecido por su propia voluntad y rebajado de la nobleza de su origen, no se avergüenza de tributar culto a seres privados de la razón, y que debían estar sometidos a él. ¡Cuánto dolor y cuánta amargura habrá sentido José en su corazón, lleno de celo por la gloria de Dios, oyendo cada día blasfemar este santo nombre por un pueblo idólatra! ¡Cuánto habrá sufrido en medio de aquel país bárbaro y perverso, en cuyas abominaciones y supersticiones rehusaba participar!. . .

Más animoso que los israelitas a orillas de Babilonia, que en medio de su amargo dolor rehusaban repetir el hermoso canto, José, a semejanza del Rey Profeta, embellecía y santificaba su destierro, honrando al Dios de Jacob, y cantando sus juicios y sus leyes. Cantabiles mihi erant justificationes tuae in loco peregrinationis meae.

Para poder aprovechar las saludables lecciones que San José nos da en esta ocasión, permanezcamos en paz en el lugar en que Dios nos ha colocado; a Él solo toca mudarnos. Abandonémonos en El, y creamos firmemente que vendrá en nuestra ayuda, sin que nos inquietemos acerca de la forma de proveer, y seguros de que nos quedaremos maravillados.

Toda la malicia de los hombres —dice la Imitación de Cristo— no alcanza a dañar a los que Dios quiere proteger. Si sabéis callar y sufrir, Dios os asistirá seguramente. Él sabe cómo y cuándo; abandonaos, pues, a Él. El auxilio viene de Dios, y Dios nos librará de la confusión.
El tiempo en que estamos abandonados de todo auxilio humano, es precisamente aquel en que Dios nos socorre. Le agrada esperar a que se haya despertado en la criatura una ciega confianza  en El, y entonces viene en su auxilio. Pero no le señaléis los medios; abandonaos por completo en su Providencia, que no os ha de faltar.

La mutación de lugar y de estado ha engañado a muchos, dice la Imitación de Cristo. Las almas inconstantes y poco mortificadas sienten vivamente el peso del lugar y de la carga que tienen, y pensando que puede haber en el mundo, estado o criatura exenta de cruz, no encuentran dónde estar a gusto. Ordenad, pues, las cosas según vuestro querer y vuestros deseos; pero lo queráis o no lo queráis, hallaréis siempre que en todas partes hay que sufrir. La cruz está siempre preparada, os espera en cualquier tiempo y lugar. Doquiera vayáis, la hallaréis, porque en todas partes os encontraréis a vosotros mismos. Si rehusáis una cruz, inexorablemente hallaréis otra, y tal vez más pesada que aquella que abandonasteis.

«No sembréis vuestros deseos en otros jardines, cultivad siempre el vuestro —escribe San Francisco de Sales; —. No deseéis ser lo que no sois, pero desead siempre lo mejor en donde estáis. Ocupaos en perfeccionaros y en llevar de buen grado las cruces que halléis, sean grandes o pequeñas. Muchos son los que aman su propia voluntad, pero muy pocos los que aman el querer de Dios».
Lo que puede consolaros y haceros perseverar con paciencia en el estado en que Dios os ha puesto, es la compañía de María y la unión con Jesús, que endulzaron para San José los rigores del destierro:Accípe puerum et matrem ejus. El Niño Jesús vivió en esa tierra maldita y enemiga del pueblo de Dios, como un cordero entre los lobos, y pasó así los primeros años de su vida. Allí, en el destierro, bajo el gobierno de José y de María, comenzó a caminar y a balbucear las primeras palabras, que llenaron de consuelo el corazón de esos padres.

Dios se encuentra doquiera; está en la morada más oscura como en la más espléndida; en el último empleo de una casa como en el primero; y ¿se puede estar mal, cuando se está con Dios?… En todas partes hay iglesias, en las que está Nuestro Señor, donde hay altares dedicados a María, un Crucifijo, y cada día se ofrece en ellas la santa misa. San Juan Crisóstomo, desterrado entre los bárbaros, se consolaba así: «Hallaré a Dios en la Escitia así como en Constantinopla». Cuando Jesús está presente, todo es dulce —dice el piadoso autor dé la Imitación— y nada es difícil. La compañía de Jesús es un paraíso de delicias; y si Jesús está con vosotros, ¿qué os podrá hacer mal?

El ejemplo de José viviendo en una tan perfecta armonía entre los desórdenes y supersticiones del Egipto idólatra, es muy oportuno para alentar a las almas piadosas que la Providencia ha querido dejar en el mundo en medio de las ocasiones, de las tentaciones más peligrosas. Dios Nuestro Señor las cuidará y las cubrirá con el escudo de la buena voluntad. Las llamas no rozaron siquiera los vestidos de los tres hebreos arrojados en el horno de Babilonia; antes bien, el horno se convirtió para ellos en un lugar de delicias, donde bendecían a Dios. Lo mismo sucede con aquellos a quienes la obediencia manda entrar en el horno ardiente de la Babilonia del siglo: si se mantienen unidos a Jesús y a María, como José, también ellos cantarán las alabanzas de Dios; y mientras que el fuego de la concupiscencia devora a los que temerariamente se exponen a él, el comercio con el mundo no alcanza sino a procurar a las almas piadosas de una mayor luz para despreciar sus vanidades, sus falsos placeres, y hacerles estimar cada vez más los beneficios de la piedad.

Las almas piadosas pueden, por otra parte, con sus oraciones y su buen ejemplo, destruir los prejuicios de los mundanos y enseñarles a amar la virtud.
No nos apartemos, por lo tanto, de las disposiciones de la Divina Providencia, ni aun en las cosas que parezcan indiferentes. Las varias circunstancias de nuestra vida tienen con nuestra eterna salvación y con nuestra perfección, relaciones que no alcanzamos a sospechar, y que sólo conoceremos en la otra vida.

Con frecuencia juzgamos que importa poco, para nuestra alma, estar en este o en otro lugar, con esta o aquella persona; pero, a poco que reflexionáramos, comprobaríamos que todo lo dispone Dios para nuestro bien. Se atribuye a la demora de la Sagrada Familia en Egipto, la caída de los ídolos, y también la gracia de que aquellas regiones fueran pobladas por tantos santos anacoretas. San Juan Crisóstomo y varios otros doctores de la Iglesia atribuyen a la estadía de Jesucristo en Egipto, los grandes progresos realizados por el cristianismo, y el establecimiento de tantas comunidades religiosas, las cuales por largo tiempo han dado maravillosos ejemplos de virtud. Y tal venturosa trasformación bastaría para confirmar el oráculo de Isaías, quien había anunciado que: “a la presencia del Señor entrando en Egipto, los ídolos de ese país serían destruidos”. Hay también una antigua tradición, ratificada por muchos autores del siglo IV, según la cual, la referida profecía se cumplió literalmente al arribo de Jesús a Egipto, y que gran número de ídolos —particularmente en la Tebaida, donde la Sagrada Familia residió algún tiempo— fueron efectivamente desbaratados, como en otra ocasión ocurrió con el ídolo Dagón a la presencia del Arca Santa, que era figura de Nuestro Señor Jesucristo.

Puede Dios haberos colocado en tal empleo o lugar, para utilidad y salvación de alguna persona, a quien habréis de convertir con nuestros buenos consejos y piadosas conversaciones, y cuyo celo podrá ser útil a la gloria de Dios. Si sufrís, si sentís fastidio, alegraos, porque estáis en el camino que lleva al cielo. ¿Acaso no sufría San José en Egipto?… Y sabemos muy bien que esos sufrimientos aumentaron sus méritos. Persuadíos, pues, de que aquella es vuestra cruz; el ejercicio de la paciencia que os exige, vuestro purgatorio, y no desperdiciaréis ni un solo momento: tendréis toda la eternidad para gozar y descansar, y afortunados de vosotros si morís en el estado en que Dios os ha colocado. De los brazos de su Providencia pasaréis a los de su misericordia.

Habiendo terminado la persecución con la vida de Herodes, el ángel del Señor se le apareció por segunda vez en sueños a José, para advertirle que podía volver sin temor a la tierra de Israel. Aprovechemos, pues, las sabias lecciones que nos da San José con su conducta.
No habiéndole dicho el ángel a José dónde debía ir a vivir, eligió entonces nuestro Patriarca, entre todas las provincias y ciudades de la Galilea, la de Nazaret, donde pensó que podía custodiar a Jesús más cómodamente, y sin temor de perderle.

Cuando la Providencia no nos manifiesta sus designios; cuando nuestros directores nos dejan la libertad de escoger, o bien nos piden nuestro parecer, podemos exponer con sencillez nuestra manera de pensar, y si es aceptada, podemos seguirla. Pero que no sea nunca nuestra inclinación natural la que nos guíe; esta se funda ordinariamente en nuestra vanidad y en nuestra debilidad, y por lo mismo, debe ser siempre dirigida por la fe o por la razón.

Examinemos seriamente delante de Dios en qué cargo o empleo serviremos mejor a Jesucristo, y dónde estaremos menos expuestos a perderle. Son las normas que, como San José, debemos seguir siempre. En nuestras determinaciones miremos siempre, primero la gloria de Dios y nuestra propia perfección, y que ninguna otra mira nos aparte de lo que debemos a Dios y a nosotros mismos.

Aun cuando San José sostenga entre sus brazos al Dios fuerte, al Salvador del mundo, teme no obstante la Judea: Timuit illo iré, donde piensa que la vida de Jesús puede estar en peligro. Como él, cuando nuestro ángel custodio nos advierte que no debemos ir a tal lugar o a aquella casa, donde correríamos peligro de perdernos, debemos seguir fielmente sus santas inspiraciones, y no creernos seguros porque por la mañana tuvimos la suerte de recibir a Jesús en la santa comunión. De otro modo, sería un milagro no perder a Jesús. Y por último, creamos en la promesa de Dios, cuya palabra es infalible: Buscad ante todo el reino de Dios y su justicia, y lo demás se os dará por añadidura.

MAXIMAS DE VIDA ESPIRITUAL

Cuando estamos donde Dios quiere, estamos con El: dejémonos, pues, guiar por el Señor
(P. Nepven).
Nunca ejercitamos más perfectamente nuestra confianza, como cuando nos encontramos entre los más graves peligros y en medio de las más grandes penas (P. Huby).
El santo abandono establece en el alma el reino de Dios. Más os abandonáis en sus manos, tanto mejor os conducirá (P. Huby).

AFECTOS

Oh, fidelísimo José, dignaos dejarme entrar en el modesto asilo en que os refugiasteis en Egipto con Jesús y María. Veo en él, doquiera, las señales de una gran pobreza; pobres muebles, alimento pobre, trabajos y ocupaciones de pobre. Pero, Dios mío, ¿cuándo hubo en el mundo habitación más deliciosa, que aquella cabaña? En aquella oscura vivienda dio Jesús los primeros pasos y pronunció las primeras palabras. Oh San José, adoro con vos aquellas palabras de vida, salidas por primera vez de los labios del Verbo encarnado. Me postro como vos para besar respetuosamente las primeras huellas de sus pies adorables. Oh José, inspiradme vuestros sentimientos, y obtenedme la gracia de amar ardiente y generosamente, como vos lo habéis hecho, a este Dios de amor, a fin de que, después de haberle amado y seguido en este valle de lágrimas, me sea dado poseerle eternamente en la Jerusalén celestial. Así sea.

PRACTICA

Rezar por los misioneros, a fin de que puedan propagar la devoción a San José en los países infieles